El zapato es, con diferencia, la prenda corporal que mejor define a su propietario. De su acertada elección dependen, ahora no lo dudo, todas las relaciones que uno establece y todo lo que viene a ocurrirle después.
Tenía cara de infeliz contento, mediana edad, era hombre y vendía zapatos. Al igual que su zapatería, él no era ni grande ni pequeño, ni antiguo ni moderno, pero llamaba la atención. Se peinaba como si él mismo fuese el que estuviera en venta y el tinte amarillo de su pelo cano era el mismo que el de su bigote, cuyos pelos luchaban entre sí por ver a cuantas direcciones distintas eran capaces de apuntar. Pero lo que, francamente me dejaba hipnotizado era la disparatada colección de zapatos que mostraba el escaparate de su tienda, variopinta y fantástica como el color de su ropa; errada y desconcertante como su piel albina.
El local estaba situado en la manzana contigua a mi casa y me gustaba pasar de vez en cuando por delante y dejarme llevar a los mil lugares donde este hombre pudo haber encontrado todos y cada uno de aquellos zapatos. El viaje solía comenzar, por ejemplo en unos mocasines burdeos de corte clásico murciano. Desde allí, y sorteando los cada vez más numerosos girasoles que separaban un zapato de otro, uno podía dirigirse hacia unas chanclas de suela en sierra rematadas por un bordado de hilos verdes, azules y amarillos, de algún país no más cercano que Jamaica, o hasta unos botines anaranjados salpicados de formas doradas, que sólo en la India saben cómo coser. Convenía hacer una parada en unas graciosas zapatillas de esparto teñidas de rosa, con listas moradas y cordones de perlas blancas y negras, que yo imaginaba sacadas de los pies de algún moderno esquimal, y finalizar la ruta en un par de zapatos en piel de cocodrilo que incluían en su acabado, una ordenada hilera de dientes afilados traídos quizás, uno a uno, de las mismísimas antípodas.
Todos los meses, el escaparate volvía a convertirse en un quimérico mapa lleno de nuevas rutas que yo iba siguiendo trazando múltiples posibilidades en su recorrido. Y todos los meses volvía a imaginarme al vendedor de zapatos enfrascado en alguna de sus pintorescas aventuras, tan alejadas de mi vida y tan cercanas a mi casa.
Y llegó un día en que lo vi salir con un enorme ramo de girasoles en la mano. Llevaba una chaqueta roja, pantalón blanco, camisa azul de cuello oscuro y corbata ancha amarilla. En aquel momento esas flores me parecieron tan acertadas en él como escuchar una canción de Claudine Longet en un día de lluvia. Fue otra cosa la que introdujo de pronto una exclamación en mi cabeza. Algo tan evidente que, al igual que su piel albina, sólo era perceptible bastantes minutos después de haber llegado hasta ese detalle en cuestión, y sólo si uno era capaz de sortear hábilmente su particular despliegue de distracción. No llevaba zapatos. Decidí seguirlo.
Descalzo, el vendedor de zapatos cruzó la vía ajeno a todos los curiosos que, tras una primera y fugaz mirada, regresaban rápido a su disciplinada indiferencia. Su paso, tímido pero firme, nos llevó calle abajo, y una vez allí, apareció un coche. Del coche bajó una mujer, más alta que guapa, pero atractiva en sus gestos. Vestía un insolente traje negro que rompía una y otra vez la promesa de bajar más allá de su interminable escote, sobrecogido sin duda, por unos magníficos zapatos de tacones tan finos como cuchillas y firmemente sujetos a sus tobillos por dos infinitas serpientes de terciopelo azul. El vendedor de zapatos le entregó los girasoles y ella le regaló un beso tan rojo que la piel del zapatero quiso volverse aún más pálida. Escondido tras un sucio contenedor, me preguntaba si ella se habría fijado en los pies desnudos del vendedor. Evidentemente, si era así, no parecía importarle demasiado. Y esto me desconcertó aún más pues, por la forma en que limpió el carmín de los labios del vendedor, aquella mujer no daba la sensación de ser alguien que dejase pasar por alto un detalle. Los dos subieron al coche y éste se fue haciendo pequeño hasta que el final de la calle lo hizo desaparecer.
Al día siguiente, volví a pasar por la zapatería, o para ser más exactos, lo que quedaba de ella. Mi mapa había desaparecido del escaparate y yo me quedé horrorizado mirando lo que ahora había en el expositor. Girasoles, decenas, centenas de girasoles inundándolo todo. Una mezcla de indignación, decepción y curiosidad me empujó a entrar. Por dentro, el local era tan grande como prometía desde fuera. Y salvo por los girasoles, todo estaba igual que ayer, que antes de ayer, que siempre. La pequeña banqueta, el espejo y el mostrador de mármol era cuanto me separaba de una mujer de tacones imposibles que la hacían más alta que guapa.
- ¿Puedo ayudarle, joven?
- Ayer había aquí una zapatería…
- Y hoy sólo hay girasoles. ¿Desea comprar alguno?
- En realidad, me gustaría saber dónde está el anterior vendedor.
- Oh, disculpe. Soy Marga, la esposa del señor Van der Kapp. Mi marido tuvo ayer un pequeño accidente. Se cortó en un pie. Se recuperará.
- Vaya. ¿Y la zapatería?
- Ya no vamos a vender más zapatos. En este barrio nadie se fija en ellos. ¿Sabías que el zapato es, con diferencia, la prenda corporal que mejor define a su propietario?
- No, no lo sabía.
- De su acertada elección dependen todas las relaciones que uno establece y todo lo que viene a ocurrirle después. No sé quien lo dijo, pero me la guardé en el bolso el día en que la oí.
Ella continuó hablando. Me contó cómo se conocieron y me habló de la fascinación del señor Van der Kapp por sus zapatos. A ella le enganchó aquella pasión pero también sufría viendo que la tristeza iba a acabar por comérselo. Y es que, a pesar de tanto esfuerzo, los zapatos del señor Van der Kapp jamás conseguían salir de aquel escaparate. Ella era incapaz de hacerle ver que a nadie más en ese barrio le importaban sus zapatos. Hasta que un día se le ocurrió cómo. Y fue de la manera más sencilla que una mujer tiene de convencer a un hombre. Retándole. Si era capaz de vivir un día sin zapatos, le regalaría su amor para siempre. Y después le puso palabras a mi recuerdo de ayer.
- Si te casas ahora conmigo, me olvidaré de mi tienda de zapatos y no habrá girasoles en este mundo que puedan robarte el sol –dijo descalzo el señor Van der Kapp entregándole un ramo de girasoles a la mujer que acababa de salir del coche.
- Si te digo que sí ahora, sólo necesito que te pongas unos zapatos y nos vayamos cuanto antes al juzgado –dijo Margarita después de plantarle un apasionado beso en los labios.
Y así fue como desde ayer mismo los nuevos dueños de la zapatería son el señor y la señora Van der Kapp. Y la zapatería es desde hoy su pequeña tienda de girasoles.
- Bonitos zapatos -me dijo la señora Van der Kapp-, aunque deberías limpiarlos más a menudo -Y añadió-. Toma este girasol, te lo regalo. Hay una preciosa chica sentada en aquel banco esperando poner sus ojos en un atractivo chico como tú.
Tenía cara de infeliz contento, mediana edad, era hombre y vendía zapatos. Al igual que su zapatería, él no era ni grande ni pequeño, ni antiguo ni moderno, pero llamaba la atención. Se peinaba como si él mismo fuese el que estuviera en venta y el tinte amarillo de su pelo cano era el mismo que el de su bigote, cuyos pelos luchaban entre sí por ver a cuantas direcciones distintas eran capaces de apuntar. Pero lo que, francamente me dejaba hipnotizado era la disparatada colección de zapatos que mostraba el escaparate de su tienda, variopinta y fantástica como el color de su ropa; errada y desconcertante como su piel albina.
El local estaba situado en la manzana contigua a mi casa y me gustaba pasar de vez en cuando por delante y dejarme llevar a los mil lugares donde este hombre pudo haber encontrado todos y cada uno de aquellos zapatos. El viaje solía comenzar, por ejemplo en unos mocasines burdeos de corte clásico murciano. Desde allí, y sorteando los cada vez más numerosos girasoles que separaban un zapato de otro, uno podía dirigirse hacia unas chanclas de suela en sierra rematadas por un bordado de hilos verdes, azules y amarillos, de algún país no más cercano que Jamaica, o hasta unos botines anaranjados salpicados de formas doradas, que sólo en la India saben cómo coser. Convenía hacer una parada en unas graciosas zapatillas de esparto teñidas de rosa, con listas moradas y cordones de perlas blancas y negras, que yo imaginaba sacadas de los pies de algún moderno esquimal, y finalizar la ruta en un par de zapatos en piel de cocodrilo que incluían en su acabado, una ordenada hilera de dientes afilados traídos quizás, uno a uno, de las mismísimas antípodas.
Todos los meses, el escaparate volvía a convertirse en un quimérico mapa lleno de nuevas rutas que yo iba siguiendo trazando múltiples posibilidades en su recorrido. Y todos los meses volvía a imaginarme al vendedor de zapatos enfrascado en alguna de sus pintorescas aventuras, tan alejadas de mi vida y tan cercanas a mi casa.
Y llegó un día en que lo vi salir con un enorme ramo de girasoles en la mano. Llevaba una chaqueta roja, pantalón blanco, camisa azul de cuello oscuro y corbata ancha amarilla. En aquel momento esas flores me parecieron tan acertadas en él como escuchar una canción de Claudine Longet en un día de lluvia. Fue otra cosa la que introdujo de pronto una exclamación en mi cabeza. Algo tan evidente que, al igual que su piel albina, sólo era perceptible bastantes minutos después de haber llegado hasta ese detalle en cuestión, y sólo si uno era capaz de sortear hábilmente su particular despliegue de distracción. No llevaba zapatos. Decidí seguirlo.
Descalzo, el vendedor de zapatos cruzó la vía ajeno a todos los curiosos que, tras una primera y fugaz mirada, regresaban rápido a su disciplinada indiferencia. Su paso, tímido pero firme, nos llevó calle abajo, y una vez allí, apareció un coche. Del coche bajó una mujer, más alta que guapa, pero atractiva en sus gestos. Vestía un insolente traje negro que rompía una y otra vez la promesa de bajar más allá de su interminable escote, sobrecogido sin duda, por unos magníficos zapatos de tacones tan finos como cuchillas y firmemente sujetos a sus tobillos por dos infinitas serpientes de terciopelo azul. El vendedor de zapatos le entregó los girasoles y ella le regaló un beso tan rojo que la piel del zapatero quiso volverse aún más pálida. Escondido tras un sucio contenedor, me preguntaba si ella se habría fijado en los pies desnudos del vendedor. Evidentemente, si era así, no parecía importarle demasiado. Y esto me desconcertó aún más pues, por la forma en que limpió el carmín de los labios del vendedor, aquella mujer no daba la sensación de ser alguien que dejase pasar por alto un detalle. Los dos subieron al coche y éste se fue haciendo pequeño hasta que el final de la calle lo hizo desaparecer.
Al día siguiente, volví a pasar por la zapatería, o para ser más exactos, lo que quedaba de ella. Mi mapa había desaparecido del escaparate y yo me quedé horrorizado mirando lo que ahora había en el expositor. Girasoles, decenas, centenas de girasoles inundándolo todo. Una mezcla de indignación, decepción y curiosidad me empujó a entrar. Por dentro, el local era tan grande como prometía desde fuera. Y salvo por los girasoles, todo estaba igual que ayer, que antes de ayer, que siempre. La pequeña banqueta, el espejo y el mostrador de mármol era cuanto me separaba de una mujer de tacones imposibles que la hacían más alta que guapa.
- ¿Puedo ayudarle, joven?
- Ayer había aquí una zapatería…
- Y hoy sólo hay girasoles. ¿Desea comprar alguno?
- En realidad, me gustaría saber dónde está el anterior vendedor.
- Oh, disculpe. Soy Marga, la esposa del señor Van der Kapp. Mi marido tuvo ayer un pequeño accidente. Se cortó en un pie. Se recuperará.
- Vaya. ¿Y la zapatería?
- Ya no vamos a vender más zapatos. En este barrio nadie se fija en ellos. ¿Sabías que el zapato es, con diferencia, la prenda corporal que mejor define a su propietario?
- No, no lo sabía.
- De su acertada elección dependen todas las relaciones que uno establece y todo lo que viene a ocurrirle después. No sé quien lo dijo, pero me la guardé en el bolso el día en que la oí.
Ella continuó hablando. Me contó cómo se conocieron y me habló de la fascinación del señor Van der Kapp por sus zapatos. A ella le enganchó aquella pasión pero también sufría viendo que la tristeza iba a acabar por comérselo. Y es que, a pesar de tanto esfuerzo, los zapatos del señor Van der Kapp jamás conseguían salir de aquel escaparate. Ella era incapaz de hacerle ver que a nadie más en ese barrio le importaban sus zapatos. Hasta que un día se le ocurrió cómo. Y fue de la manera más sencilla que una mujer tiene de convencer a un hombre. Retándole. Si era capaz de vivir un día sin zapatos, le regalaría su amor para siempre. Y después le puso palabras a mi recuerdo de ayer.
- Si te casas ahora conmigo, me olvidaré de mi tienda de zapatos y no habrá girasoles en este mundo que puedan robarte el sol –dijo descalzo el señor Van der Kapp entregándole un ramo de girasoles a la mujer que acababa de salir del coche.
- Si te digo que sí ahora, sólo necesito que te pongas unos zapatos y nos vayamos cuanto antes al juzgado –dijo Margarita después de plantarle un apasionado beso en los labios.
Y así fue como desde ayer mismo los nuevos dueños de la zapatería son el señor y la señora Van der Kapp. Y la zapatería es desde hoy su pequeña tienda de girasoles.
- Bonitos zapatos -me dijo la señora Van der Kapp-, aunque deberías limpiarlos más a menudo -Y añadió-. Toma este girasol, te lo regalo. Hay una preciosa chica sentada en aquel banco esperando poner sus ojos en un atractivo chico como tú.
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