jueves, 27 de noviembre de 2008
Donde conocemos a Críspulo
lunes, 24 de noviembre de 2008
Eurídice en Sonora
Me despierto y tengo frío. No reconozco el lugar, pero sí el olor: humo, tierra seca y cucarachas. La lengua me duele dentro de la boca. No recuerdo nada y me parece que eso es bueno. Tengo miedo de moverme porque sé que con el movimiento regresaran los recuerdos, regresará el dolor. Muy despacio abro los ojos y con la luz vuelve la nausea.
Estoy sola en el cuarto desnudo. El suelo de barro apisonado cubierto apenas por una estera raída. Abro los ojos y una luz gris rata enmarca el dintel de madera. Esta amaneciendo. En mi boca, un sabor amargo a tierra y a vómito.
Me incorporo y con el movimiento vuelven los recuerdos, el dolor.
La cara de Adrián vuelta hacia mí, los ojos entornados, la boca abierta y las aletas de la nariz dilatadas, bebiéndome, emborrachándose con mi voz. Y fue así desde el primer día, en el que empezamos a actuar en ese club de jazz de Méjico DF. y él se sentaba en la primera mesa de la izquierda y no apartaba ni un instante sus ojos de los míos. Después, me esperó a la salida, me enseñó esa ciudad atroz y única, me llevó a su casa y durante los quince días que duró la gira me entregó todo lo que era.
Se han ido todos, también el chamán y siento su ausencia como un abandono. A mi lado, una vasija de barro llena de agua, un trozo de pan y una manzana. Me enjuago la boca. La foto de Adrián aún esta sobre el pequeño altar de piedra. Las piernas y los párpados me pesan y vuelvo a perderme en una bruma espesa.
De nuevo la cara de Adrián, ahora pálida de muerte. Desierto de Sonora, cinco de la tarde. Cuando oyó el cascabel ya estaba todo hecho y el aire luchaba por abrirse paso en sus pulmones ya paralizados por el veneno. Ni siquiera gimió. En su cara, solo un gesto de estupor. Pero yo si, yo me hice añicos en un único grito definitivo. Después perdí la voz. Ya nunca volvería a cantar.
Cuando el grupo volvió a España no quise seguirles. Me sentía atada a ese país donde la vida y la muerte estaban acechando a cada paso. Además, estaba obsesionada con Adrián, no aceptaba su pérdida. Necesitaba ir a buscarle. Verle y hablar con él al menos una última vez.
Empecé a consultar con videntes, mediums, echadores de cartas y adivinadoras. Todos prometían ponerme en contacto con Adrián, pero ninguno lo hizo. Después, comencé a experimentar con sustancias alucinógenas, con la esperanza de que en alguna visión él apareciera. Solo conseguí terror y soledad.
Alguien me habló de un brujo indio que vivía cerca del desierto. Fui a verle. En su mirada adiviné compasión. El viejo me dijo que él me ayudaría, pero yo tendría que cantar. Solo mi voz podía conjurar las sombras, abrirme paso en el reino oscuro. Él me facilitaría el tránsito, treinta botones de peyote y un ritual propiciatorio. Pero yo debía cantar.
Pensé que no podría, que la voz se me había ido con aquel grito, pero cuando mi estómago se dio la vuelta por tercera vez y en mi cuerpo no quedaba una gota de sudor, rompí a cantar. Mi voz se elevó en la oscuridad, se abrió paso entre el miedo y el dolor, se hizo quejido y aullido y llanto y después... se hizo música. Y de nuevo Adrián, esta vez tras de mí diciéndome: “Camina, no te pares. Yo te sigo pero no mires hacia atrás. Camina o me perderás para siempre”.
Vuelvo a recobrar la conciencia. Me levanto. Me duelen los riñones y las costillas como si hubiera estado peleando con un toro. Me acerco al brochazo de luz amarilla que es la puerta. Fuera, el desierto se ha convertido en una campana de vida mineral desperezándose en silencio. Respiro hondo. Me aplasta la tristeza. Ahora sé que nunca volveré a ver a Adrián. Se ha ido para siempre. Pero estoy tranquila. He podido volver a escuchar mi voz.
jueves, 20 de noviembre de 2008
Ida vuelta
Ella salio corriendo del metro. Se acordó que no había ni ascensor ni escaleras mecánicas y maldiciendo al alcalde por su desidia para invertir en la líneas antiguas, cogio la maleta y la cargó en sus brazos. Jadeando llego al vestíbulo y se dirigió deprisa hasta la zona de salida de pasajeros de las grandes líneas de Atocha. La puntualidad del Ave era germánica.. 2 minutos antes de partir se cerraban las puertas, ya lo sabía bien, no era la primera vez que hacia este recorrido con la misma sensación de rabia por no haber ido con tiempo. Por fin llegó al control. Había una cola considerable. La cinta de rayos X del equipaje estaba atascada sin moverse .Prefirió no mirar el reloj
Jaime entro en la estación con su parsimonia habitual. Compró el periódico y fue a tomar un café .Todavía tenia quince minutos. Leyó que en Madrid estaba lloviendo y se había inundado de nuevo
Desde luego no era el día adecuado para pedirle a Pablo que le comprara unos zapatos faltando tres horas y media para casarse. Por un momento se le paso por la cabeza avisar a Marta… no era una buena idea No iba a ir a la boda y le había pedido que no la llamara. Resignado se dirigió hacia el anden, bajo las escaleras mecánicas y esperó en la vía.
Por fin le toco a ella poner la maleta en la cinta y pasar por el detector de metales.. Pito, el policía impasible le señalo el cinturón. Controlando sus nervios se lo quitó y volvió a pasar. Sonó de nuevo. Se acordó que tenía unas monedas en los bolsillos. Vía 11, dirección, Santa Justa, Sevilla. Tenia que salir de Madrid. Era la boda de Pablo y Jaime probablemente ya estaría en la ciudad desde por la mañana. Llego al mostrador exhausta. Una azafata le dijo muy amablemente que las puertas del tren acababan de cerrarse en ese momento. Con cara de pez se quedo de pie sin poder articular palabra. Puede dirigirse a las oficinas de atención al cliente para ver si hay sitio en el próximo AVE.
Jaime puso la maleta encima del asiento y cerró los ojos. Si hubiera salido por la mañana como tenia previsto.. pero hacia tan buen tiempo que había preferido dar un paseo por el mar aprovechando el dia libre que había pedido en el trabajo. Llegaron a su mente imágenes del ultimo viaje que hicieron juntos a Nicaragua.., Marta desesperada buscando por lo bares de Little Corn Island a alguien que les llevara en barca a Corn island para poder coger el avión a tiempo ... el mensaje entrecortado del suicidio de su hermana .. Al cabo de un rato llego con un hombre tambaleándose que se había levantado de una mesa llena de botellas. A él le entró pánico. Se acordaba del trayecto de ida, las olas, la lluvia Todos agarrados a los bancos con fuerza para no saltar del asiento de la barca colectiva.
Ahora ella había rehecho su vida mientras que él había seguido con la suya en la librería con los amigos de siempre .No hizo nada para retenerla.
-No hay plaza en el próximo tren a Sevilla. Quedan en el mañana a las nueve.
-Ya y ¿cuando es el siguiente tren con asiento libre?
-Mañana sábado, ya se lo he dicho, le dijo amablemente Iyomara , que era el nombre de la guapa chica de sonrisa inmutable ya fuera para decirte que si querías un café o también para mandarte a la mierda.
-Si, lo sé.. Me refiero al próximo tren que sale de la estación con plazas libre me da igual el destino.
Se puso a teclear muy deprisa durante minutos interminables. El tren que sale hacia Barcelona a las seis y media y media le parece bien?
-Barcelona????
Próxima Parada Puerta de Atocha. Jaime se levanto y cogio la maleta.
Marta fue hasta el andén. El AVE estaba entrando en la estación Se sentó en un banco y cerro los ojos. Todo el cansancio se le vino encima..Barcelona.. No había vuelto desde hacía un año, al regresar de ese viaje. .Recordó la cara de Jaime allí junto al bar, paralizado, mirándola mientras ella hacia beber al hombre un termo de café Era el único que había encontrado dispuesto a llevarles. Eso o esperar cuatro días a la colectiva. No sabia si su hermana estaba viva ,solo había podido entender que se había tirado desde la azotea del edificio Luego había perdido la conexión .Ya estaba anocheciendo cuando se metieron en la barca ..Se despidieron en la orilla.
Los pasajeros iban llenando la vía. …Marta¡¡¡¡¡¡¡¡¡ miro hacia atrás y le vio… con la misma sonrisa con la que apareció en el funeral diez días después como si no hubiera sido consciente de su cobardía . Indecisa, se levanto del banco y entro en el vagón que tenía justo delante. Sólo hizo un gesto con la mano.
Distrito F
Las manos se juntan y juegan durante un minuto apenas. Ella interroga con los ojos al sentir la caja cuadrada en su palma. Si no vuelve podrá abrirla. Ella se aparta, fija la vista en el horizonte, blanco sobre blanco. Las dunas cercan la isla de cemento, pero nunca es la misma la que te vigila, se mueven sin cesar, aunque no te des cuenta, y esconden miles de insectos y lagartos.
El avión espera en la pista de tierra con el morro hacia arriba, oteando el aire, el único pájaro que ha sobrevivido. La tormenta se acerca. Los remolinos envuelven las dos figuras inmóviles, los granos pican en la nariz, en la garganta, asfixiando, casi no pueden verse el uno al otro. Una ventana se abre, alguien observa la salida pero no habrá ceremonias, no es el primero que se aventura más allá buscando una salida, un cambio, da igual, el que sea. Es inútil, no hay nada fuera del Distrito F.
El óxido le araña la mano al abrir la puerta y se acomoda como puede dentro. El olor a gasolina y polvo marea. Se incrusta en el asiento de cuero rojo y enciende los motores que renquean en toses secas. Las hélices mueven el polvo y se paran. Él vuelve a intentarlo y esta vez cogen impuso y el ritmo se acelera apartando el silencio. El rayo de plata recorre la pista, apenas visible, en pocos segundos y empieza a elevarse, escorado a la derecha. Por un momento parece que va a caer, y ella no puede reprimir un grito ronco que nadie puede oír entre los átomos de cuarzo y humo.
Él ríe ligero al sobrevolarla, gira dos veces a su alrededor, la corriente se vuelve tornado y levanta su vestido rojo, las piernas le tiemblan, no sabe si de miedo o excitación. Sigue subiendo, ella se ha convertido en un punto lejano, un hito topográfico que le ayudará a volver.
El horizonte se ha alejado pero sigue igual, la nada vacía le rodea en cualquiera de los puntos cardinales, sólo la brújula le indica que sigue un camino, escogido al azar. Los minutos pasan, se transforman en horas, si no para la búsqueda ya no habrá vuelta atrás. Y se da por vencido.
El Distrito F vuelve a emerger de nuevo. Como último coletazo decide subir un poco más. El cielo cambia, el gris pálido se ha transformado en azul, que se oscurece más y más al ascender. El sol ya no es un globo triste, sino un foco amarillo reluciente en un viscoso cuadro de óleo ultramar. Y sigue subiendo. No sabe donde puede llegar, pero quiere estar allí. El tablero de mandos vibra bajo su mano, le hace cosquillas, casi no puede leer los números, pero tiene que saber lo que hay más allá, dónde está la frontera. El vello se le eriza, y empieza a tiritar, los dedos se entumecen mientras empieza la inmersión. Siente una mordaza en la cara, un ataque de asma mientras hiperventila.
El sol se fija en su retina, cada vez más grande, cada vez más frío, no puede cerrar los ojos tiene que seguir mirando….
Ella se levanta de la arena, el hueco de su cuerpo se desvanece como si nunca hubiera estado allí, esperando durante horas. El rugido se hace más fuerte pero no desciende, la diagonal apunta a las estrellas, y de repente el silencio, todo está inmóvil. Una serpentina de humo crece desde el cenit, el fin de fiesta. El avión grita al estrellarse, y la onda expansiva curva el tiempo y el espacio, tumbándola en la arena, es la última caricia.
La caja se le clava en el estómago al caer, la sangre se confunde en el vestido y mancha la tapa abierta. Una pluma blanca sale volando y se pierde en el viento.
“CAÍDA DE ÍCARO” Jacob Peter Gowy
miércoles, 19 de noviembre de 2008
A LOS EXASPERADOS ANONIMOS
En vista de que a muchos de nosotros nos incomoda ver entradas sin firma, rogamos que todo aquel que quiera colgar un texto suyo en "exasperados" lo firme.
Quizá al escritor/a anónimo le parezca una chorrada, pero sería un hermoso detalle de cortesía.
Muchs gracias.
viernes, 14 de noviembre de 2008
noche en madrid
Ayer, paseando por el centro, ví que el Penta estaba abierto.
Entré pero ya no había nadie de ese tiempo en que quise ser Antonio Vega. Eso fue hace mucho.
A quién buscaba sobre todo era a Lourdes, que servía copas y me ponía los faros. Un día me atreví a intentarlo. Me acerqué, le solté el rollo, y ante mi incredulidad, funcionó. De madrugada me llevó a su ático del Dos de Mayo. No salimos de allí hasta la siguiente noche. Fue glorioso.
Volví a mi casa sintiéndome la hostia en vinagre, bendecido por ser joven y vivir tiempos de promisión.
Un par de días más tarde volví al Penta. Había pensado en decirle a Lourdes que se viniera al Pantano de San Juan.
Cuando llegué Lourdes me sonrió, pero siguió hablando con el batería de una banda jamaicana. Hablaron y hablaron, cada vez más cerca, y se acabaron liando.
Pensé que no era el momento de sugerir ninguna excursión y volví a casa.
Recuerdo que esta vez lo que pensé es que los profetas de la liberación sexual se guardan bien de advertirnos de todas estas jodiendas.
Una despedida.
En la calle unos niños gritan: “¡ya vienen! ¡ya vienen!” Y oigo las voces de más gente que se va juntando allí abajo, en las aceras. Luego un coche acercándose. El motor está cada vez más cerca y, en el hueco lejano que éste ha dejado, empiezo a oír otro coche siguiéndole, y luego otro. Mamá se acerca a la ventana. Tiene su cintura abrazada y la cara seria. Me ha dicho que me quede sentado a la mesa, pero no puedo dejar de moverme, como cuando veo la Luguer metálica de papá y él no me deja cogerla. Le pregunto a mi madre: “¿Mamá, puedo mirar?”. Mama estira su mano y deja que me coloque junto a ella. Me aprieta fuerte mientras miramos por la ventana. La calle está llena de gente que levanta los brazos al ver pasar a los soldados, que siguen a dos coches como los que a veces vienen a buscar a mi padre. Detrás de ellos, veo a unos cuantos hombres de paisano. Entre ellos reconozco al zapatero. Le digo adiós con la mano. Luego le diré a Isaac que he visto a su padre en el desfile. Si estuviera aquí se pondría bien contento. Le han subido a una furgoneta oficial para que toda la ciudad pueda saludarle.
jueves, 13 de noviembre de 2008
Géminis
Lo que hay fuera es la noche.
Un jardín que huele como huelen los jardines cuando no es verano ni es invierno.
Dentro, estamos sentadas en la mesa de la cocina, con luz de cocina, una lámpara baja sobre la mesa. Y los pies que no tocan el suelo.
Estamos aquí escuchando a papá.
Que nos cuenta que a veces las cosas pasan y eso no significa qué.
Pero a veces es qué.
Pero tranquila.
TÚ, TRANQUILA -nos dice-
Y no le digas nada a tu madre.
Nos dice.
lunes, 10 de noviembre de 2008
sábado, 8 de noviembre de 2008
viernes, 7 de noviembre de 2008
BRINDIS
BRINDIS
Alguien dio la noticia: “se llevan a Don Julián” y de pronto corrían todos calle abajo camino de la Estación. El gordo Chávez, Jesusín el Arriero, la Trini, Ernesto, la pequeña de los Jiménez, doña Luisa, El Loco, Rafael. Todos. El pueblo entero corría.
Se tropezaban con las piedras, resoplaban, se animaban unos a otros. Decían a los más jóvenes: “¡Adelántate tú y di que esperen!”
Al pasar por las casas de puertas abiertas Nicolás cogió el trombón, otros dos agarraron casi al vuelo sus guitarras, Emilio salió cojeando con el acordeón y el chico pequeño de la Engracia apareció con unos platillos.
Llegaron al andén y el tren estaba entrando por la Vía. Diez minutos y volvería a arrancar llevándoselo lejos. Al norte, a un lugar frío donde para él ya no habría música.
Llegaron al andén y pararon en seco. La mujer joven de negro los vio, los miró, se levantó del banco. Se pasó una mano por el pelo y apretó aún más contra su pecho la urna que sujetaba.
Ellos se miraron sorprendidos. Enojados. No se esperaban eso.
El Gordo Chávez quería romper algo, Jesusín el Arriero buscó con la mirada al alcalde, él lo arreglaría. Rafael se rascaba la cicatriz del brazo. Fue la Trini, como siempre, la que lo entendió todo. “Aquí no hubo nadie que lo curara a él y la familia querrá tenerlo cerca. También tienen derecho”
Y sin hablar supieron que hacer: no le llorarían, no le ofrecerían de beber, no le harían más bromas, no le explicarían cuánto le habían querido ni cuanto le iban a echar de menos. Ya nunca más: “¡Hay don Julián véngase usted conmigo que se me ha puesto la mujer de parto!” Ó “Sí señor, con el ungüento que me dio, ya estoy mucho mejor de mis reumas”
Los músicos comenzaron a tocar. Desafinando con ímpetu al principio, ajustándose al ritmo poco a poco, para acabar sonando como una banda de ángeles juerguistas.
La mujer joven de negro los miró, los escuchó, relajó el rictus de la cara, se secó los ojos, aflojó los brazos y en un gesto de brindis, levantó la urna con las cenizas y llorando a carcajadas subió al tren.
EL CERCO
EL CERCO
Ella ya no puede estar muy lejos. Con esta lluvia no es fácil caminar. Los pies se quedan soldados al barro y la tierra tira de ti como si quisiera engullirte. El fusil es un peso insoportable.
No puede estar muy lejos, tiene hambre. Sé que cuando huyó no pudo coger ningún alimento. No tuvo tiempo. Solo el cuchillo que le quitó a Juárez. El mismo con el que le abrió la garganta, antes de lanzarse a esa carrera loca que despertó a los perros del campamento y nos hizo salir a buscarla en plena noche, en plena pesadilla.
Ya no puede estar lejos. Está cansada, tiene hambre y está enferma. El mosquito ha bebido su sangre y la fiebre le araña la frente con patas y aguijones cuando cae la noche.
También yo estoy cansada, también yo tengo hambre, también yo estoy enferma. Llevo más de diez días escrutando cada rama, cada nido de insecto, cada centímetro de barro no lavado por la lluvia. Llevo más de diez dias siguiendo su huella. Hace tres que perdí a mi patrulla. Desperté de madrugada y no había nadie. Agucé el oído y solo me llegó el estruendo de la selva despertando, el tumulto de la lluvia sobre las copas de los árboles. Ni rastro de una voz humana. Solo unos cuerpos mudos, semejantes a árboles resecos, con la corteza agrietada por el barro y la sangre. Mejor así. Cuando la encuentre, solo seremos ella y yo.
El cansancio y el hambre la han vuelto descuidada. Deja jirones de su blusa y restos de su carne entre los espinos. Ayer perdió el cordel que llevaba en el pelo. He atado con él la cintura de mis pantalones. Yo también hace días que no como. Mi pelo cuelga ahora lacio y estropajoso sobre mi espalda.
Ya no puede estar lejos. Esta mañana he tenido la certeza de que estamos andando en círculos concéntricos. Sé que no está perdida. Ella conoce esta parte de selva tan bien como yo y aunque quisiera no podría extraviarse. Me lleva a las ruinas de piedra donde estuvimos encerradas los primeros meses del secuestro. Está jugando a dejarse encontrar o me tiende una trampa. La herida del brazo se me ha infectado, el espino con el que me desgarré debía de ser venenoso. Ya no tengo armas, solo el cuchillo que era de Juárez. He abandonado mi fusil en el hueco de un árbol, pesaba demasiado y ya no creo que me sirva para nada. Cuando la encuentre estaremos las dos tan extenuadas que solo tendremos fuerzas para morir.
Estoy contenta de que se haya escapado. Contenta de haber podido correr en su busca, de haber acallado por ella las voces soeces de los hombres de la patrulla, de haber vuelto a sentir su latido en el palpitar de esta lluvia incesante. Después de tantos años escondida, por fin me siento libre. Ni siquiera recuerdo por qué aún sigo aquí, por qué después de la mordaza y la venda en los ojos me quedé en esta selva, por qué cuando me dijeron que habían pagado mi rescate y que un día podría irme, no pregunté siquiera. Seguro que fue el miedo. La certeza que en ninguna parte había ya un sitio para mí.
Vuelve la fiebre, empiezo a tiritar. Veo las ruinas de piedra. Hay una cueva escondida entre las ramas. Allí podré dormir. Ella ya no puede estar muy lejos.
jueves, 6 de noviembre de 2008
EN LA PANTALLA
Todos quietos.
Hace 1 minuto se separaban en la bifurcación de los pasillos del metro. Hace un minuto cada uno subía por unas escaleras hacia un lado del andén. El tren de ÉL aparecerá por la derecha. Faltan dos minutos para eso, lo pone en la pantalla.
El tren de ELLA aparecerá por el otro lado, y faltan para eso ocho minutos. Lo pone en la pantalla, también.
Hace 1 minuto se separan. ÉL intenta tocar su mano. ELLA aprieta los dientes y mira hacia otro lado, concretamente mira hacia abajo a su derecha, en diagonal. Aparta la mano moviendo todo su cuerpo y comienza a subir las escaleras. ÉL la mira alejarse y sube sus propias escaleras para volver a encontrarse frente a ELLA, arriba, en el andén.
Ahora los dos se miran pero los separa el hueco de las vías. Los separan seis minutos de diferencia, los separa el pasillo y las escaleras.
Y otras cosas.
Desde su lado del andén, ÉL dice: "ven". No se oye pero mueve los labios y lo dice.
Así: "VEN"
ELLA está llorando. Desde el otro lado del andén no se puede ver pero está llorando. Hace exactamente tres segundos que llora. Desde que ÉL dijo eso.
Luego, ELLA dice "no". Dice "NO" con la cabeza, y nadie sabe lo que pasa, lo que NO se dice, al otro lado del andén.
En la pantalla 5 minutos significa que el tren de ÉL ya se ha ido y que el tren de ELLA aún tiene que venir.
Hubo un momento en que se miraron a través del cristal.
Del cristal del vagón.
En la pantalla ya no hay minutos solo una estación vacía y deshidratada. Personas diferentes. Vías.
En la pantalla el metro llega, se va, llega y se va. ELLA cierra los ojos, dice NO. ÉL mueve los labios. Y el metro se va, y queda una estación, y todas esas cosas a través del cristal.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Bar adentro.
Sin dejar de mirar su copa de ginebra teñida con nördic blue, él habla, habla mucho. Sus palabras pegan con convicción a su joven compañera de mesa, como el que sabe que el combate está amañado. Y ella observa aquel monólogo que tiene el efecto hipnótico de un recital de poesía en la voz de Fidel Castro. Su voz se adueña incluso de su propia conversación y, más allá, inunda el bar y salpica a los clientes cercanos al estrellarse contra las paredes. De vez en cuando ríe y cada risotada suena con el prudente entusiasmo de quien ha encontrado un campo sucio y grande donde hacer pis. Me asombra esa gente que tiene los ojos en un sitio y la voz en otro. La mesa de al lado está libre y, aunque hay otras más tranquilas, yo me decido por esa. Desde allí, observo mejor su atuendo: abrigo negro, bufanda roja y sombrero tipo gangster. El conjunto tiene el mismo aire de pose maldita, histriónica y exagerada, de todo lo que estoy oyendo. De pronto, de una forma tan breve y rotunda como el portazo de una bronca, aquella marea descontrolada se apacigua. Mi presencia se ha mezclado con un leve giro de cuello al compás de la palabra himen. Y el bar se pone de acuerdo para crear uno de esos contundentes silencios. Después, con ese ritmo pausado con el que arrancan los trenes, se va recolocando el ruido. Primero se arrastra una silla, luego una tos hacia el fondo, alguien llama a la camarera y, poco a poco, la chica se sacude los últimos granos de rojo que quedan en sus mejillas y en el bar se vuelve a hablar de la vida. Yo aprovecho para escaparme tras el humo de un cigarro. Uno sabe que hay cierta clase de peces a los que es mejor no molestar. Y, mientras doy vueltas a mi café, mi atención recala en otro lugar, justo enfrente.
Tiene a su derecha un espejo adelantado 40 años al que llama mamá, junto a un adorno a juego que reacciona al nombre de papá. Ha pedido una tarta de chocolate para ella y otra de limón y queso para su padre. La madre prefiere ir cogiendo de las dos, primero con la mirada, más tarde con la pequeña cuchara con la que termina de dar vueltas a su té con naranja. Aunque la chica parece tranquila, transmite algo muy diferente con sus piernas, que puedo ver bajo la mesa, incapaces de pararse, como dos pequeños remos luchando por escapar de un remolino. Nadie habla, como si hubiera entre ellos más distancia que el tiempo que llevan sin verse o, quizás, porque ella aún no sabe a quién se parecerá el bulto con antojo a tarta de chocolate que le está creciendo en su tripa. Sus ojos comienzan de pronto a moverse de un lado a otro, como un faro enloquecido en plena tormenta, y su mirada perdida encalla contra la mía. Ella aprovecha ese instante para echar una balsa y lanzarse rumbo al baño. Atrás quedan, como restos de un naufragio, una madre, un padre, un trozo de tarta de chocolate y un trozo de tarta de limón y queso. Y en esa pequeña calma, me dejo llevar bar adentro, hasta el canastillo vacío de revistas y periódicos del día, en cuyas aguas alguien parece haberse adentrado ya.
Metido en su periódico está claramente más fuera que dentro. Se sienta, se levanta, pasa a la sección de deportes, a la de cine, se vuelve a sentar, da un sorbo a su cerveza, se levanta, se sienta y mira, sobre todo, mira, a la gente del bar, al trajín de la calle. Cada vez que recalcula coordenadas y fija algún que otro indeterminado punto, su mirada muestra ese discreto brillo que deja el fracaso en el ojo cuando se instala allí el desaliento. Mira sin pedir permiso, con el nervio del olfato en la mirada y el ansia de la avaricia en el cuello. Es sólo al sentirse observado que trata de disimular el gesto y parece que mire de usted. “Eres un flojo, muchacho. A una primera cita no se debe llegar con esos nervios. Es más, a cualquier cita no se puede llegar con una chaqueta recién planchada por tu madre. La próxima vez, muchacho, asegúrate de dejar tu número de teléfono escrito en un billete de 50 euros”. El chaval da por concluida, primero la cerveza y, a continuación, la espera. Y con una ventolera, se marcha del bar dejando tras de sí un sonido intermitente y metálico inundando la escena.
La campanilla colgada del techo tintinea al chocar contra la puerta de salida que, al abrirse, deja entrar al bar, primero una pausa y después un perro, en cuyo lomo lleva una aparatosa estructura de hierro que le rebota con cada paso, aunque esa carga no parece importarle a juzgar por el ritmo con el que agita la cola. El animal se mueve con destreza sorteando las mesas, como sabiendo hacia donde se dirige y no duda en pararse en algunas de ellas para dejarse acariciar o llevarse a la boca algún que otro pedazo de pan, tarta o trozo de galleta que una marea de manos le va ofreciendo. Toda la atención del local está puesta en el perro por eso, nadie parece darse cuenta del hombre que ha entrado en el bar que, entre la niebla de humo, intenta abrirse paso tropezando con todas las mesas y sillas que le van saliendo al encuentro y pregunta por Canelo sin recibir respuesta. Y mientras el hombre permanece quieto como flotando en la superficie del bar, Canelo bucea a través de una barrera de piernas hasta sentarse frente a la puerta de entrada donde un par de ladridos reorientan a su dueño naúfrago que, aferrándose al fin a ese tronco peludo, se deja arrastrar calle abajo hacia alguna otra isla perdida. Yo decido regresar a la barra a repasar la lista de pasajeros que he apuntado en mi pequeña bitácora.
La conturbada mujer de la barra se llama Marta, tiene 35 años, los ojos negros y una larga lista de desengaños a cuestas. Viene todas las tardes con su melancólica, infeliz y desventurada mala pata en la vida y, se muestra enfadada e irritable a partir de la tercera copa. Hoy, al parecer, tenía una cita. También averiguo que Íñigo, el locuaz playboy de la mesa, se sienta en el mismo sitio todos los jueves y siempre frente a una chica distinta. Desde allí, las hipnotiza con su verborrea de taimado cuarentón y el efecto sedante de sus ojos azules. Esos mismos que engatusaron hace algún tiempo a Sonia, el día en que celebraba en este mismo bar su 20 cumpleaños, y que hoy ha venido acompañada de sus padres. Quizá por eso ni se han saludado al verse. El que ha dejado finalmente sus nervios pegados al periódico es Fede, un tío raro que se organiza sus citas a ciegas desde Internet y que queda siempre en la misma esquina con un clavel amarillo en la solapa que hoy, o bien ha decidido no llevar puesto o simplemente ha olvidado ponerse. Quien me cuenta todo esto es Ana, la camarera de ojos verdes que ha sonreído al ver entrar a Canelo, con el que vivió un año antes de que se lo llevara un antiguo novio suyo adiestrador de perros guía. Me ha pedido que le deje ver que es lo que había estado escribiendo. Me comenta que este bar es efectivamente un mar lleno de vidas intensas al que ella suele llamar, me confiesa, un bar de emociones. Me dice también que eche el ancla, que no le gusta regresar a casa sin haber pescado algo antes.