LA SABIDURÍA DEl ELEFANTE
Cuando Ángela llegó a su casa, las sombras dibujaban extrañas caras sobre la pared de la sala, y los cojines amontonados en el sillón de orejas donde solía sentarse su padre, le dieron la impresión de que él aún estaba allí. Sintió un escalofrío y encendió la luz. No había nadie. La casa estaba vacía. Descolgó el teléfono y escuchó grabada en un mensaje la voz airada de su marido regañándola por no tener conectado el móvil. También decía apresuradamente que le había surgido una entrevista con un cliente en Barcelona, y que estaría de vuelta en dos o tres días. Ya la llamaría. Mejor, pensó, así todo será más sencillo. No tendría que darle explicaciones.
Sintió de nuevo la ya familiar sensación de náusea y se consoló diciéndose que mañana a estas horas todo habría acabado y su vida volvería a la normalidad. Apenas había formulado ese pensamiento cuando se dio cuenta de que esa normalidad a la que pretendidamente quería volver era un asco.
Entró en su habitación y detectó las señales que él había dejado al preparar deprisa su bolsa de viaje. Vio que había cogido su camisa de seda preferida y supo que lo del cliente era mentira. Seguramente estaba con esa chica morena tan guapa con la que le había visto besándose aquella noche a la salida de un restaurante, cuando se suponía que debía estar en una reunión de trabajo. Constató que apenas le importaba. Quizá la mentira, pero ya tampoco. Le tuvo un poco de envidia, casi se alegró por él.
Fue a la cocina y allí vio una nota de su hija pegada a la nevera con un imán: Me quedo a dormir en casa de una amiga, un beso. Elisa. ¿En que momento su niña parlanchina se había convertido en ese huésped lacónico y huidizo?
Deambuló por la casa como una extraña. Tenía la sensación de que nada de lo que había allí le pertenecía. Todo lo que le rodeaba le era ajeno. Y otra vez ese peso lacerante sobre los párpados, ese cansancio.
Volvió al dormitorio, se desnudó y al mirarse al espejo sintió la misma impresión de extrañamiento ante ese cuerpo que tenía frente a ella, pero las manos, involuntariamente se le posaron sobre el vientre y por un momento jugó a sentir ese ligero atisbo de vida que anidaba. Se censuró por ello, se repitió una vez más que dejarlo nacer sería una locura, que la decisión que había tomado era la más sensata.
Se metió en la ducha y el agua caliente la llevó de pronto a un lugar muy lejano en el tiempo y el espacio. Unos baños árabes casi abandonados a los que le gustaba ir cuando era muy joven y aún vivía en el Sur. Allí la luz entraba a través de un lucernario que había en el techo y ponía reflejos de cobre sobre el agua. Pablo jugaba a pescar los dedos de sus pies con la boca y a hacer dibujos con piedrecitas sobre su vientre y su pecho. Cuando ya apenas quedaba luz y ellos estaban lánguidos y arrugados por el agua caliente, la señora que cuidaba los baños les decía que se fueran y les ofrecía una raida toalla y un peine que nunca aceptaban, pero igualmente le daban una espléndida propina exaltados por esa rara sensación de plenitud que acababan de vivir. Entonces ella aún habitaba su cuerpo. No tenía esa sensación de vacío, de añoranza constante de sí misma.
Después vino el tiempo del extravío. Quería vivirlo todo, sentirlo todo, amarlo todo. Viajó de todas las maneras posibles, por geografías que no siempre estaban en los mapas, por cuerpos, volcanes y sustancias que la dejaban cada vez con más hambre, por sueños de los que al despertar solo quedaba una amarga sensación de estafa.
Cuando regresó de la locura Pablo estaba ahí, esperándola dijo. Tenía miedo y se sujetó a él como a la cuerda que nos une al precipicio.
Y desde entonces juntos. El mundo volvió a ordenarse y llegaron los años de la calma. El nacimiento de Elisa, el asombro ante ese ser que crecía, se hacía preguntas y le llamaba mamá. Pablo a su lado, aunque cada vez un poco más lejos. Disfrazándose con las ropas de un extraño.
Comenzó a trabajar para una publicación de arte, pero en unos cuantos años ese trabajo, que al principio era apasionante se fue convirtiendo en algo monótono y agotador.
Cuando su padre se fue a vivir con ellos, encontró en sus conversaciones, en los paseos juntos, en las partidas de cartas, el recuerdo de una vejez que aún no había vivido pero que recreaba en su memoria como un talismán para el futuro. Hacía exactamente ocho semanas que él había muerto y su ausencia la había dejado desorientada y huérfana.
Salió de la ducha con la piel enrojecida y la boca sabiéndole a lágrimas. Se envolvió en el albornoz, se tumbó en el sofá de la sala y puso la televisión. No quería pensar en lo que iba a hacer mañana. Algo poderoso situado en un lugar dentro de ella que no identificaba, le decía “No vayas, quizá sea tu última oportunidad”. Necesitaba vaciar su cabeza con historias ajenas. Estuvo un rato jugando con el mando, pasando de un canal a otro sin ser capaz de fijar la atención en nada. Su mirada se detuvo ante la imagen de una manada de elefantes que huían por la sabana en llamas. La vieja matriarca agitaba su trompa intentando alejar al grupo de los focos del incendio, mientras otra elefanta de menor tamaño, justo dos pasos por delante de ella, la ayudaba a evitar los árboles que encontraban a su paso. Una voz en off explicaba como la más joven le hacía de lazarillo a la otra, que aún estando ciega seguía manteniendo la jerarquía del clan. La imagen la conmocionó y por una extraña asociación de ideas, volvió a recordar su futuro y esta vez se vio a sí misma con un bebé a la espalda, caminando por una ciudad luminosa con olor a salitre. Se sintió bien. Pensó en su padre, también en su hija Elisa y después en el Pablo tierno e irónico de los primeros años, comprendiendo que todo eso pertenecía ya a su pasado.
Soñó una huida. Mañana faltaría a su cita en la clínica. Cogería algo de ropa y de dinero y tomaría el primer tren hacia el Sur. Desde allí, le mandaría una carta a Pablo pidiéndole su comprensión y el divorcio y otra a su hija explicándoselo todo. Quizá ella, algún día la entendiera.
Arreglaría la vieja casa de sus padres y en ella esperaría a que naciese el niño. Después, dejaría que el amor hablara.
viernes, 23 de mayo de 2008
LA SABIDURIA DEL ELEFANTE
Etiquetas:
Paloma G. Poza
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1 comentario:
Me gusta la historia y la manera en que la narras. Eduardo
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