jueves, 20 de noviembre de 2008

Distrito F

El sudor flota en el aire, las manos se agrietan. Ella le toca el brazo, él siente la caricia de cactus, pero sonríe, le calienta por dentro. En el Distrito F, nadie tiene nombre o al menos nadie lo recuerda, la arena borra los caminos entre bloques de hormigón, las ventanas se cierran y sólo se oye el viento. La cara de ella se acerca, él puede oler su aliento al abrirse la boca y pegarse a la suya. El sabor se vuelve salado, la humedad le alcanza la barbilla y cae sobre la arena antes de desaparecer.
Las manos se juntan y juegan durante un minuto apenas. Ella interroga con los ojos al sentir la caja cuadrada en su palma. Si no vuelve podrá abrirla. Ella se aparta, fija la vista en el horizonte, blanco sobre blanco. Las dunas cercan la isla de cemento, pero nunca es la misma la que te vigila, se mueven sin cesar, aunque no te des cuenta, y esconden miles de insectos y lagartos.
El avión espera en la pista de tierra con el morro hacia arriba, oteando el aire, el único pájaro que ha sobrevivido. La tormenta se acerca. Los remolinos envuelven las dos figuras inmóviles, los granos pican en la nariz, en la garganta, asfixiando, casi no pueden verse el uno al otro. Una ventana se abre, alguien observa la salida pero no habrá ceremonias, no es el primero que se aventura más allá buscando una salida, un cambio, da igual, el que sea. Es inútil, no hay nada fuera del Distrito F.
El óxido le araña la mano al abrir la puerta y se acomoda como puede dentro. El olor a gasolina y polvo marea. Se incrusta en el asiento de cuero rojo y enciende los motores que renquean en toses secas. Las hélices mueven el polvo y se paran. Él vuelve a intentarlo y esta vez cogen impuso y el ritmo se acelera apartando el silencio. El rayo de plata recorre la pista, apenas visible, en pocos segundos y empieza a elevarse, escorado a la derecha. Por un momento parece que va a caer, y ella no puede reprimir un grito ronco que nadie puede oír entre los átomos de cuarzo y humo.
Él ríe ligero al sobrevolarla, gira dos veces a su alrededor, la corriente se vuelve tornado y levanta su vestido rojo, las piernas le tiemblan, no sabe si de miedo o excitación. Sigue subiendo, ella se ha convertido en un punto lejano, un hito topográfico que le ayudará a volver.
El horizonte se ha alejado pero sigue igual, la nada vacía le rodea en cualquiera de los puntos cardinales, sólo la brújula le indica que sigue un camino, escogido al azar. Los minutos pasan, se transforman en horas, si no para la búsqueda ya no habrá vuelta atrás. Y se da por vencido.
El Distrito F vuelve a emerger de nuevo. Como último coletazo decide subir un poco más. El cielo cambia, el gris pálido se ha transformado en azul, que se oscurece más y más al ascender. El sol ya no es un globo triste, sino un foco amarillo reluciente en un viscoso cuadro de óleo ultramar. Y sigue subiendo. No sabe donde puede llegar, pero quiere estar allí. El tablero de mandos vibra bajo su mano, le hace cosquillas, casi no puede leer los números, pero tiene que saber lo que hay más allá, dónde está la frontera. El vello se le eriza, y empieza a tiritar, los dedos se entumecen mientras empieza la inmersión. Siente una mordaza en la cara, un ataque de asma mientras hiperventila.
El sol se fija en su retina, cada vez más grande, cada vez más frío, no puede cerrar los ojos tiene que seguir mirando….
Ella se levanta de la arena, el hueco de su cuerpo se desvanece como si nunca hubiera estado allí, esperando durante horas. El rugido se hace más fuerte pero no desciende, la diagonal apunta a las estrellas, y de repente el silencio, todo está inmóvil. Una serpentina de humo crece desde el cenit, el fin de fiesta. El avión grita al estrellarse, y la onda expansiva curva el tiempo y el espacio, tumbándola en la arena, es la última caricia.
La caja se le clava en el estómago al caer, la sangre se confunde en el vestido y mancha la tapa abierta. Una pluma blanca sale volando y se pierde en el viento.

“CAÍDA DE ÍCARO” Jacob Peter Gowy

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