Color de verano
Azul y apacible fue aquel verano de mis diez años en el que me ahogué. Tan feliz, que ni siquiera los gritos exasperados de mi madre desde la orilla, en las mañanas de playa, consiguieron estropearlo.
Agosto vino cálido y dorado, sin nubes y sin nieblas y yo estiraba el día jugando hasta el anochecer con los niños del pueblo, por los prados cercanos a la casa del pueblin de Asturias que había alquilado mi familia. Después de cenar, mis hermanos y yo jugábamos al teatro, disfrazándonos con las ropas encontradas en un baúl del desván, o me enfrascaba en la lectura de los libros que tapizaban las paredes de la biblioteca. “En una noche oscura, en ansias de amores inflamada, ¡Oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada “. Esos versos me embriagaban... Apacible y feliz fue aquel verano. También azul.
Hacía poco que mi padre me había enseñado a nadar, y el mejor momento de las mañanas en la playa, muy por encima de los helados, los castillos de arena y los chapuzones con mis hermanos, era cuando él, distinguiéndome de todos los demás, me hacía una seña diciéndome: - “Venga Laura, a ver como nadas hoy...”- Y nos adentrábamos juntos en el mar, mirando al horizonte, dejando atrás las salpicaduras de la gente que se bañaba en la orilla y los gritos de mi madre: - “¡Antoniooooo, Laura....No os vayáis tan lejos....Un día os vais a ahogar...!”-
Nos quedábamos solos, con el mar y el cielo para nosotros dos. Cuando dejaba de hacer pié, me atacaban oleadas de miedo, pero miraba a mi padre nadando sonriente a mi lado y de pronto todo estaba bien. Con él siempre estaría a salvo.
Pero una mañana espléndida, quizá (y solo por una vez en mi vida) para darle la razón a mi madre, me ahogué.
Nadaba con mi padre hacía una rocas que había muy cerca de la playa y que para mi eran islas plagadas de aventuras en mitad del océano. El mar ante nosotros era intensamente azul. Me tumbé boca arriba en el agua, sobre mí, el cielo era también azul. De repente, no se que pasó, pero mi padre estaba muy lejos, una fuerza que provenía del fondo, me llamaba mar adentro. No tuve miedo. Me sentía trastornada, extrañamente feliz, más de lo que recordaba haberlo sido nunca. El azul estaba en todas partes, rodeándome, envolviéndome, disolviéndome en él. Sentía como si un rincón escondido de la piel de mi alma estuviera siendo acariciado hasta la exasperación.
“Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”... Creo que perdí el conocimiento y me hundí. Por las aletas de mi nariz y por mi boca entreabierta, entró todo el azul.
Cuando, al cabo de más de una hora y tras los inútiles esfuerzos del socorrista, volví a abrir los ojos, supe que todo estaba bien. Ahí seguía, envolviéndome toda, ese azul apacible.
Desde entonces, aunque a veces lo intento, no consigo oír los gritos de mi madre cuando me adentro en el mar.
OTRO FINAL
Cuando, al cabo de una media hora y tras los esfuerzos del socorrista volví a abrir los ojos tumbada en la arena de la playa, la incipiente nostalgia por algo impreciso que acababa de perder, desapareció de golpe. Todo estaba bien. Sobre mí, llenando todo el cielo, estaba el azul.
Hola amigos. Como en el anterior relatillo que colgué, este es el "deshechado". Esta vez del binomio fantástico AZUL/EXASPERADO. El que leí en clase fué "Dos ángeles azules" y quizá tenga mas fuerza que éste, pero aquí hay mucho de mi, porque es verdad que un verano en Asturias "me ahogué". Lo de los dos finales lo dejo para que si quereis, elijais uno.
miércoles, 27 de diciembre de 2006
COLOR DE VERANO .
martes, 26 de diciembre de 2006
Una puerta se abre -
Ejercicio: Y se abre una puerta
Esa corbata puede guardar todo el afecto de una niña. Lo sabes y por eso vuelves a mirarte de nuevo en el espejo. Has pedido prestada una chaqueta azul que te hace juego con unos pantalones marengo que aún conservas de alguna boda, te has comprado una corbata roja con peces amarillos, y te has pasado por la habitación de mi hotel para que te deje una de mis camisas. Frente al espejo compruebas el resultado final. Tu sonrisa en el espejo se muestra satisfecha.
Te vuelves a mirar una vez más, esta vez de perfil, luego de nuevo de frente, y por fin te sientas en la cama. Al rato paseas por la habitación. Me miras con insistencia mientras yo simulo leer un periódico atrasado.
- Estás muy guapo, te digo ya agobiado por la perseverancia de tus miradas.
- ¿Si, crees que si?, insistes de nuevo. Y te acercas de nuevo al espejo para volver a mirarte.
- Espero que esta vez no la cages, te espeto desde el sillón.
Al instante te dejas de mirar, te plantas frente de mí, las piernas muy abiertas, los brazos en jarras, y con una mano a modo de batuta que guía tus palabras me dices muy circunspecto ¿A qué coño viene ahora ese comentario?
Te quiero contestar, recordarte tu pasado. Levanto sin querer mi dedo índice, como si fuera a empezar mi perorata, pero callo… Hoy no es el momento, me digo, mientras compruebo que esa chaqueta que llevas con tanto aplomo, casi con chulería, me recuerda aquel otro juicio que se celebró por la custodia de tu primer hijo, aquel día llevabas otra chaqueta igual, lo sé porque aquella te la presté yo, y también entonces rebosabas euforia y confianza, y mucho engreimiento, tanto, que cuando entramos en el Juzgado andabas literalmente de puntillas, como si quisieras dar con la cabeza en el techo. Pero confundiste el juzgado con un salón del Oeste, paseándote muy ufano a lo largo del pasillo, el gesto altivo, la mirada desafiante. Te volvías raudo cada vez que se abría la puerta y al rato todos los asistentes estaban pendientes de ti. Cuando llegó tu entonces pareja, acompañada de su hermana y la abogada, te detuviste, carraspeaste ligeramente y te apostaste en medio del angosto pasillo en posición de escuadra, un brazo en jarras y el contrario apoyado en la pared, y no quedaba espacio para que pasaran sino por debajo de tu brazo. Alguien a mi lado comentó “vaya personaje”, y yo estaba apartado por la vergüenza que sentía y no quería que me vieran a tu lado.
Y el juicio fue un desastre. Todo te salió mal, acusaste a todo el mundo de mentir y estabas tan encrespado que hasta amenazaste a tu abogado con no pagarle un duro.
Pero lo peor es que no tuviste arrestos ni serenidad para pensar en tu hijo. Te saltaste los primeros días que te correspondían de visita porque estabas furioso y no querías encontrarte con su madre, ni tampoco con ninguno de su familia, y al final resultó que confundiste los términos y no has visto a tu hijo en los últimos dieciocho años, que pienso que si algún día se encontrara contigo por la calle te soltaría sin meditarlo mucho una buena ostia, sólo que no te conoce.
Ya por entonces tu madre, que nunca se ha acostumbrado a tu forma de ser, te repetía a cada momento, como una mortificación: “Juanfra eras un desastre”. Y es que cuando vivíamos juntos en el piso de solteros tu habitación siempre estaba alborotada, el suelo sin barrer de meses, lamparones de grasa tan incrustados que parecían relieves propia del baldosín, tu ropa distribuida en burruños y en alguno de ellos guardado el mando de la televisión, que tu mala memoria seguramente habría depositado inadvertidamente allí, como más tarde comprobábamos.
Pero hoy, después de casi cuatro años sin vernos, estoy aquí porque soy tu amigo y quiero ofrecerte mi apoyo y confiar en que aquello no se repita; por eso, con una sonrisa en los labios, te digo “olvídalo, era una tontería”, al tiempo que te corrijo la posición de la corbata, y para derivar la conversación por otros derroteros te comento que aún no me has enseñado ninguna fotografía de tu hija.
Te quedas aún unos segundos mirándome con recelo, con desconfianza, pero al final tomas la cartera y no de muy buena ganas sacas una fotografía. “Se llama Sandra” – me dices – y la que está detrás, junto a mí, es su madre, Silvia, que ya verás en el juicio”. Comentó que Sandra es muy guapa, y tu dices que es porque se parece a su madre, y al instante empiezas a contarme ya más animado que esa foto se la hicisteis el primer día que la llevasteis a la guardería.
- “Todas las tardes – me confiesas- cantábamos juntos las canciones chorras que allí le enseñaban. Ahora los días que no puedo hacerlo, lo hecho de menos”.
Entonces, y aunque ya me lo has relatado varias veces por teléfono, te vuelto a preguntar si tan grave fue la desavenencia con Silvia, tu pareja, y tu sentencias “Silvia está desequilibrada, como sus padres” y me relatas como un viernes de hace casi un año, al volver del trabajo, te encontraste la casa vacía. Silvia se había ido a casa de sus padres llevándose la niña. “Dijo que no podía aguantar más, que la agobiaba, bonita manera de resolver los problemas tras más de cuatro años juntos”. Y repites como un murmullo “desequilibrada”. Te miro y veo que aún perduran en ti los brochazos de gomina con que intentas dominar tu pelo alborotado, que tu corbata baila descompuesta, y que tu barba sigue sin estar bien afeitada. Entonces me pregunto cuánto de culpable has tenido tú en el deterioro de vuestra relación…
- ¿Por qué no has querido quedarte en mi casa y has preferido pagar un hotel? – me preguntas de sopetón cuando ya en tu coche nos dirigimos al Juzgado.
- Creí que preferirías estar solo y además no sabía si ibas a estar con tu hija – te contestó confiado en haber encontrado una excusa razonable.
- Ya – dices con retintín- ¿seguro que no es por otra razón? – me insistes – mira que la última vez que estuviste en casa te pusiste muy pesado con lo del cochino orden, y mucho más con lo de la limpieza ¿Crees que vas a coger el tifus o la malaria en mi casa?
O algo peor, pienso para mis adentros, pero no necesito contestar porque has dado un giro brusco al volante cambiando de dirección y me dices que se te ha olvidado en casa el documento que ha elaborado tu abogada para la conciliación, y que te es imperioso recogerlo porque en él has anotado a mano unas correcciones que quieres comentar con ella antes de entrar al acto.
Al llegar a tu portal, nos apeamos al unísono, y adoptas un gesto de sorpresa porque parece que he decidido acompañarte a tu leonera.
- Tranquilo, entraré yo solo – me dices con ironía –, no quiero que palmes por alguna extraña infección.
- Aguantaré sin respirar – te contestó.
- Como quieras – contestas. De todas maneras la gente cambia ¿sabes?... –y añades- sé que piensas todavía en el piso de solteros, pero de eso ha pasado mucho tiempo..
Subimos, y a llegar a la puerta, la abres, y ceremoniosamente me cedes el paso. Yo franqueo la entrada con el ceño arrugado, esperando como bienvenida una bofetada fétida, una trinchera en cada esquina, las cucarachas al fondo. Y paseo a lo largo del pasillo y entro en el salón, la cocina, el baño, y acabo abriendo una puerta donde se ve una cama de matrimonio, y tú permaneces en silencio, firme en mitad del pasillo, escudriñando mi reacción.
- Si parece la casa del cónsul en día de recepción – te digo muy sorprendido, al tiempo que a mi rostro asoma una boba sonrisa que absorbe con deleite lo que parece ser una mezcla agradable de desinfectante y ambientador.
Sin contestarme, te diriges a una de las puertas cerradas del pasillo y abriéndomela me invitas de nuevo a entrar, y si lo que había visto era orden y limpieza, ésta es fantasía, con sus paredes pintadas en tonos pastel de color rosa y amarillo, estrellas doradas en el techo, un coqueto armario verde a juego con el armazón de una camita, y sobre ésta, varias muñecas colocadas en armonía, invitando al juego.
- Voy a recoger los documentos – me dices.
Mientras buscas los documentos me da tiempo para examinar la pequeña habitación. En una de las mesillas, y junto a la figura de un hada, están colocadas dos fotografías. Vuestros nombres aparecen escritos debajo: Silvia y Juanfra. Al lado un folio horizontal muestra el dibujo sencillo, muy infantil, de dos personas. Con letras grandes, redondeadas, se indica quienes son: papá y mamá. Detrás de la puerta hay un calendario del mes en curso donde aparecen algunos días resaltados en rojo y debajo de ellos anotaciones en letra diminuta. Me acercó para intentar leer alguna.
- Son mis días libres – me aclaras a mis espaldas -. Anoto lo que tiene que hacer mi niña esas fechas.
Asiento en silencio a tus palabras mientras contempló con arrobo todo el conjunto, tan pulcro, tan armonioso, tan diferente como…
- ¿nos vamos? – me dices al cabo de unos segundos- y te sigo por el pasillo hacia la puerta y cuando ya vamos a salir te digo que esperes un momento y me vuelvo, y absorbo con una bocanada profunda esa mezcla de ambientador y desinfectante, esa especie de aroma de hogar, y te digo “dame un abrazo, mamón”, y cuando salimos de tu casa ya no me importa que las cosas salgan bien en el juicio porque al fin sé que dentro de ti hay un verdadero padre.
Roberto
jueves, 21 de diciembre de 2006
EL Don de la Mirada.
EL DON DE LA MIRADA
Descálzate
los ojos:
el mundo es un jardín de páginas
o un libro
(J.M. Parreño)
¿Qué pasaría, si al menos durante veinticuatro horas fuésemos capaces de desnudar la mirada y ver de verdad el mundo?.
El sonido del despertador se abrió paso entre el laberinto de su sueño y cuando poco a poco fué abriendo los ojos, le sorprendió lo que vió. Su dormitorio le pareció distinto, no sabía muy bién donde estaba la diferencia, pero siendo todo idéntico, nada era igual. Los muebles, las cortinas, los libros eran los de siempre, la luz... si, quizá era la luz que entraba por la ventana lo que era diferente de otros días. Le pareció más limpia, como con más color. Se asomó y descubrió un espectáculo increíble. El sol, muy lentamente se abría paso entre las sombras y el cielo se iba pintando con mil matices. ¡Qué belleza! ¿Y eso era así todas las mañanas?.
Miró la cama de la que acababa de levantarse. Su mujer dormía aún con los brazos extendidos y algo parecido a una sonrisa, rondándole la comisura de los labios. Le asombró casi dolorosamente la increíble perfección de la curva de su pecho y la sombra que proyectaba sus barbilla sobre ese pequeño hueco que se forma donde termina el cuello y comienza el esternón. Nunca la había visto tan hermosa, ni siquiera el día que se conocieron. Ahora era como si pudiera ver su belleza desde dentro.
Sintió deseos de quedarse allí, mirándola, respirando su luz. Buscó su libro de poemas preferido, que se abrió solo: “Este otoño que tanto te quiero, te regalo la lluvia...” Así lo dejó sobre la cama, al alcance de la mano de ella. Le dio un poco de vergüenza, él no solía hacer esas cosas...
Le costó un gran esfuerzo salir de la habitación y realizar una por una las pequeñas rutinas cotidianas que le llevaban, como la corriente de un río, hasta la puerta de su casa, rumbo al trabajo.
Tuvo todo el tiempo una extraña sensación de descubrimiento, como si viera las cosas por primera vez. Mientras desayunaba adivinó en esa mancha que había debajo del fregadero, un paisaje de nebulosas y constelaciones que le maravilló.
Salió a la calle. El sol ya estaba en el cielo. El otoño recién estrenado. En el parque que había frente a su casa, los aspersores regaban el césped. En uno de ellos un arco iris se había quedado atrapado y se derramaba en pequeñas gotas de colores sobre la hierba.
No podía creer lo que le estaba pasando, era como desnudar toda la belleza del mundo, que de pronto estaba allí, palpitando a su alrededor. Se sintió extrañamente feliz.
Se cruzó con la gente, que como él iba al trabajo. Algunas caras le resultaban familiares a fuerza de verlas día tras día. Hoy, sin poder evitarlo, les miró a los ojos. Y vio. Vio una tristeza inmensa en esa mujer que siempre vestía de oscuro y que solía caminar con los ojos bajos. Sintió en su corazón su misma pena, que era como el resumen de todas las penas que puede sentir un ser humano. Le entraron unas ganas enormes de pararse, tomarla del brazo, consolarla. Lo haría. Se acercó, pero ella con un gesto de miedo desvió la mirada y apretó el paso.
Vio a esa chica, cuyas ropas siempre le llamaban la atención, por lo raras y provocativas. Hoy no llevaba sus enormes gafas de sol y también la miró a los ojos. Solo vio vacío y exasperación. Su mirada le sumió en un torbellino descendente, como si cayeran juntos por un desagüe. Se sintió mareado. Ella le gritó: -¡Eh tu, gilipollas! ¿Qué coño estas mirando?-
Siguió su camino. Ya no se sentía tan feliz. Esa mañana creyó haber recibido un don especial que le capacitaba para apreciar la belleza, pero al parecer ese don también incluía penetrar en otros mundos no tan placenteros.
En la entrada de un viejo cine cerrado hacía años, descubrió un bulto echado sobre unos cartones y tapado con harapos. A su lado, un perro lleno de calvas y heridas, dormitaba. No era la primera vez que veía a ese mendigo durmiendo allí. Otras mañanas, al llegar a su lado, apretaba el paso casi sin darse cuenta. Hoy no pudo. Cuando lo miró, comprendió de un golpe la tragedia de ese hombre y se acercó a él. El olor a alcohol y suciedad era muy fuerte, casi insoportable. Era el olor de la miseria y la desesperanza. Se sentó en el suelo, a su lado. Encendió un cigarrillo. Al sentir su presencia, el vagabundo se despertó asustado. Casi a la vez, el perro gruñó de forma amenazadora. Él comenzó a hablar y explicó al mendigo de qué manera tan intensa y terrible le comprendía, como quería ayudarle a salir del agujero en el que había caído. Sus palabras no sonaban huecas. Salían como una cascada de lo más profundo de su ser, llenándole de asombro y de paz. El vagabundo le miraba, al principio con miedo, luego con extrañeza, poco a poco con confianza y agradecimiento. Se contaron sus vidas y vieron que hasta el momento de “la quiebra” no eran tan diferentes. Trabajo, familia, amigos... Hasta que para uno de ellos un dia todo sedesmoronó. Tomaron juntos un café. Se hicieron amigos.
A esas alturas él ya había empezado a comprender lo que le estaba sucediendo. Su mirada había sufrido una especie de transformación, que le mostraba el mundo desnudo de miedos, de costumbre, de cinismo, de aburrimiento. Al mostrarle el corazón de las cosas, no le permitía quedarse impávido ante ellas.
Por fin llegó al psiquiátrico donde trabajaba y allí comprobó que ese extraño don persistía y constató algo que llevaba intuyendo tiempo atrás. La mayoría de sus pacientes también lo poseía.
Recordó algo leído días atrás en el catálogo de una exposición de pintura, en el que se hablaba del arte como sinónimo de locura. Decía el pintor “Que suerte tengo de no estar cuerdo y ver el mundo desde mis ojos”.
Compañeros, como soy un poco neurótica, de cada propuesta que da Graciela, suelo escribir dos o mas relatos (por aquello de la inseguridad:"-este no se si me gusta, este parece que me gusta algo más, pero tampoco...-" Este pobrecito era el primero de la propuesta "Que pasaria si..." y quedó desbancado por "Los posos de la memoria" (el del aspirador.). Como me da lastimita que se quede en el cajón sin ver nada de mundo, lo cuelgo de este blog, para que vea algo de mundo.
jueves, 14 de diciembre de 2006
El vendedor de zapatos.
Tenía cara de infeliz contento, mediana edad, era hombre y vendía zapatos. Al igual que su zapatería, él no era ni grande ni pequeño, ni antiguo ni moderno, pero llamaba la atención. Se peinaba como si él mismo fuese el que estuviera en venta y el tinte amarillo de su pelo cano era el mismo que el de su bigote, cuyos pelos luchaban entre sí por ver a cuantas direcciones distintas eran capaces de apuntar. Pero lo que, francamente me dejaba hipnotizado era la disparatada colección de zapatos que mostraba el escaparate de su tienda, variopinta y fantástica como el color de su ropa; errada y desconcertante como su piel albina.
El local estaba situado en la manzana contigua a mi casa y me gustaba pasar de vez en cuando por delante y dejarme llevar a los mil lugares donde este hombre pudo haber encontrado todos y cada uno de aquellos zapatos. El viaje solía comenzar, por ejemplo en unos mocasines burdeos de corte clásico murciano. Desde allí, y sorteando los cada vez más numerosos girasoles que separaban un zapato de otro, uno podía dirigirse hacia unas chanclas de suela en sierra rematadas por un bordado de hilos verdes, azules y amarillos, de algún país no más cercano que Jamaica, o hasta unos botines anaranjados salpicados de formas doradas, que sólo en la India saben cómo coser. Convenía hacer una parada en unas graciosas zapatillas de esparto teñidas de rosa, con listas moradas y cordones de perlas blancas y negras, que yo imaginaba sacadas de los pies de algún moderno esquimal, y finalizar la ruta en un par de zapatos en piel de cocodrilo que incluían en su acabado, una ordenada hilera de dientes afilados traídos quizás, uno a uno, de las mismísimas antípodas.
Todos los meses, el escaparate volvía a convertirse en un quimérico mapa lleno de nuevas rutas que yo iba siguiendo trazando múltiples posibilidades en su recorrido. Y todos los meses volvía a imaginarme al vendedor de zapatos enfrascado en alguna de sus pintorescas aventuras, tan alejadas de mi vida y tan cercanas a mi casa.
Y llegó un día en que lo vi salir con un enorme ramo de girasoles en la mano. Llevaba una chaqueta roja, pantalón blanco, camisa azul de cuello oscuro y corbata ancha amarilla. En aquel momento esas flores me parecieron tan acertadas en él como escuchar una canción de Claudine Longet en un día de lluvia. Fue otra cosa la que introdujo de pronto una exclamación en mi cabeza. Algo tan evidente que, al igual que su piel albina, sólo era perceptible bastantes minutos después de haber llegado hasta ese detalle en cuestión, y sólo si uno era capaz de sortear hábilmente su particular despliegue de distracción. No llevaba zapatos. Decidí seguirlo.
Descalzo, el vendedor de zapatos cruzó la vía ajeno a todos los curiosos que, tras una primera y fugaz mirada, regresaban rápido a su disciplinada indiferencia. Su paso, tímido pero firme, nos llevó calle abajo, y una vez allí, apareció un coche. Del coche bajó una mujer, más alta que guapa, pero atractiva en sus gestos. Vestía un insolente traje negro que rompía una y otra vez la promesa de bajar más allá de su interminable escote, sobrecogido sin duda, por unos magníficos zapatos de tacones tan finos como cuchillas y firmemente sujetos a sus tobillos por dos infinitas serpientes de terciopelo azul. El vendedor de zapatos le entregó los girasoles y ella le regaló un beso tan rojo que la piel del zapatero quiso volverse aún más pálida. Escondido tras un sucio contenedor, me preguntaba si ella se habría fijado en los pies desnudos del vendedor. Evidentemente, si era así, no parecía importarle demasiado. Y esto me desconcertó aún más pues, por la forma en que limpió el carmín de los labios del vendedor, aquella mujer no daba la sensación de ser alguien que dejase pasar por alto un detalle. Los dos subieron al coche y éste se fue haciendo pequeño hasta que el final de la calle lo hizo desaparecer.
Al día siguiente, volví a pasar por la zapatería, o para ser más exactos, lo que quedaba de ella. Mi mapa había desaparecido del escaparate y yo me quedé horrorizado mirando lo que ahora había en el expositor. Girasoles, decenas, centenas de girasoles inundándolo todo. Una mezcla de indignación, decepción y curiosidad me empujó a entrar. Por dentro, el local era tan grande como prometía desde fuera. Y salvo por los girasoles, todo estaba igual que ayer, que antes de ayer, que siempre. La pequeña banqueta, el espejo y el mostrador de mármol era cuanto me separaba de una mujer de tacones imposibles que la hacían más alta que guapa.
- ¿Puedo ayudarle, joven?
- Ayer había aquí una zapatería…
- Y hoy sólo hay girasoles. ¿Desea comprar alguno?
- En realidad, me gustaría saber dónde está el anterior vendedor.
- Oh, disculpe. Soy Marga, la esposa del señor Van der Kapp. Mi marido tuvo ayer un pequeño accidente. Se cortó en un pie. Se recuperará.
- Vaya. ¿Y la zapatería?
- Ya no vamos a vender más zapatos. En este barrio nadie se fija en ellos. ¿Sabías que el zapato es, con diferencia, la prenda corporal que mejor define a su propietario?
- No, no lo sabía.
- De su acertada elección dependen todas las relaciones que uno establece y todo lo que viene a ocurrirle después. No sé quien lo dijo, pero me la guardé en el bolso el día en que la oí.
Ella continuó hablando. Me contó cómo se conocieron y me habló de la fascinación del señor Van der Kapp por sus zapatos. A ella le enganchó aquella pasión pero también sufría viendo que la tristeza iba a acabar por comérselo. Y es que, a pesar de tanto esfuerzo, los zapatos del señor Van der Kapp jamás conseguían salir de aquel escaparate. Ella era incapaz de hacerle ver que a nadie más en ese barrio le importaban sus zapatos. Hasta que un día se le ocurrió cómo. Y fue de la manera más sencilla que una mujer tiene de convencer a un hombre. Retándole. Si era capaz de vivir un día sin zapatos, le regalaría su amor para siempre. Y después le puso palabras a mi recuerdo de ayer.
- Si te casas ahora conmigo, me olvidaré de mi tienda de zapatos y no habrá girasoles en este mundo que puedan robarte el sol –dijo descalzo el señor Van der Kapp entregándole un ramo de girasoles a la mujer que acababa de salir del coche.
- Si te digo que sí ahora, sólo necesito que te pongas unos zapatos y nos vayamos cuanto antes al juzgado –dijo Margarita después de plantarle un apasionado beso en los labios.
Y así fue como desde ayer mismo los nuevos dueños de la zapatería son el señor y la señora Van der Kapp. Y la zapatería es desde hoy su pequeña tienda de girasoles.
- Bonitos zapatos -me dijo la señora Van der Kapp-, aunque deberías limpiarlos más a menudo -Y añadió-. Toma este girasol, te lo regalo. Hay una preciosa chica sentada en aquel banco esperando poner sus ojos en un atractivo chico como tú.
lunes, 4 de diciembre de 2006
LA VUELTA A CASA
LA VUELTA A CASA
Te sientes extraña. Estás de pie ante la puerta de la casa de tus padres, con la llave en la mano. Pero hoy no vuelves del Instituto cargada de libros y de sueños, tampoco es de madrugada y estás aquí después de una noche de copas y música. No tienes que disimular el olor a tabaco ni quitarte los zapatos para evitar que tu madre, que tu sabes despierta, se levante y señalándote el reloj de la sala te diga a gritos susurrados: – “¿Tu crees que estas son horas? ¡Vete a la cama, ya hablaremos luego!”-
Sabes que hoy no habrá nadie. No se oye la música a todo volumen que ponía tu hermano, no se oye a tu madre trasteando en la cocina, ni a tu padre con la tele puesta dormitando ante el resumen de algún partido de fútbol. Sabes que todo eso pasó hace tiempo, como pasó tu infancia y tu adolescencia. Después, quién se marchó fuiste tú. Y ahora estás de pie, ante la puerta de la casa de tus padres y te sientes extraña, como si nunca hubieras estado ahí con una llave en la mano.
No te atreves a abrir. Tienes miedo, pero ¿de qué? No lo sabes muy bien, quizá de enfrentarte a esa casa hoy vacía y a la vez llena de objetos a los que se quedaron prendidos los años de tu adolescencia, pero sobre todo, llena de recuerdos que no son los tuyos. Muebles, libros y ropas que formaron parte de los últimos años de la vida de tus padres y de los que hoy te sientes tan ajena como te sentiste de ellos.
Pero no puedes quedarte todo el día en este descansillo. Tienes que abrir la puerta, entrar en la casa, abrir las ventanas (el portero subirá ahora con cajas de cartón vacías), sacar los trajes y los fantasmas de los armarios. Revisar libros y papeles…y quizá luego, cuando llegue tu hermano, entre los dos decidir que os quedáis y que se tira o se regala.
Si, ya lo se, tu no quieres nada. Decidiste hace tiempo cortar los lazos y olvidar tu pasado. Por nada en especial. No hubo una ruptura melodramática, ni siquiera un desencuentro más evidente que otros, al que se le pueda poner fecha y motivo. Simplemente, cuando a los veinte años saliste de esta casa, te fuiste distanciado poco a poco, inapreciable y metódicamente. Así, al cabo de un tiempo, ya ni siquiera tu madre te preguntaba si ese año tampoco podrías ir a cenar con ellos en Nochebuena. Quizá su voz sonaba algo más triste a través del teléfono, pero tú preferías no prestar atención a esos detalles.
Cuando tu padre ingresó en el hospital, apenas fuiste a verlo una o dos veces. Te sentías incómoda, no sabías que decir. Eso si, te ofreciste generosamente a buscar y pagar a alguien para que se quedara con él por las noches, para que tu madre pudiera irse a casa a descansar. Ella se negó con una firmeza que…si, reconócelo, te llenó de una inexplicable admiración. No quisiste insistir más.
Ocho meses después de la muerte de tu padre, tu madre también se fue y esa segunda pérdida te sumió en la confusión y la tristeza. Te llenó la boca del frío sabor a óxido que deja la culpa. ¿Pero tu qué podías haber hecho?. Si, quizá ir a verla de vez en cuando, quedar para dar un paseo o tomar un café juntas. Pero ella no tenía ninguna gana de salir y tú, cada vez te sentías más molesta en su presencia. Creías ver en su mirada apagada, la sombra de un reproche.
Hoy, de pie delante de esta puerta, la imagen que tanto te ha costado forjarte de mujer dura y fría se esta tambaleando. Como en una película pasada a gran velocidad, aparecen algunas escenas del entierro de tu madre. La expresión de infinita desolación de tu hermano, su mirada de extravío, su llanto inabarcable abrazado a ti. Un llanto que al principio te exaspera, pero que poco a poco va encontrando eco y provocando una dolorosa quemazón en un lugar escondido y oscuro del que tu hace tiempo que no tenías noticias.
Al fin, tras un esfuerzo que te deja exhausta, consigues meter la llave en la cerradura y abrir la puerta. El impacto que recibes te sobrecoge. De todos y cada uno de los objetos de la casa, emana tal cantidad de amor y sosiego que la coraza finamente trabajada a lo largo de los años, que recubre tu corazón, comienza poco a poco a resquebrajarse.
Tres horas después, el sonido de la llave de tu hermano entrando en la cerradura, te sorprende con la cara aún anegada en lágrimas. Sentada en la mecedora de tu madre tienes la olvidada e indescriptible sensación de estar por fin en casa.
viernes, 1 de diciembre de 2006
Dos angeles azules
DOS ÁNGELES AZULES
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete, y este cayó al suelo, todo el azul exasperado plasmado en el lienzo, se derramó por la habitación y la tiñó de tristeza.
En el tocadiscos Shara Vaugam hacía que todo fuera aún más tópico y aún más triste. Dejaron de gritarse, dejaron de odiarse. Se miraron, los brazos desmadejados, el pelo empapado aún de rabia. Una infinita desolación había caído sobre ellos como un manto oscuro y pesado. Lloraron. Al principio cada uno en su rincón, luego, intentando acercarse para lamerse las caras y beber las lágrimas del otro, pero no pudieron. El azul les ahogaba, les estaba asfixiando por dentro.
Nunca habían tenido una pelea tan terrible. Solían discutir por nimiedades, aprovechando cualquier comentario o gesto del otro para dejar salir su malhumor o su cansancio. A menudo olvidaban cuánto se querían.
Pero esa tarde había sido distinto. Abel llevaba casi un mes enfrascado en ese cuadro, buscaba algo que se le escondía. Un pedazo de luz, un color inventado... un azul que contuviera la serenidad y la dicha que le invadía cuando miraba a Ángela dormida. Ángela, su ángel exasperado de uñas pintadas de azul.
A eso de las siete, cuando la luz anunciaba que en un rato se iría tumbando poco a poco hasta esconderse en la noche, sintió frescor en la cara, un leve cosquilleo en las manos y supo que su azul estaba muy cerca. Respiró hondo, puso su disco favorito y volvió a enfrascarse en el cuadro. Apenas diez minutos después, la llave sonó en la cerradura y Ángela entró con una maleta en una mano y un portazo en la otra. Todo había sido un desastre. Volvía de tocar con su grupo. Dos sesiones en un teatro frió y medio vacío y público más inclinado al pasodoble que a esa especie de jazz sofisticado que ellos hacían.
Siempre que tocaba, lo hacía para Abel, aunque él casi nunca estuviera presente. Abel, su ángel vagabundo con la mirada desnuda del artista y del loco.
Para colmo, la furgoneta se había roto a doscientos kilómetros de casa y su preciosa batería iba a pasar la noche en un taller grasiento. Este pensamiento le desasosegaba más allá de lo razonable.
Al entrar en casa sintió como un bofetón el olor de aguarrás que impregnaba toda la estancia. Vio los cacharros sucios amontonados en el fregadero, los ceniceros volcados, la nevera completamente vacía.
Abel ni siquiera se volvió, buceaba tras un azul calmado y apacible. Ángela estalló. Su voz se fue crispando cada vez más y tras ella, el color que salía de los pinceles de Abel se iba tornando áspero y rabioso. El no lo podía controlar, luchaba aún por conservar ese tono que casi había rozado, pero que inevitablemente se escapaba... y de pronto, la exasperación de Ángela, unida a la que comenzaba a subir por su propia garganta, tiñó toda la parte superior del lienzo.
Como un loco, se volvió hacia ella y sujetándola con fuerza, le dijo cosas terribles que no sentía. Se convirtió en un monstruo: ciego a su cara de terror, sordo a sus protestas de - “¡Suéltame, me haces mucho daño!” -, mudo a todo lo que no fueran insultos y amenazas.
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos de Abel que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete y los tres cayeron al suelo, sintió subir la marea y se ahogó en el azul.
Al día siguiente, cuando el hermano de Ángela pasó a recogerla para llevarla hasta el taller donde estaba la furgoneta, y harto de llamar a la puerta, abrió con su llave, se encontró tendidos en el suelo, con dos ángeles azules abrazados.