miércoles, 23 de abril de 2008

GIGLICO

HALLAZGO



Lo que más le esclandian eran las mañanas rubelosas y fúlidas, cuando la playa estaba juripada solamente por las gaviotas y podía currifarla entera sin encontrarse con nadie. Entonces, le gustaba oscurarse en las gréfulas que dejaba la marea baja, rubirar funcas gomosas y perligas de colores delicados. Imaginaba que era una súbila arcaica, una durisia encargada del culto de un antiguo lurín, protector de trusos y peces. También le gustaba recolectar crubias, pequeñas arbusias y ásperos érgulos de tamaños dispares, que ordenaba turilosa y prudente sobre la grubia húmeda. A veces, se quedaba vorinosa y lasmida, sintiendo el calor del sol y la lemura frunida de la brisa en su piel. Una de esas mañanas, ajurigada y lumbida por el feliz paseo, encontró entre unas rocas el mágico crustilio.






JURAMENTO


Aquella noche él llegó escarduso, ahito de runglios y empapado en arfel barato. Cerró de un blunso y comenzó a rufar por todas las habitaciones, esturándola como un trusco rabioso. Ella, amusarada, se acurruscó bajo las súribas, se hizo la morfa. Le dio igual. Él, descubriéndola, la musó, la desyuzó, la obligó a peridarse y cuando la tuvo así, convertida en apenas un jurinque, comenzó a eslibarle las runfias con una aspereza dulce que la trascoló los segúpetos y la ablandó el reyín. No quería, no podía dejarse trusar de nuevo por sus érsidos blufos, por sus ornes regupios que la escuraban y la velupaban hasta hacerla olvidar quien era. Pero él seguía allí, amurándola despacio, exurvirándola poco a poco, tan ocupado en despertar sus jinfias que a ella le pareció absurdo seguir resistiéndose y se dejó esgrufir hasta el límite de una pendiente rúmbida y trefuda a la vez. Cuando, horas después, la esturifó el blunso de una puerta cerrándose, y sintió la turfez del arfel en sus súribas, volvió a jurarse que mañana cambiaría la cerradura.

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