LA VUELTA A CASA
Te sientes extraña. Estás de pie ante la puerta de la casa de tus padres, con la llave en la mano. Pero hoy no vuelves del Instituto cargada de libros y de sueños, tampoco es de madrugada y estás aquí después de una noche de copas y música. No tienes que disimular el olor a tabaco ni quitarte los zapatos para evitar que tu madre, que tu sabes despierta, se levante y señalándote el reloj de la sala te diga a gritos susurrados: – “¿Tu crees que estas son horas? ¡Vete a la cama, ya hablaremos luego!”-
Sabes que hoy no habrá nadie. No se oye la música a todo volumen que ponía tu hermano, no se oye a tu madre trasteando en la cocina, ni a tu padre con la tele puesta dormitando ante el resumen de algún partido de fútbol. Sabes que todo eso pasó hace tiempo, como pasó tu infancia y tu adolescencia. Después, quién se marchó fuiste tú. Y ahora estás de pie, ante la puerta de la casa de tus padres y te sientes extraña, como si nunca hubieras estado ahí con una llave en la mano.
No te atreves a abrir. Tienes miedo, pero ¿de qué? No lo sabes muy bien, quizá de enfrentarte a esa casa hoy vacía y a la vez llena de objetos a los que se quedaron prendidos los años de tu adolescencia, pero sobre todo, llena de recuerdos que no son los tuyos. Muebles, libros y ropas que formaron parte de los últimos años de la vida de tus padres y de los que hoy te sientes tan ajena como te sentiste de ellos.
Pero no puedes quedarte todo el día en este descansillo. Tienes que abrir la puerta, entrar en la casa, abrir las ventanas (el portero subirá ahora con cajas de cartón vacías), sacar los trajes y los fantasmas de los armarios. Revisar libros y papeles…y quizá luego, cuando llegue tu hermano, entre los dos decidir que os quedáis y que se tira o se regala.
Si, ya lo se, tu no quieres nada. Decidiste hace tiempo cortar los lazos y olvidar tu pasado. Por nada en especial. No hubo una ruptura melodramática, ni siquiera un desencuentro más evidente que otros, al que se le pueda poner fecha y motivo. Simplemente, cuando a los veinte años saliste de esta casa, te fuiste distanciado poco a poco, inapreciable y metódicamente. Así, al cabo de un tiempo, ya ni siquiera tu madre te preguntaba si ese año tampoco podrías ir a cenar con ellos en Nochebuena. Quizá su voz sonaba algo más triste a través del teléfono, pero tú preferías no prestar atención a esos detalles.
Cuando tu padre ingresó en el hospital, apenas fuiste a verlo una o dos veces. Te sentías incómoda, no sabías que decir. Eso si, te ofreciste generosamente a buscar y pagar a alguien para que se quedara con él por las noches, para que tu madre pudiera irse a casa a descansar. Ella se negó con una firmeza que…si, reconócelo, te llenó de una inexplicable admiración. No quisiste insistir más.
Ocho meses después de la muerte de tu padre, tu madre también se fue y esa segunda pérdida te sumió en la confusión y la tristeza. Te llenó la boca del frío sabor a óxido que deja la culpa. ¿Pero tu qué podías haber hecho?. Si, quizá ir a verla de vez en cuando, quedar para dar un paseo o tomar un café juntas. Pero ella no tenía ninguna gana de salir y tú, cada vez te sentías más molesta en su presencia. Creías ver en su mirada apagada, la sombra de un reproche.
Hoy, de pie delante de esta puerta, la imagen que tanto te ha costado forjarte de mujer dura y fría se esta tambaleando. Como en una película pasada a gran velocidad, aparecen algunas escenas del entierro de tu madre. La expresión de infinita desolación de tu hermano, su mirada de extravío, su llanto inabarcable abrazado a ti. Un llanto que al principio te exaspera, pero que poco a poco va encontrando eco y provocando una dolorosa quemazón en un lugar escondido y oscuro del que tu hace tiempo que no tenías noticias.
Al fin, tras un esfuerzo que te deja exhausta, consigues meter la llave en la cerradura y abrir la puerta. El impacto que recibes te sobrecoge. De todos y cada uno de los objetos de la casa, emana tal cantidad de amor y sosiego que la coraza finamente trabajada a lo largo de los años, que recubre tu corazón, comienza poco a poco a resquebrajarse.
Tres horas después, el sonido de la llave de tu hermano entrando en la cerradura, te sorprende con la cara aún anegada en lágrimas. Sentada en la mecedora de tu madre tienes la olvidada e indescriptible sensación de estar por fin en casa.
lunes, 4 de diciembre de 2006
LA VUELTA A CASA
Etiquetas:
Paloma G. Poza
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