jueves, 22 de mayo de 2008

EL VACIO Y LA HERIDA.

EL VACIO Y LA HERIDA

Julia es especial, distinta de sus hermanas. Mañana cumplirá diez años y entrará al servicio de la diosa. Ha sido elegida cuatro años antes, pero su padre consiguió que se quedara con ellos hasta el límite de lo permitido.
Después del baño, vestida con una túnica blanca irá con su familia al templo. Allí se despedirá de ellos. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a verlos. Las sacerdotisas de Vesta le cortarán el pelo y la dejarán cinco horas suspendida de un árbol, como símbolo de que ya no depende de su familia y a partir de ese momento, será una de las encargadas de mantener siempre encendido el Fuego Sagrado. Todo esto se lo había contado su madre para que no se asustara, para que comprendiera que su misión sería importante, que el mismo futuro de Roma dependería de ella y de las otras sacerdotisas del templo.
Habían pasado casi dos meses desde la muerte de su padre y esa urna había ido creciendo tanto, que ocupaba toda la casa. Por fin, Ana había conseguido un par de días libres para llevar sus cenizas hasta el Cabo Touriñán. Necesitaba librarse de ellas, sacarlo de su vida para siempre.
Sabía lo que para él significaba ese lugar, y aunque nunca había dicho nada explícito sobre ello, Ana estaba segura de que esa decisión le agradaría. ¡Siempre esa maldita necesidad de agradar! Pensaba en eso, se odiaba por ello y a la vez se daba cuenta de que a su padre ya nada podría agradarle o desagradarle nunca más. “Déjame que vaya contigo” le había dicho su marido. Pero no, tenía que ir sola, Francisco no pintaba nada en ese viaje, nadie pintaba nada en ese viaje. Sólo Ana y su padre, convertido en cuatro kilos de polvo gris. Además, no estaba triste. No al menos como lo había estado otras veces. Exaltada, aliviada quizás. Huérfana. Con un inmenso agujero dentro.
Julia había nacido el día más largo del año, cuando el fuego del sol estaba en su apogeo y se celebraba el solsticio de verano. Esto había sido considerado como una señal inequívoca para su elección como servidora de la diosa y haría que su familia ganara en prestigio e influencias. Ella era una buena hija y estaba contenta de ayudar a que los suyos prosperaran. Pero el fuego...sentía por él una extraña fascinación, mezcla de miedo y atracción irresistible. A veces soñaba que su padre la llamaba desde el fondo de una sala oscura, ella corría hacia sus brazos abiertos y cuando estaba a punto de hundirse en ellos, se convertían en una hoguera que la abrasaba.
El día había amanecido opaco, saturado de humedad.. Unos kilómetros antes de llegar al Cabo, un animal enorme con porte de lobo cruzó la carretera delante de ella, llegó hasta la linde del bosque y se la quedó mirando con los ojos de su padre. Un escalofrío le recorrió la espalda a la vez que algo muy dentro de ella le decía que aún no había terminado todo. Que todavía no era libre.
Antes de salir de su casa en dirección al templo, papá cogió a Julia de la mano y la llevó con él hasta las habitaciones interiores. La sentó en sus rodillas y le habló al oído de ese gran secreto que compartían. Nunca, nunca, le contaría a nadie lo que hacían cuando estaban solos. Ni siquiera a la Gran Sacerdotisa. Julia se mantendría siempre virgen y serviría a la diosa durante treinta años. Ningún otro hombre tocaría jamás a su niñita.
Llegaron al templo y todo ocurrió como imaginaba. Cuando su familia se marchó, se quedó a solas con la Gran Sacerdotisa y de su mano se acercó al lugar más escondido del santuario, allí donde ardía ese fuego que nunca debía apagarse. Después de las oraciones y de hacer que Julia aspirara el humo de un pebetero que estaba al pie del altar, la vestal le hizo preguntas que ella no quería contestar. El secreto que compartía con su padre la quemaba por dentro... Esa noche volvió a soñar con sus brazos convertidos en hoguera.
Cuando llegó a Touriñán lo encontró todo según lo recordaba y por un momento volvió a ser Anita, bajando por los riscos rodeada de gaviotas detrás de papá. Sintió de nuevo sus manos, como espuma trepando por sus muslos y el recuerdo le dio náuseas. La niebla se iba disipando poco a poco y le hubiera gustado que al abrir la urna y echar las cenizas al mar, un rayo de sol se hubiera asomado entre las nubes, pero no fue así. “Niña, no seas novelera, siempre has tenido tendencia a las fantasías. Hasta esta tarde no abrirá el día, ya sabes como es aquí el tiempo”. Una ráfaga de viento del oeste le llenó los ojos de recuerdos calcinados. Después, por primera vez en mucho tiempo, Ana pudo llorar. De pie frente al Océano, rompió la bolsa de lágrimas que llevaba dentro y cuando ya no le quedaba ni una sola, buscó ese agujero oscuro y le pareció que, quizá, se había hecho algo más pequeño.
No tenía prisa por volver, recordó que allí cerca había una playa inmensa en la que las viejas de la aldea decían que se juntaban los fantasmas de los ahogados en los naufragios, para contarse su última hazaña contra el mar. No le costó trabajo encontrarla. Detrás de un arenal donde crecían las azucenas marinas, la niebla inventaba espejismos de seres vestidos de blanco que guardaban en bolsas las últimas galletas de chapapote.
Julia enseguida se acostumbró a la vida en el templo. Las oraciones, las ofrendas, las vigilias custodiando la Gran Hoguera Sagrada. El fuego la seguía atemorizando, pero la sonrisa de la diosa la calmaba por dentro, le daba ánimo y fortaleza. Y poco a poco fue olvidando los bruscos despertares a medianoche, el olor a sudor y a vino, la presión viscosa en su piel.
A veces echaba de menos a su madre y a sus hermanas, pero la amistad de las otras novicias la consolaba en los momentos en que la añoranza le ponía nudos en el pecho.
Era verdad que la tarde se había hecho azul y apacible. Comió una manzana que llevaba en el bolso y pensó que estaba demasiado lejos y demasiado cansada para llegar a dormir a Madrid. No quería volver a casa, no todavía. Siempre había pensado que cuando su padre muriera, tendría fuerzas para contárselo todo a Francisco, pero ahora no estaba tan segura. Sentía miedo, vergüenza y odio hacia sí misma. El agujero seguía mordiéndola por dentro. Conduciría hasta Santiago, buscaría un hotel y llamaría a casa. Mañana o pasado volvería. Esta noche era el solsticio de verano... La noche de San Juan.
Otra vez imágenes del pasado. Ana con diez años quemando sus muñecas en la hoguera entre los gritos horrorizados de su madre y la sonrisa cómplice de su padre. Y un recuerdo confuso y mucho más antiguo del que no identificaba el origen. Otra hoguera ante la que una mujer con el pelo muy corto y la cabeza cubierta por un velo blanco, invoca a una diosa aspirando el humo que sale de un pebetero.
Una tarde, poco antes de los ritos del crepúsculo, se oye un gran revuelo entre las doncellas. Una de las vestales más jóvenes no aparece y algunas malintencionadas cuchichean que la vieron abrazando a un hombre que la esperaba detrás del templo. Cuando regresa, ya de madrugada, es conducida ante la Gran Sacerdotisa. Después de varias horas a solas con ella, las dos salen con la cara demudada por la pena. Le ordenan confinarse en su cuarto. Después de las ofrendas del mediodía, las vírgenes son convocadas en la gran sala circular. Si hay algo más grave que dejar que se apague el Fuego Sagrado, es dejar que el fuego del deseo abrase las entrañas y permita que se rompa la promesa de castidad realizada a la diosa. Vesta, que ve en los corazones y en los cuerpos de sus servidoras, no permite que ninguna de ellas sea mancillada. Todas conocen el castigo. La culpable será enterrada viva antes de la luna nueva y su familia humillada públicamente.
Ana lleva conduciendo toda la tarde por carreteras estrechas y llenas de curvas y la desviación hacia Santiago tendría de haber aparecido hace rato. La intensidad del día le pesa en los párpados y en los brazos. Con la noche azuzándola y cuando ya está convencida de haberse perdido, cree ver el resplandor de una hoguera. Oye música y supone que los habitantes de algún pueblo vecino están celebrando la Noche de San Juan. Agotada y hambrienta para el coche en una cuneta y se acerca para estirar las piernas y quizá con la esperanza de que alguien le ofrezca un trozo de empanada y un vaso de vino.
Esa noche se celebra el Solsticio de Verano. Es el cumpleaños de Julia y también el aniversario de su compromiso con la diosa. Ella tendrá el honor de conducir la Vigilia nocturna y los ritos extraordinarios en honor del sol.
El pecado de la novicia ha sido muy grave y de alguna manera ha hecho recaer la sospecha sobre todas las demás. La Gran Sacerdotisa participará en las ceremonias y después se encerrará a solas con cada una de las vestales para investigar sobre su virtud.
Julia está aterrorizada. En su interior, un oscuro agujero vacío le muerde las entrañas.
Al acercarse al claro del bosque, Ana siente una rara sensación. La música no es la que se oiría en una romería de Galicia, sino más bien un sonido de flautas sin una melodía concreta y unas voces de mujer que la envuelven en una extraña paz. Imagina que está soñando o que el hambre y la noche le juegan una mala pasada. Como atraída por un imán sigue esas voces hasta descubrir una gran hoguera cuyo resplandor tiñe de rojo las caras de una docena de mujeres que, vestidas con túnicas y con la cabeza cubierta por un velo transparente, invocan la imagen de una diosa de mármol entronizada en un altar situado detrás de la hoguera. Un humo azul fuertemente aromatizado difumina los contornos, pero Ana puede ver la cara de la que parece conducir los cánticos. Es una muchacha muy joven, apenas una niña de once o doce años con el pelo muy corto. Su imagen le resulta familiar.
En un momento de la ceremonia, al sonido de las flautas se incorpora el ritmo de unos grandes panderos sin sonajas, que poco a poco se va haciendo cada vez más rápido. Los cuerpos de las vestales comienzan a moverse con ese nuevo ritmo, suavemente al principio, con más rapidez a medida que la música va creciendo. Julia deja de cantar y comienza a bailar alrededor del fuego. Brazos, cintura, cadera y piernas ondulando como llamas que se elevan hacia lo alto. Su danza se vuelve tan violenta que parece estar en trance, en un espacio distinto perdido en mitad de un imperio, en mitad de un bosque o en mitad de una herida.
En uno de los giros de la danza, con un salto limpio y perfectamente medido, se lanza al centro de la hoguera. Ana no puede impedir que un grito, que es casi como el aullido de una fiera, emerja desde el fondo de su vientre, del centro mismo de ese agujero negro y vacío que la habita desde la primera vez que jugó con su padre a ese juego secreto que la dejaba enfurecida y confusa.
Cuando Ana despertó acurrucada al pie de un árbol, tenía el pelo húmedo y la ropa le olía a humo. Junto a ella, apenas unas brasas recordaban que horas antes allí había ardido una hoguera. No sabía muy bien que había pasado, pero se sentía tranquila, redimida. En sus manos un velo de gasa blanca y en su vientre, la ausencia del vacío.

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