Necesita volverse para ella sola y esconderse detrás de ese pelo negro, que le cae en cascada, entre el desmayo y la confusión, por delante de una cara que parece cansada, más por esperar que por ir corriendo a todas partes. Y eso me lo dicen sus ojos, también negros, en los que me ha parecido ver esa cosa discreta y triste que a veces deja el desengaño. No, definitivamente, no quiere que la miren. A estribor, yo desvío la mirada, mientras espero mi café, y no puedo evitar mirarle el culo, encajado a la perfección a un exceso de minutos encima de un asiento de bar, que comienza a moverse buscando una nueva postura. El gesto le hace resbalar una pierna, apoyada sobre el reposapiés de su banqueta, y no es su vaso de boca ancha, con más hielos que güisqui, sino ese impreciso intento de agarrarse a la barra, el que me cuenta que aquella no es la única copa que ha provocado semejante marejada. Y desde el suelo, esa falsa dignidad que precede a la vergüenza, se cruza con mi mirada, poniéndole un “¿qué miras tú?”, en su boca y, en mi cabeza, estos pensamientos: “Estoy harta. No, no y no. No quiero tu ayuda. Odio este bar. Odio las carreras de coches. Odio esta ciudad. Y el fútbol. Me odio. Te odio. ¿Qué miras tú? Vuelve a tu sitio de mierda. Odio tu pose de café y librito. Eres igual que todos. Mierda, mierda, mierda. Métete tu testosterona machista por el culo”. Definitivamente, hay mujeres que piensan que todos los hombres tenemos la polla en los ojos y la lengua en las manos. Hay que tener un mejor juego de piernas, nena, para cambiar de rumbo. Un golpe de voz me desvía hacia otra ruta.
Sin dejar de mirar su copa de ginebra teñida con nördic blue, él habla, habla mucho. Sus palabras pegan con convicción a su joven compañera de mesa, como el que sabe que el combate está amañado. Y ella observa aquel monólogo que tiene el efecto hipnótico de un recital de poesía en la voz de Fidel Castro. Su voz se adueña incluso de su propia conversación y, más allá, inunda el bar y salpica a los clientes cercanos al estrellarse contra las paredes. De vez en cuando ríe y cada risotada suena con el prudente entusiasmo de quien ha encontrado un campo sucio y grande donde hacer pis. Me asombra esa gente que tiene los ojos en un sitio y la voz en otro. La mesa de al lado está libre y, aunque hay otras más tranquilas, yo me decido por esa. Desde allí, observo mejor su atuendo: abrigo negro, bufanda roja y sombrero tipo gangster. El conjunto tiene el mismo aire de pose maldita, histriónica y exagerada, de todo lo que estoy oyendo. De pronto, de una forma tan breve y rotunda como el portazo de una bronca, aquella marea descontrolada se apacigua. Mi presencia se ha mezclado con un leve giro de cuello al compás de la palabra himen. Y el bar se pone de acuerdo para crear uno de esos contundentes silencios. Después, con ese ritmo pausado con el que arrancan los trenes, se va recolocando el ruido. Primero se arrastra una silla, luego una tos hacia el fondo, alguien llama a la camarera y, poco a poco, la chica se sacude los últimos granos de rojo que quedan en sus mejillas y en el bar se vuelve a hablar de la vida. Yo aprovecho para escaparme tras el humo de un cigarro. Uno sabe que hay cierta clase de peces a los que es mejor no molestar. Y, mientras doy vueltas a mi café, mi atención recala en otro lugar, justo enfrente.
Tiene a su derecha un espejo adelantado 40 años al que llama mamá, junto a un adorno a juego que reacciona al nombre de papá. Ha pedido una tarta de chocolate para ella y otra de limón y queso para su padre. La madre prefiere ir cogiendo de las dos, primero con la mirada, más tarde con la pequeña cuchara con la que termina de dar vueltas a su té con naranja. Aunque la chica parece tranquila, transmite algo muy diferente con sus piernas, que puedo ver bajo la mesa, incapaces de pararse, como dos pequeños remos luchando por escapar de un remolino. Nadie habla, como si hubiera entre ellos más distancia que el tiempo que llevan sin verse o, quizás, porque ella aún no sabe a quién se parecerá el bulto con antojo a tarta de chocolate que le está creciendo en su tripa. Sus ojos comienzan de pronto a moverse de un lado a otro, como un faro enloquecido en plena tormenta, y su mirada perdida encalla contra la mía. Ella aprovecha ese instante para echar una balsa y lanzarse rumbo al baño. Atrás quedan, como restos de un naufragio, una madre, un padre, un trozo de tarta de chocolate y un trozo de tarta de limón y queso. Y en esa pequeña calma, me dejo llevar bar adentro, hasta el canastillo vacío de revistas y periódicos del día, en cuyas aguas alguien parece haberse adentrado ya.
Metido en su periódico está claramente más fuera que dentro. Se sienta, se levanta, pasa a la sección de deportes, a la de cine, se vuelve a sentar, da un sorbo a su cerveza, se levanta, se sienta y mira, sobre todo, mira, a la gente del bar, al trajín de la calle. Cada vez que recalcula coordenadas y fija algún que otro indeterminado punto, su mirada muestra ese discreto brillo que deja el fracaso en el ojo cuando se instala allí el desaliento. Mira sin pedir permiso, con el nervio del olfato en la mirada y el ansia de la avaricia en el cuello. Es sólo al sentirse observado que trata de disimular el gesto y parece que mire de usted. “Eres un flojo, muchacho. A una primera cita no se debe llegar con esos nervios. Es más, a cualquier cita no se puede llegar con una chaqueta recién planchada por tu madre. La próxima vez, muchacho, asegúrate de dejar tu número de teléfono escrito en un billete de 50 euros”. El chaval da por concluida, primero la cerveza y, a continuación, la espera. Y con una ventolera, se marcha del bar dejando tras de sí un sonido intermitente y metálico inundando la escena.
La campanilla colgada del techo tintinea al chocar contra la puerta de salida que, al abrirse, deja entrar al bar, primero una pausa y después un perro, en cuyo lomo lleva una aparatosa estructura de hierro que le rebota con cada paso, aunque esa carga no parece importarle a juzgar por el ritmo con el que agita la cola. El animal se mueve con destreza sorteando las mesas, como sabiendo hacia donde se dirige y no duda en pararse en algunas de ellas para dejarse acariciar o llevarse a la boca algún que otro pedazo de pan, tarta o trozo de galleta que una marea de manos le va ofreciendo. Toda la atención del local está puesta en el perro por eso, nadie parece darse cuenta del hombre que ha entrado en el bar que, entre la niebla de humo, intenta abrirse paso tropezando con todas las mesas y sillas que le van saliendo al encuentro y pregunta por Canelo sin recibir respuesta. Y mientras el hombre permanece quieto como flotando en la superficie del bar, Canelo bucea a través de una barrera de piernas hasta sentarse frente a la puerta de entrada donde un par de ladridos reorientan a su dueño naúfrago que, aferrándose al fin a ese tronco peludo, se deja arrastrar calle abajo hacia alguna otra isla perdida. Yo decido regresar a la barra a repasar la lista de pasajeros que he apuntado en mi pequeña bitácora.
La conturbada mujer de la barra se llama Marta, tiene 35 años, los ojos negros y una larga lista de desengaños a cuestas. Viene todas las tardes con su melancólica, infeliz y desventurada mala pata en la vida y, se muestra enfadada e irritable a partir de la tercera copa. Hoy, al parecer, tenía una cita. También averiguo que Íñigo, el locuaz playboy de la mesa, se sienta en el mismo sitio todos los jueves y siempre frente a una chica distinta. Desde allí, las hipnotiza con su verborrea de taimado cuarentón y el efecto sedante de sus ojos azules. Esos mismos que engatusaron hace algún tiempo a Sonia, el día en que celebraba en este mismo bar su 20 cumpleaños, y que hoy ha venido acompañada de sus padres. Quizá por eso ni se han saludado al verse. El que ha dejado finalmente sus nervios pegados al periódico es Fede, un tío raro que se organiza sus citas a ciegas desde Internet y que queda siempre en la misma esquina con un clavel amarillo en la solapa que hoy, o bien ha decidido no llevar puesto o simplemente ha olvidado ponerse. Quien me cuenta todo esto es Ana, la camarera de ojos verdes que ha sonreído al ver entrar a Canelo, con el que vivió un año antes de que se lo llevara un antiguo novio suyo adiestrador de perros guía. Me ha pedido que le deje ver que es lo que había estado escribiendo. Me comenta que este bar es efectivamente un mar lleno de vidas intensas al que ella suele llamar, me confiesa, un bar de emociones. Me dice también que eche el ancla, que no le gusta regresar a casa sin haber pescado algo antes.
Sin dejar de mirar su copa de ginebra teñida con nördic blue, él habla, habla mucho. Sus palabras pegan con convicción a su joven compañera de mesa, como el que sabe que el combate está amañado. Y ella observa aquel monólogo que tiene el efecto hipnótico de un recital de poesía en la voz de Fidel Castro. Su voz se adueña incluso de su propia conversación y, más allá, inunda el bar y salpica a los clientes cercanos al estrellarse contra las paredes. De vez en cuando ríe y cada risotada suena con el prudente entusiasmo de quien ha encontrado un campo sucio y grande donde hacer pis. Me asombra esa gente que tiene los ojos en un sitio y la voz en otro. La mesa de al lado está libre y, aunque hay otras más tranquilas, yo me decido por esa. Desde allí, observo mejor su atuendo: abrigo negro, bufanda roja y sombrero tipo gangster. El conjunto tiene el mismo aire de pose maldita, histriónica y exagerada, de todo lo que estoy oyendo. De pronto, de una forma tan breve y rotunda como el portazo de una bronca, aquella marea descontrolada se apacigua. Mi presencia se ha mezclado con un leve giro de cuello al compás de la palabra himen. Y el bar se pone de acuerdo para crear uno de esos contundentes silencios. Después, con ese ritmo pausado con el que arrancan los trenes, se va recolocando el ruido. Primero se arrastra una silla, luego una tos hacia el fondo, alguien llama a la camarera y, poco a poco, la chica se sacude los últimos granos de rojo que quedan en sus mejillas y en el bar se vuelve a hablar de la vida. Yo aprovecho para escaparme tras el humo de un cigarro. Uno sabe que hay cierta clase de peces a los que es mejor no molestar. Y, mientras doy vueltas a mi café, mi atención recala en otro lugar, justo enfrente.
Tiene a su derecha un espejo adelantado 40 años al que llama mamá, junto a un adorno a juego que reacciona al nombre de papá. Ha pedido una tarta de chocolate para ella y otra de limón y queso para su padre. La madre prefiere ir cogiendo de las dos, primero con la mirada, más tarde con la pequeña cuchara con la que termina de dar vueltas a su té con naranja. Aunque la chica parece tranquila, transmite algo muy diferente con sus piernas, que puedo ver bajo la mesa, incapaces de pararse, como dos pequeños remos luchando por escapar de un remolino. Nadie habla, como si hubiera entre ellos más distancia que el tiempo que llevan sin verse o, quizás, porque ella aún no sabe a quién se parecerá el bulto con antojo a tarta de chocolate que le está creciendo en su tripa. Sus ojos comienzan de pronto a moverse de un lado a otro, como un faro enloquecido en plena tormenta, y su mirada perdida encalla contra la mía. Ella aprovecha ese instante para echar una balsa y lanzarse rumbo al baño. Atrás quedan, como restos de un naufragio, una madre, un padre, un trozo de tarta de chocolate y un trozo de tarta de limón y queso. Y en esa pequeña calma, me dejo llevar bar adentro, hasta el canastillo vacío de revistas y periódicos del día, en cuyas aguas alguien parece haberse adentrado ya.
Metido en su periódico está claramente más fuera que dentro. Se sienta, se levanta, pasa a la sección de deportes, a la de cine, se vuelve a sentar, da un sorbo a su cerveza, se levanta, se sienta y mira, sobre todo, mira, a la gente del bar, al trajín de la calle. Cada vez que recalcula coordenadas y fija algún que otro indeterminado punto, su mirada muestra ese discreto brillo que deja el fracaso en el ojo cuando se instala allí el desaliento. Mira sin pedir permiso, con el nervio del olfato en la mirada y el ansia de la avaricia en el cuello. Es sólo al sentirse observado que trata de disimular el gesto y parece que mire de usted. “Eres un flojo, muchacho. A una primera cita no se debe llegar con esos nervios. Es más, a cualquier cita no se puede llegar con una chaqueta recién planchada por tu madre. La próxima vez, muchacho, asegúrate de dejar tu número de teléfono escrito en un billete de 50 euros”. El chaval da por concluida, primero la cerveza y, a continuación, la espera. Y con una ventolera, se marcha del bar dejando tras de sí un sonido intermitente y metálico inundando la escena.
La campanilla colgada del techo tintinea al chocar contra la puerta de salida que, al abrirse, deja entrar al bar, primero una pausa y después un perro, en cuyo lomo lleva una aparatosa estructura de hierro que le rebota con cada paso, aunque esa carga no parece importarle a juzgar por el ritmo con el que agita la cola. El animal se mueve con destreza sorteando las mesas, como sabiendo hacia donde se dirige y no duda en pararse en algunas de ellas para dejarse acariciar o llevarse a la boca algún que otro pedazo de pan, tarta o trozo de galleta que una marea de manos le va ofreciendo. Toda la atención del local está puesta en el perro por eso, nadie parece darse cuenta del hombre que ha entrado en el bar que, entre la niebla de humo, intenta abrirse paso tropezando con todas las mesas y sillas que le van saliendo al encuentro y pregunta por Canelo sin recibir respuesta. Y mientras el hombre permanece quieto como flotando en la superficie del bar, Canelo bucea a través de una barrera de piernas hasta sentarse frente a la puerta de entrada donde un par de ladridos reorientan a su dueño naúfrago que, aferrándose al fin a ese tronco peludo, se deja arrastrar calle abajo hacia alguna otra isla perdida. Yo decido regresar a la barra a repasar la lista de pasajeros que he apuntado en mi pequeña bitácora.
La conturbada mujer de la barra se llama Marta, tiene 35 años, los ojos negros y una larga lista de desengaños a cuestas. Viene todas las tardes con su melancólica, infeliz y desventurada mala pata en la vida y, se muestra enfadada e irritable a partir de la tercera copa. Hoy, al parecer, tenía una cita. También averiguo que Íñigo, el locuaz playboy de la mesa, se sienta en el mismo sitio todos los jueves y siempre frente a una chica distinta. Desde allí, las hipnotiza con su verborrea de taimado cuarentón y el efecto sedante de sus ojos azules. Esos mismos que engatusaron hace algún tiempo a Sonia, el día en que celebraba en este mismo bar su 20 cumpleaños, y que hoy ha venido acompañada de sus padres. Quizá por eso ni se han saludado al verse. El que ha dejado finalmente sus nervios pegados al periódico es Fede, un tío raro que se organiza sus citas a ciegas desde Internet y que queda siempre en la misma esquina con un clavel amarillo en la solapa que hoy, o bien ha decidido no llevar puesto o simplemente ha olvidado ponerse. Quien me cuenta todo esto es Ana, la camarera de ojos verdes que ha sonreído al ver entrar a Canelo, con el que vivió un año antes de que se lo llevara un antiguo novio suyo adiestrador de perros guía. Me ha pedido que le deje ver que es lo que había estado escribiendo. Me comenta que este bar es efectivamente un mar lleno de vidas intensas al que ella suele llamar, me confiesa, un bar de emociones. Me dice también que eche el ancla, que no le gusta regresar a casa sin haber pescado algo antes.
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