Habían transcurrido más de 7 horas desde el accidente. Desde entonces, no había parado de llover. Roberto fue el primero en decir algo, y también el más lúcido, al mencionar que algo debían de hacer con aquel cuerpo. No hubo propuestas, todo sucedió tan de repente que aún andaban todos intentando asimilar lo sucedido.
- Se nos ha muerto –fue lo que dijo, frotándose las manos.
- Sí, se nos ha muerto –le respondió Marta finalmente, incapaz de soltar la mano de Sonia, que miraba el cuerpo inmóvil de su hermano.
- ¿Alguien quiere decir algo? –sólo las gotas, golpeándolo todo, respondieron a Roberto- Bueno, pues llegados a este punto, lo mejor será que empecemos a pensar en qué hacemos con él.
Esto fue lo último que se dijeron. Después, con la distraída concentración que da el silencio, trataron de agarrar entre los tres el cuerpo impávido de Carlos. Marta y Sonia acecharon sendos brazos mientras Roberto bajaba para sujetarle de los pies. Lo hicieron despacio y sin mirarse, como el que no quiere despertar a un muerto. Pero fueron incapaces. Porque en ese momento sucedió algo increíble y comprendieron que estaban solos. Supieron entonces que, a partir de ese momento, serían, de una forma eterna e irremediable, solamente ellos.
A las cinco de la mañana, las pastillas dejan de hacer su efecto y el corazón de Marta vuelve a despertarla con esos terribles golpes que, rápidos e intermitentes, parecen decirle a su respiración “cógemecógemecógeme…”. Su pelo negro, en mechones, recoge todo el sudor de la pesadilla y se le adhiere a la piel como intentando sujetarla. Marta estira la mano y una bola de luz envuelve en naranja gran parte de la habitación. La gata, tan acostumbrada está a aquellos sobresaltos, ni siquiera levanta la cabeza y continúa dormida a los pies de la cama. Al lado, como esperando turno o pidiendo orden, está su maleta abierta. En apenas cinco horas debe estar en el aeropuerto. Allí se reunirá con los demás. Marta llora de rabia. Sabe que no volverá a conciliar el sueño, y luego el viaje en avión. Doce horas para la primera escala y después otras siete más. Tampoco allí conseguirá descansar. Para cuando pueda hacerlo, tendrá el cuerpo tan revolcado que seguramente volverán a su cabeza aquellas horribles pesadillas. Un arrebato le hace incorporarse, y siente que la rabia da paso al odio. Odia a Carlos por convencerla de aquel estúpido viaje pero se odia aún más a si misma por tener todavía ganas. No acaba de acostumbrarse a aquella soledad, tantos recuerdos en esa casa no ayudan. Enciende la tele, sólo por sentir como le agarra alguna voz cercana. Sencillamente no puede estar sola.
A Sonia le encanta la lluvia. El día que murió su padre, también llovía. Llovía tanto que su madre, sentada junto a la ventana de aquel hospital, rompió a llorar. Y ese fue el primer día que la vio hacerlo de aquellas 16 semanas que estuvieron junto a él. La enfermedad resultó ser un macabro espectáculo de las cosas que dejan de existir, que las dejó clavadas en su particular butaca devorando igualmente sus vidas, sus palabras, sus lágrimas. Nunca antes la había visto llorar así y entonces Sonia lloró también con ella. La abrazó fuerte, deseaba que sus lágrimas fueran además las suyas y miró hacia la ventana. No quería que dejase de llover. Más fuerte, más fuerte. Y así se quedaron, llorando juntas la pérdida de su padre. Pero Sonia sabía que era también por la pérdida de tanto tiempo, de tantas emociones. Al año siguiente, su madre se dejó morir, tan de repente y suave que a Sonia sólo le quedo el consuelo de aceptarlo con la misma lucidez de aquella espléndida mañana en que lo hizo. Pero hoy llueve y a Sonia le encanta la lluvia. Con ella se le abre una grieta por donde escapa su soledad, y se siente viva. Suena el telefonillo. Su hermano Carlos, tan exacto, tan real, tan palpable, siempre.
En el hangar, Roberto mira el reloj. Continúa lloviendo. No es la primera vez que viaja con tan mal tiempo. Un operario le entrega las hojas de ruta. Ante él, doce horas de vuelo para dejar a Carlos y a Marta listos para enganchar su siguiente avión. Hacer este tipo de viajes fuera de los trayectos comerciales, cuando un amigo se lo pide, le hace olvidar tantas horas de vuelo a sus espaldas. Además, Carlos le ha jurado unas cien veces a Roberto que convencerá a su hermana Sonia para que le haga compañía a la vuelta. Recuerda la última vez que la vio. No supo muy bien qué decirle y todo quedó en un “sé fuerte, no estás sola. Te llamaré cada vez que esté por aquí”. Jamás la llamó y, cada vez que en una de sus rutas se acercaba a la ciudad, sentía un hueco vacío en el estómago que al final él llenaba con alguna de las auxiliares de vuelo, que ni siquiera sabían que allí estaba, de haberlo elegido, el hogar que nunca tuvo. Los nervios le frotan las manos. Es su forma de espantar los pensamientos y olvidar que está sólo.
- Se nos ha muerto –fue lo que dijo, frotándose las manos.
- Sí, se nos ha muerto –le respondió Marta finalmente, incapaz de soltar la mano de Sonia, que miraba el cuerpo inmóvil de su hermano.
- ¿Alguien quiere decir algo? –sólo las gotas, golpeándolo todo, respondieron a Roberto- Bueno, pues llegados a este punto, lo mejor será que empecemos a pensar en qué hacemos con él.
Esto fue lo último que se dijeron. Después, con la distraída concentración que da el silencio, trataron de agarrar entre los tres el cuerpo impávido de Carlos. Marta y Sonia acecharon sendos brazos mientras Roberto bajaba para sujetarle de los pies. Lo hicieron despacio y sin mirarse, como el que no quiere despertar a un muerto. Pero fueron incapaces. Porque en ese momento sucedió algo increíble y comprendieron que estaban solos. Supieron entonces que, a partir de ese momento, serían, de una forma eterna e irremediable, solamente ellos.
A las cinco de la mañana, las pastillas dejan de hacer su efecto y el corazón de Marta vuelve a despertarla con esos terribles golpes que, rápidos e intermitentes, parecen decirle a su respiración “cógemecógemecógeme…”. Su pelo negro, en mechones, recoge todo el sudor de la pesadilla y se le adhiere a la piel como intentando sujetarla. Marta estira la mano y una bola de luz envuelve en naranja gran parte de la habitación. La gata, tan acostumbrada está a aquellos sobresaltos, ni siquiera levanta la cabeza y continúa dormida a los pies de la cama. Al lado, como esperando turno o pidiendo orden, está su maleta abierta. En apenas cinco horas debe estar en el aeropuerto. Allí se reunirá con los demás. Marta llora de rabia. Sabe que no volverá a conciliar el sueño, y luego el viaje en avión. Doce horas para la primera escala y después otras siete más. Tampoco allí conseguirá descansar. Para cuando pueda hacerlo, tendrá el cuerpo tan revolcado que seguramente volverán a su cabeza aquellas horribles pesadillas. Un arrebato le hace incorporarse, y siente que la rabia da paso al odio. Odia a Carlos por convencerla de aquel estúpido viaje pero se odia aún más a si misma por tener todavía ganas. No acaba de acostumbrarse a aquella soledad, tantos recuerdos en esa casa no ayudan. Enciende la tele, sólo por sentir como le agarra alguna voz cercana. Sencillamente no puede estar sola.
A Sonia le encanta la lluvia. El día que murió su padre, también llovía. Llovía tanto que su madre, sentada junto a la ventana de aquel hospital, rompió a llorar. Y ese fue el primer día que la vio hacerlo de aquellas 16 semanas que estuvieron junto a él. La enfermedad resultó ser un macabro espectáculo de las cosas que dejan de existir, que las dejó clavadas en su particular butaca devorando igualmente sus vidas, sus palabras, sus lágrimas. Nunca antes la había visto llorar así y entonces Sonia lloró también con ella. La abrazó fuerte, deseaba que sus lágrimas fueran además las suyas y miró hacia la ventana. No quería que dejase de llover. Más fuerte, más fuerte. Y así se quedaron, llorando juntas la pérdida de su padre. Pero Sonia sabía que era también por la pérdida de tanto tiempo, de tantas emociones. Al año siguiente, su madre se dejó morir, tan de repente y suave que a Sonia sólo le quedo el consuelo de aceptarlo con la misma lucidez de aquella espléndida mañana en que lo hizo. Pero hoy llueve y a Sonia le encanta la lluvia. Con ella se le abre una grieta por donde escapa su soledad, y se siente viva. Suena el telefonillo. Su hermano Carlos, tan exacto, tan real, tan palpable, siempre.
En el hangar, Roberto mira el reloj. Continúa lloviendo. No es la primera vez que viaja con tan mal tiempo. Un operario le entrega las hojas de ruta. Ante él, doce horas de vuelo para dejar a Carlos y a Marta listos para enganchar su siguiente avión. Hacer este tipo de viajes fuera de los trayectos comerciales, cuando un amigo se lo pide, le hace olvidar tantas horas de vuelo a sus espaldas. Además, Carlos le ha jurado unas cien veces a Roberto que convencerá a su hermana Sonia para que le haga compañía a la vuelta. Recuerda la última vez que la vio. No supo muy bien qué decirle y todo quedó en un “sé fuerte, no estás sola. Te llamaré cada vez que esté por aquí”. Jamás la llamó y, cada vez que en una de sus rutas se acercaba a la ciudad, sentía un hueco vacío en el estómago que al final él llenaba con alguna de las auxiliares de vuelo, que ni siquiera sabían que allí estaba, de haberlo elegido, el hogar que nunca tuvo. Los nervios le frotan las manos. Es su forma de espantar los pensamientos y olvidar que está sólo.
Carlos siente la espalda dolorida y la cabeza confusa. Y frío, y viento, y un calor intermitente que huele a humo, a gasolina, a plástico y campo quemado. Se incorpora despacio. La lluvia comienza a empaparle. A Sonia le encanta la lluvia, piensa. Luego se duele de un brazo y, al levantarlo, cientos de puntitos del color de su piel se van dibujando en él y resbalan arrastrando el rojo intenso que lo cubre. Y otra vez el viento le trae ese olor, distinto esta vez, como a barbacoa en un parking. Una neblina de ceniza y polvo apenas le deja ver unas pequeñas hogueras dispuestas de forma aleatoria a su alrededor. Recuerda a Marta a su lado. Justo donde ahora hay trozos de hierro y una maleta abierta y papeles mojados formado una especie de camino y, más allá, otra de esas hogueras y un árbol partido y una mano, sólo una mano. Su dueña le aparece de golpe, unos pocos metros más adelante, justo donde los elementos de la catástrofe se le hacen ahora evidentes. Y se obliga a luchar, a agarrarse a algo entre los cadáveres incinerados, restos de fuselaje y muelles vistos de los asientos esparcidos en aquella insuperable soledad. De repente sabe que no hay vuelta atrás. Ya no hay arreglo. En un desesperado intento de aferrarse al pasado, Carlos llama a Marta, a Sonia, a Roberto. Aunque hace rato que sabe muy bien de quienes son los cuerpos quemados que le rodean. Se deja caer y allí tirado desea ser él el muerto, que le cojan bien fuerte de los hombros, de los pies y se lo lleven de allí. A él, y a esa maldita soledad.
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