jueves, 8 de mayo de 2008

Algo inesperado.

Antonio Melindres corona su metro y medio de estatura con un pequeño mechón blanco que tiene de nacimiento en el lado izquierdo de la cabeza, eso siempre ha sido así, duerme con pijama, hace la cama al levantarse y se lava los dientes todos los días, antes y después de acostarse. Ahora, incluso suele poner un despertador en el baño que comienza a sonar exactamente tres minutos después de haberse metido en la ducha. Dos minutos más tarde, llega a la cocina y apaga la cafetera. Su fondo de armario consiste en siete camisas de igual color y perfectamente colocadas una detrás de la otra. Lo mismo sucede con sus siete pantalones, sus siete calzoncillos y sus siete pares de calcetines. Y antes de salir de casa, esto ya es una costumbre, se roba el tiempo revisando que todas y cada una de sus cosas queden exactamente en el mismo lugar en el que él las ha colocado la noche anterior. Podría decirse que es una persona excesivamente meticulosa pero eso no hace que su vida sea mejor ni peor que la de cualquier ciudadano medio con un trabajo estable de ocho a siete, una hipoteca y una asistenta. Simplemente, a él no le gustan las cosas inesperadas. Y es que, para Antonio Melindres, tener controlada su vida es algo tan sencillo como una cuestión de principios.

Aquel día, Antonio Melindres sale del trabajo a su hora habitual, arrastrando desde el ascensor una encarnizada lucha con la cremallera rota de su chaqueta, cuando ve que el autobús que debe coger parece llevar demasiada prisa como para querer esperarle. No volverá a pasar otro hasta media hora más tarde y eso trastoca cualquier plan por llegar a tiempo. Así que, temiendo un poco de retraso en su hora de cenar, alza la mano en la calle para parar un taxi. Allí, repasa mentalmente su llegada a casa. Colgará la chaqueta en el perchero, se quitará los zapatos y los dejará en el zapatero. Descalzo, contará las doce baldosas que le separan del baño donde se lavará las manos dando siete vueltas a la pastilla de jabón. Una vez tenga las manos absolutamente secas, volverá a contar baldosas hasta llegar a la cocina donde cenará y recogerá todo antes de dirigirse al salón. Allí, quizá vea la tele durante media hora para luego apagarla y leer un rato, mientras espera a que el sueño venga a visitarle.

Al llegar a su casa comienza la ineludible liturgia. Cuelga la chaqueta cuidadosamente en el perchero, se quita con lentitud los zapatos y los coloca en el zapatero. Descalzo, comienza a contar las doce baldosas que le llevan hasta el baño. Y es al llegar a la última baldosa, cubierta por entera de un agua amarillenta, cuando suspira horrorizado. La tubería del baño ha debido pensar que hacía ya meses que tenía que haber salido de esa pared enmohecida y ha resuelto hacerlo precisamente ese día en que la chica que limpia en casa ha decidido tomarse el día libre en compensación por todas las horas extras impagadas. Antonio no tiene más remedio que limpiar escrupulosamente todo aquel desorden. Cuando ha acabado, le queda ya menos tiempo que ganas de prepararse la cena y decide ir directamente hacia el salón. Abre el libro que tiene en la mesita e intenta serenarse un poco concentrándose en su historia. Aún no ha pasado de la primera página cuando, de pronto, un sonido procedente de la casa de al lado, no por breve menos rotundo, se le cruza en la lectura. Con el ruido aún en su cabeza y el corazón descentrado, se dirige hacia el pasillo. Camina despacio, intenta creerse sereno. Se coloca sus zapatos y se pone su chaqueta.

La puerta de su vecino está abierta y Antonio entra. En el perchero, alguien ha tirado una chaqueta y hay un zapato en medio del pasillo justo a un metro de su pareja, que está en raro equilibrio sobre una cómoda de Ikea, curiosa y exactamente, igual a la suya. Es extraño el parecido que hay entre las casas de un mismo edificio, casi se diría que es la misma casa si no fuera por la disposición contraria del piso. Intuye que el salón debe quedar al fondo. Antonio anda nervioso y se siente enrarecido, tan alejado de sus rutinas. Por un instante piensa que debería regresar y olvidar toda esta aventura, pero le puede la curiosidad y una desconocida euforia le empuja, inevitable, hacia el salón de la casa. Lo que allí ve acaba por hacerle perder la cabeza. Su vecino, apenas metro y medio de estatura, está sentado en el sillón. El pequeño mechón blanco que tiene en el pelo contrasta con la sangre roja que aún continúa saliendo del agujero negro que tiene en la frente.

Mientras corre, casi resbala al pisar una baldosa cubierta de un líquido amarillento que parece escaparse del baño. Al entrar en su casa ni siquiera se preocupa en cerrar la puerta, se quita la chaqueta, la deja sin colgar sobre el perchero, se quita los zapatos, que caen donde pueden por el pasillo, y al llegar al salón se acerca a la cómoda y abre uno de los cajones antes de dejarse caer en el sillón. Y aún con la respiración acelerada, mira la pistola que ahora sostiene en su mano, que dos segundos después deja escapar un sonido, no por breve menos rotundo.

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