Ejercicio: Y se abre una puerta
Esa corbata puede guardar todo el afecto de una niña. Lo sabes y por eso vuelves a mirarte de nuevo en el espejo. Has pedido prestada una chaqueta azul que te hace juego con unos pantalones marengo que aún conservas de alguna boda, te has comprado una corbata roja con peces amarillos, y te has pasado por la habitación de mi hotel para que te deje una de mis camisas. Frente al espejo compruebas el resultado final. Tu sonrisa en el espejo se muestra satisfecha.
Te vuelves a mirar una vez más, esta vez de perfil, luego de nuevo de frente, y por fin te sientas en la cama. Al rato paseas por la habitación. Me miras con insistencia mientras yo simulo leer un periódico atrasado.
- Estás muy guapo, te digo ya agobiado por la perseverancia de tus miradas.
- ¿Si, crees que si?, insistes de nuevo. Y te acercas de nuevo al espejo para volver a mirarte.
- Espero que esta vez no la cages, te espeto desde el sillón.
Al instante te dejas de mirar, te plantas frente de mí, las piernas muy abiertas, los brazos en jarras, y con una mano a modo de batuta que guía tus palabras me dices muy circunspecto ¿A qué coño viene ahora ese comentario?
Te quiero contestar, recordarte tu pasado. Levanto sin querer mi dedo índice, como si fuera a empezar mi perorata, pero callo… Hoy no es el momento, me digo, mientras compruebo que esa chaqueta que llevas con tanto aplomo, casi con chulería, me recuerda aquel otro juicio que se celebró por la custodia de tu primer hijo, aquel día llevabas otra chaqueta igual, lo sé porque aquella te la presté yo, y también entonces rebosabas euforia y confianza, y mucho engreimiento, tanto, que cuando entramos en el Juzgado andabas literalmente de puntillas, como si quisieras dar con la cabeza en el techo. Pero confundiste el juzgado con un salón del Oeste, paseándote muy ufano a lo largo del pasillo, el gesto altivo, la mirada desafiante. Te volvías raudo cada vez que se abría la puerta y al rato todos los asistentes estaban pendientes de ti. Cuando llegó tu entonces pareja, acompañada de su hermana y la abogada, te detuviste, carraspeaste ligeramente y te apostaste en medio del angosto pasillo en posición de escuadra, un brazo en jarras y el contrario apoyado en la pared, y no quedaba espacio para que pasaran sino por debajo de tu brazo. Alguien a mi lado comentó “vaya personaje”, y yo estaba apartado por la vergüenza que sentía y no quería que me vieran a tu lado.
Y el juicio fue un desastre. Todo te salió mal, acusaste a todo el mundo de mentir y estabas tan encrespado que hasta amenazaste a tu abogado con no pagarle un duro.
Pero lo peor es que no tuviste arrestos ni serenidad para pensar en tu hijo. Te saltaste los primeros días que te correspondían de visita porque estabas furioso y no querías encontrarte con su madre, ni tampoco con ninguno de su familia, y al final resultó que confundiste los términos y no has visto a tu hijo en los últimos dieciocho años, que pienso que si algún día se encontrara contigo por la calle te soltaría sin meditarlo mucho una buena ostia, sólo que no te conoce.
Ya por entonces tu madre, que nunca se ha acostumbrado a tu forma de ser, te repetía a cada momento, como una mortificación: “Juanfra eras un desastre”. Y es que cuando vivíamos juntos en el piso de solteros tu habitación siempre estaba alborotada, el suelo sin barrer de meses, lamparones de grasa tan incrustados que parecían relieves propia del baldosín, tu ropa distribuida en burruños y en alguno de ellos guardado el mando de la televisión, que tu mala memoria seguramente habría depositado inadvertidamente allí, como más tarde comprobábamos.
Pero hoy, después de casi cuatro años sin vernos, estoy aquí porque soy tu amigo y quiero ofrecerte mi apoyo y confiar en que aquello no se repita; por eso, con una sonrisa en los labios, te digo “olvídalo, era una tontería”, al tiempo que te corrijo la posición de la corbata, y para derivar la conversación por otros derroteros te comento que aún no me has enseñado ninguna fotografía de tu hija.
Te quedas aún unos segundos mirándome con recelo, con desconfianza, pero al final tomas la cartera y no de muy buena ganas sacas una fotografía. “Se llama Sandra” – me dices – y la que está detrás, junto a mí, es su madre, Silvia, que ya verás en el juicio”. Comentó que Sandra es muy guapa, y tu dices que es porque se parece a su madre, y al instante empiezas a contarme ya más animado que esa foto se la hicisteis el primer día que la llevasteis a la guardería.
- “Todas las tardes – me confiesas- cantábamos juntos las canciones chorras que allí le enseñaban. Ahora los días que no puedo hacerlo, lo hecho de menos”.
Entonces, y aunque ya me lo has relatado varias veces por teléfono, te vuelto a preguntar si tan grave fue la desavenencia con Silvia, tu pareja, y tu sentencias “Silvia está desequilibrada, como sus padres” y me relatas como un viernes de hace casi un año, al volver del trabajo, te encontraste la casa vacía. Silvia se había ido a casa de sus padres llevándose la niña. “Dijo que no podía aguantar más, que la agobiaba, bonita manera de resolver los problemas tras más de cuatro años juntos”. Y repites como un murmullo “desequilibrada”. Te miro y veo que aún perduran en ti los brochazos de gomina con que intentas dominar tu pelo alborotado, que tu corbata baila descompuesta, y que tu barba sigue sin estar bien afeitada. Entonces me pregunto cuánto de culpable has tenido tú en el deterioro de vuestra relación…
- ¿Por qué no has querido quedarte en mi casa y has preferido pagar un hotel? – me preguntas de sopetón cuando ya en tu coche nos dirigimos al Juzgado.
- Creí que preferirías estar solo y además no sabía si ibas a estar con tu hija – te contestó confiado en haber encontrado una excusa razonable.
- Ya – dices con retintín- ¿seguro que no es por otra razón? – me insistes – mira que la última vez que estuviste en casa te pusiste muy pesado con lo del cochino orden, y mucho más con lo de la limpieza ¿Crees que vas a coger el tifus o la malaria en mi casa?
O algo peor, pienso para mis adentros, pero no necesito contestar porque has dado un giro brusco al volante cambiando de dirección y me dices que se te ha olvidado en casa el documento que ha elaborado tu abogada para la conciliación, y que te es imperioso recogerlo porque en él has anotado a mano unas correcciones que quieres comentar con ella antes de entrar al acto.
Al llegar a tu portal, nos apeamos al unísono, y adoptas un gesto de sorpresa porque parece que he decidido acompañarte a tu leonera.
- Tranquilo, entraré yo solo – me dices con ironía –, no quiero que palmes por alguna extraña infección.
- Aguantaré sin respirar – te contestó.
- Como quieras – contestas. De todas maneras la gente cambia ¿sabes?... –y añades- sé que piensas todavía en el piso de solteros, pero de eso ha pasado mucho tiempo..
Subimos, y a llegar a la puerta, la abres, y ceremoniosamente me cedes el paso. Yo franqueo la entrada con el ceño arrugado, esperando como bienvenida una bofetada fétida, una trinchera en cada esquina, las cucarachas al fondo. Y paseo a lo largo del pasillo y entro en el salón, la cocina, el baño, y acabo abriendo una puerta donde se ve una cama de matrimonio, y tú permaneces en silencio, firme en mitad del pasillo, escudriñando mi reacción.
- Si parece la casa del cónsul en día de recepción – te digo muy sorprendido, al tiempo que a mi rostro asoma una boba sonrisa que absorbe con deleite lo que parece ser una mezcla agradable de desinfectante y ambientador.
Sin contestarme, te diriges a una de las puertas cerradas del pasillo y abriéndomela me invitas de nuevo a entrar, y si lo que había visto era orden y limpieza, ésta es fantasía, con sus paredes pintadas en tonos pastel de color rosa y amarillo, estrellas doradas en el techo, un coqueto armario verde a juego con el armazón de una camita, y sobre ésta, varias muñecas colocadas en armonía, invitando al juego.
- Voy a recoger los documentos – me dices.
Mientras buscas los documentos me da tiempo para examinar la pequeña habitación. En una de las mesillas, y junto a la figura de un hada, están colocadas dos fotografías. Vuestros nombres aparecen escritos debajo: Silvia y Juanfra. Al lado un folio horizontal muestra el dibujo sencillo, muy infantil, de dos personas. Con letras grandes, redondeadas, se indica quienes son: papá y mamá. Detrás de la puerta hay un calendario del mes en curso donde aparecen algunos días resaltados en rojo y debajo de ellos anotaciones en letra diminuta. Me acercó para intentar leer alguna.
- Son mis días libres – me aclaras a mis espaldas -. Anoto lo que tiene que hacer mi niña esas fechas.
Asiento en silencio a tus palabras mientras contempló con arrobo todo el conjunto, tan pulcro, tan armonioso, tan diferente como…
- ¿nos vamos? – me dices al cabo de unos segundos- y te sigo por el pasillo hacia la puerta y cuando ya vamos a salir te digo que esperes un momento y me vuelvo, y absorbo con una bocanada profunda esa mezcla de ambientador y desinfectante, esa especie de aroma de hogar, y te digo “dame un abrazo, mamón”, y cuando salimos de tu casa ya no me importa que las cosas salgan bien en el juicio porque al fin sé que dentro de ti hay un verdadero padre.
Roberto
martes, 26 de diciembre de 2006
Una puerta se abre -
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