viernes, 14 de noviembre de 2008

Una despedida.

Mamá me ve coger un trozo de pan antes de sentarme a la mesa, sin embargo, hoy, en lugar de regañarme me pasa la mano por la cabeza y me revuelve los pelos mientras sonríe. Papá entra en el comedor atándose la corbata y le da a mamá uno de esos besos que sólo se dan los domingos. Luego, como siempre, se acerca al armario secreto, que es como yo lo llamo porque lo cierra con una llave pequeña y dorada que guarda en el bolsillo del pantalón. Dentro hay muchas botellas, muy bonitas, todas de cristal y de diferentes colores. Coge una de ellas y se llena un vaso hasta la mitad. Yo ayudo con los cubiertos, que pongo sobre la mesa. Me gusta colocarlos todos seguidos, a la derecha del plato: el tenedor, la cuchara grande y el cuchillo. Papá se ha sentado y esperamos a que mamá llegue con la sopera. Coge el periódico y se termina su bebida. Mientras lee dice cosas, como si se enfadara con el periódico. A veces lo hace cuando no le gustan mucho las noticias. Yo le pregunto, pero él siempre me responde lo mismo. Dice: “Son cosas de mayores. Eres aún muy pequeño para entenderlas” Mamá entra y dice: “No es tan pequeño” Y me mira cerrando un ojo. “Nuestro hombretón ya tiene 10 años” Mientras comemos, hablan de lo que papá ha leído, y mamá le dice que la gente habla mucho y no hay que creerse todas las cosas que escriben en las noticias. Dice también que todo lo que publica el periódico, la radio lo contradice al día siguiente. No sé que significa “contradice”. Alguien llama a la puerta. Papá le hace un gesto a mamá mientras se levanta y se limpia la boca con la servilleta. Desde la puerta de entrada me llega una conversación que no logro entender. Y cuando papá regresa al comedor, lo hace con un hombre grande vestido de uniforme. Mamá deja su cuchara sobre la mesa y levanta la cabeza y papá la mira con esa cara que me puso un día que entré en casa con un bote lleno de lagartijas y el hijo del zapatero de la esquina. “María, ya conoces al coronel Anton. Sírvele una copa.” Papá entra en su habitación andando muy deprisa. Nos dice: “Enseguida vuelvo” Al regresar, papá se ha cambiado de ropa. Ahora viste con su uniforme y se pone muy cerca de mi cara y me agarra por los hombros: “Papá tiene que irse a un desfile, hijo. Sigue comiendo y quédate aquí con tu madre, ¿entendido?” Me da un beso en la frente y luego coge su chaqueta y su gorra y le dice algo a mamá en voz muy baja para que yo no pueda oírlo. A ella le tiembla la mano como si tuviera frío. Y mientras se marcha hacia la puerta junto al coronel, mamá lo sigue con la mirada y dice una palabra que yo no debo decir aunque la oigo siempre que voy con ella al mercado.

En la calle unos niños gritan: “¡ya vienen! ¡ya vienen!” Y oigo las voces de más gente que se va juntando allí abajo, en las aceras. Luego un coche acercándose. El motor está cada vez más cerca y, en el hueco lejano que éste ha dejado, empiezo a oír otro coche siguiéndole, y luego otro. Mamá se acerca a la ventana. Tiene su cintura abrazada y la cara seria. Me ha dicho que me quede sentado a la mesa, pero no puedo dejar de moverme, como cuando veo la Luguer metálica de papá y él no me deja cogerla. Le pregunto a mi madre: “¿Mamá, puedo mirar?”. Mama estira su mano y deja que me coloque junto a ella. Me aprieta fuerte mientras miramos por la ventana. La calle está llena de gente que levanta los brazos al ver pasar a los soldados, que siguen a dos coches como los que a veces vienen a buscar a mi padre. Detrás de ellos, veo a unos cuantos hombres de paisano. Entre ellos reconozco al zapatero. Le digo adiós con la mano. Luego le diré a Isaac que he visto a su padre en el desfile. Si estuviera aquí se pondría bien contento. Le han subido a una furgoneta oficial para que toda la ciudad pueda saludarle.

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