LA SABIDURÍA DEl ELEFANTE
Cuando Ángela llegó a su casa, las sombras dibujaban extrañas caras sobre la pared de la sala, y los cojines amontonados en el sillón de orejas donde solía sentarse su padre, le dieron la impresión de que él aún estaba allí. Sintió un escalofrío y encendió la luz. No había nadie. La casa estaba vacía. Descolgó el teléfono y escuchó grabada en un mensaje la voz airada de su marido regañándola por no tener conectado el móvil. También decía apresuradamente que le había surgido una entrevista con un cliente en Barcelona, y que estaría de vuelta en dos o tres días. Ya la llamaría. Mejor, pensó, así todo será más sencillo. No tendría que darle explicaciones.
Sintió de nuevo la ya familiar sensación de náusea y se consoló diciéndose que mañana a estas horas todo habría acabado y su vida volvería a la normalidad. Apenas había formulado ese pensamiento cuando se dio cuenta de que esa normalidad a la que pretendidamente quería volver era un asco.
Entró en su habitación y detectó las señales que él había dejado al preparar deprisa su bolsa de viaje. Vio que había cogido su camisa de seda preferida y supo que lo del cliente era mentira. Seguramente estaba con esa chica morena tan guapa con la que le había visto besándose aquella noche a la salida de un restaurante, cuando se suponía que debía estar en una reunión de trabajo. Constató que apenas le importaba. Quizá la mentira, pero ya tampoco. Le tuvo un poco de envidia, casi se alegró por él.
Fue a la cocina y allí vio una nota de su hija pegada a la nevera con un imán: Me quedo a dormir en casa de una amiga, un beso. Elisa. ¿En que momento su niña parlanchina se había convertido en ese huésped lacónico y huidizo?
Deambuló por la casa como una extraña. Tenía la sensación de que nada de lo que había allí le pertenecía. Todo lo que le rodeaba le era ajeno. Y otra vez ese peso lacerante sobre los párpados, ese cansancio.
Volvió al dormitorio, se desnudó y al mirarse al espejo sintió la misma impresión de extrañamiento ante ese cuerpo que tenía frente a ella, pero las manos, involuntariamente se le posaron sobre el vientre y por un momento jugó a sentir ese ligero atisbo de vida que anidaba. Se censuró por ello, se repitió una vez más que dejarlo nacer sería una locura, que la decisión que había tomado era la más sensata.
Se metió en la ducha y el agua caliente la llevó de pronto a un lugar muy lejano en el tiempo y el espacio. Unos baños árabes casi abandonados a los que le gustaba ir cuando era muy joven y aún vivía en el Sur. Allí la luz entraba a través de un lucernario que había en el techo y ponía reflejos de cobre sobre el agua. Pablo jugaba a pescar los dedos de sus pies con la boca y a hacer dibujos con piedrecitas sobre su vientre y su pecho. Cuando ya apenas quedaba luz y ellos estaban lánguidos y arrugados por el agua caliente, la señora que cuidaba los baños les decía que se fueran y les ofrecía una raida toalla y un peine que nunca aceptaban, pero igualmente le daban una espléndida propina exaltados por esa rara sensación de plenitud que acababan de vivir. Entonces ella aún habitaba su cuerpo. No tenía esa sensación de vacío, de añoranza constante de sí misma.
Después vino el tiempo del extravío. Quería vivirlo todo, sentirlo todo, amarlo todo. Viajó de todas las maneras posibles, por geografías que no siempre estaban en los mapas, por cuerpos, volcanes y sustancias que la dejaban cada vez con más hambre, por sueños de los que al despertar solo quedaba una amarga sensación de estafa.
Cuando regresó de la locura Pablo estaba ahí, esperándola dijo. Tenía miedo y se sujetó a él como a la cuerda que nos une al precipicio.
Y desde entonces juntos. El mundo volvió a ordenarse y llegaron los años de la calma. El nacimiento de Elisa, el asombro ante ese ser que crecía, se hacía preguntas y le llamaba mamá. Pablo a su lado, aunque cada vez un poco más lejos. Disfrazándose con las ropas de un extraño.
Comenzó a trabajar para una publicación de arte, pero en unos cuantos años ese trabajo, que al principio era apasionante se fue convirtiendo en algo monótono y agotador.
Cuando su padre se fue a vivir con ellos, encontró en sus conversaciones, en los paseos juntos, en las partidas de cartas, el recuerdo de una vejez que aún no había vivido pero que recreaba en su memoria como un talismán para el futuro. Hacía exactamente ocho semanas que él había muerto y su ausencia la había dejado desorientada y huérfana.
Salió de la ducha con la piel enrojecida y la boca sabiéndole a lágrimas. Se envolvió en el albornoz, se tumbó en el sofá de la sala y puso la televisión. No quería pensar en lo que iba a hacer mañana. Algo poderoso situado en un lugar dentro de ella que no identificaba, le decía “No vayas, quizá sea tu última oportunidad”. Necesitaba vaciar su cabeza con historias ajenas. Estuvo un rato jugando con el mando, pasando de un canal a otro sin ser capaz de fijar la atención en nada. Su mirada se detuvo ante la imagen de una manada de elefantes que huían por la sabana en llamas. La vieja matriarca agitaba su trompa intentando alejar al grupo de los focos del incendio, mientras otra elefanta de menor tamaño, justo dos pasos por delante de ella, la ayudaba a evitar los árboles que encontraban a su paso. Una voz en off explicaba como la más joven le hacía de lazarillo a la otra, que aún estando ciega seguía manteniendo la jerarquía del clan. La imagen la conmocionó y por una extraña asociación de ideas, volvió a recordar su futuro y esta vez se vio a sí misma con un bebé a la espalda, caminando por una ciudad luminosa con olor a salitre. Se sintió bien. Pensó en su padre, también en su hija Elisa y después en el Pablo tierno e irónico de los primeros años, comprendiendo que todo eso pertenecía ya a su pasado.
Soñó una huida. Mañana faltaría a su cita en la clínica. Cogería algo de ropa y de dinero y tomaría el primer tren hacia el Sur. Desde allí, le mandaría una carta a Pablo pidiéndole su comprensión y el divorcio y otra a su hija explicándoselo todo. Quizá ella, algún día la entendiera.
Arreglaría la vieja casa de sus padres y en ella esperaría a que naciese el niño. Después, dejaría que el amor hablara.
viernes, 23 de mayo de 2008
LA SABIDURIA DEL ELEFANTE
jueves, 22 de mayo de 2008
EL VACIO Y LA HERIDA.
EL VACIO Y LA HERIDA
Julia es especial, distinta de sus hermanas. Mañana cumplirá diez años y entrará al servicio de la diosa. Ha sido elegida cuatro años antes, pero su padre consiguió que se quedara con ellos hasta el límite de lo permitido.
Después del baño, vestida con una túnica blanca irá con su familia al templo. Allí se despedirá de ellos. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a verlos. Las sacerdotisas de Vesta le cortarán el pelo y la dejarán cinco horas suspendida de un árbol, como símbolo de que ya no depende de su familia y a partir de ese momento, será una de las encargadas de mantener siempre encendido el Fuego Sagrado. Todo esto se lo había contado su madre para que no se asustara, para que comprendiera que su misión sería importante, que el mismo futuro de Roma dependería de ella y de las otras sacerdotisas del templo.
Habían pasado casi dos meses desde la muerte de su padre y esa urna había ido creciendo tanto, que ocupaba toda la casa. Por fin, Ana había conseguido un par de días libres para llevar sus cenizas hasta el Cabo Touriñán. Necesitaba librarse de ellas, sacarlo de su vida para siempre.
Sabía lo que para él significaba ese lugar, y aunque nunca había dicho nada explícito sobre ello, Ana estaba segura de que esa decisión le agradaría. ¡Siempre esa maldita necesidad de agradar! Pensaba en eso, se odiaba por ello y a la vez se daba cuenta de que a su padre ya nada podría agradarle o desagradarle nunca más. “Déjame que vaya contigo” le había dicho su marido. Pero no, tenía que ir sola, Francisco no pintaba nada en ese viaje, nadie pintaba nada en ese viaje. Sólo Ana y su padre, convertido en cuatro kilos de polvo gris. Además, no estaba triste. No al menos como lo había estado otras veces. Exaltada, aliviada quizás. Huérfana. Con un inmenso agujero dentro.
Julia había nacido el día más largo del año, cuando el fuego del sol estaba en su apogeo y se celebraba el solsticio de verano. Esto había sido considerado como una señal inequívoca para su elección como servidora de la diosa y haría que su familia ganara en prestigio e influencias. Ella era una buena hija y estaba contenta de ayudar a que los suyos prosperaran. Pero el fuego...sentía por él una extraña fascinación, mezcla de miedo y atracción irresistible. A veces soñaba que su padre la llamaba desde el fondo de una sala oscura, ella corría hacia sus brazos abiertos y cuando estaba a punto de hundirse en ellos, se convertían en una hoguera que la abrasaba.
El día había amanecido opaco, saturado de humedad.. Unos kilómetros antes de llegar al Cabo, un animal enorme con porte de lobo cruzó la carretera delante de ella, llegó hasta la linde del bosque y se la quedó mirando con los ojos de su padre. Un escalofrío le recorrió la espalda a la vez que algo muy dentro de ella le decía que aún no había terminado todo. Que todavía no era libre.
Antes de salir de su casa en dirección al templo, papá cogió a Julia de la mano y la llevó con él hasta las habitaciones interiores. La sentó en sus rodillas y le habló al oído de ese gran secreto que compartían. Nunca, nunca, le contaría a nadie lo que hacían cuando estaban solos. Ni siquiera a la Gran Sacerdotisa. Julia se mantendría siempre virgen y serviría a la diosa durante treinta años. Ningún otro hombre tocaría jamás a su niñita.
Llegaron al templo y todo ocurrió como imaginaba. Cuando su familia se marchó, se quedó a solas con la Gran Sacerdotisa y de su mano se acercó al lugar más escondido del santuario, allí donde ardía ese fuego que nunca debía apagarse. Después de las oraciones y de hacer que Julia aspirara el humo de un pebetero que estaba al pie del altar, la vestal le hizo preguntas que ella no quería contestar. El secreto que compartía con su padre la quemaba por dentro... Esa noche volvió a soñar con sus brazos convertidos en hoguera.
Cuando llegó a Touriñán lo encontró todo según lo recordaba y por un momento volvió a ser Anita, bajando por los riscos rodeada de gaviotas detrás de papá. Sintió de nuevo sus manos, como espuma trepando por sus muslos y el recuerdo le dio náuseas. La niebla se iba disipando poco a poco y le hubiera gustado que al abrir la urna y echar las cenizas al mar, un rayo de sol se hubiera asomado entre las nubes, pero no fue así. “Niña, no seas novelera, siempre has tenido tendencia a las fantasías. Hasta esta tarde no abrirá el día, ya sabes como es aquí el tiempo”. Una ráfaga de viento del oeste le llenó los ojos de recuerdos calcinados. Después, por primera vez en mucho tiempo, Ana pudo llorar. De pie frente al Océano, rompió la bolsa de lágrimas que llevaba dentro y cuando ya no le quedaba ni una sola, buscó ese agujero oscuro y le pareció que, quizá, se había hecho algo más pequeño.
No tenía prisa por volver, recordó que allí cerca había una playa inmensa en la que las viejas de la aldea decían que se juntaban los fantasmas de los ahogados en los naufragios, para contarse su última hazaña contra el mar. No le costó trabajo encontrarla. Detrás de un arenal donde crecían las azucenas marinas, la niebla inventaba espejismos de seres vestidos de blanco que guardaban en bolsas las últimas galletas de chapapote.
Julia enseguida se acostumbró a la vida en el templo. Las oraciones, las ofrendas, las vigilias custodiando la Gran Hoguera Sagrada. El fuego la seguía atemorizando, pero la sonrisa de la diosa la calmaba por dentro, le daba ánimo y fortaleza. Y poco a poco fue olvidando los bruscos despertares a medianoche, el olor a sudor y a vino, la presión viscosa en su piel.
A veces echaba de menos a su madre y a sus hermanas, pero la amistad de las otras novicias la consolaba en los momentos en que la añoranza le ponía nudos en el pecho.
Era verdad que la tarde se había hecho azul y apacible. Comió una manzana que llevaba en el bolso y pensó que estaba demasiado lejos y demasiado cansada para llegar a dormir a Madrid. No quería volver a casa, no todavía. Siempre había pensado que cuando su padre muriera, tendría fuerzas para contárselo todo a Francisco, pero ahora no estaba tan segura. Sentía miedo, vergüenza y odio hacia sí misma. El agujero seguía mordiéndola por dentro. Conduciría hasta Santiago, buscaría un hotel y llamaría a casa. Mañana o pasado volvería. Esta noche era el solsticio de verano... La noche de San Juan.
Otra vez imágenes del pasado. Ana con diez años quemando sus muñecas en la hoguera entre los gritos horrorizados de su madre y la sonrisa cómplice de su padre. Y un recuerdo confuso y mucho más antiguo del que no identificaba el origen. Otra hoguera ante la que una mujer con el pelo muy corto y la cabeza cubierta por un velo blanco, invoca a una diosa aspirando el humo que sale de un pebetero.
Una tarde, poco antes de los ritos del crepúsculo, se oye un gran revuelo entre las doncellas. Una de las vestales más jóvenes no aparece y algunas malintencionadas cuchichean que la vieron abrazando a un hombre que la esperaba detrás del templo. Cuando regresa, ya de madrugada, es conducida ante la Gran Sacerdotisa. Después de varias horas a solas con ella, las dos salen con la cara demudada por la pena. Le ordenan confinarse en su cuarto. Después de las ofrendas del mediodía, las vírgenes son convocadas en la gran sala circular. Si hay algo más grave que dejar que se apague el Fuego Sagrado, es dejar que el fuego del deseo abrase las entrañas y permita que se rompa la promesa de castidad realizada a la diosa. Vesta, que ve en los corazones y en los cuerpos de sus servidoras, no permite que ninguna de ellas sea mancillada. Todas conocen el castigo. La culpable será enterrada viva antes de la luna nueva y su familia humillada públicamente.
Ana lleva conduciendo toda la tarde por carreteras estrechas y llenas de curvas y la desviación hacia Santiago tendría de haber aparecido hace rato. La intensidad del día le pesa en los párpados y en los brazos. Con la noche azuzándola y cuando ya está convencida de haberse perdido, cree ver el resplandor de una hoguera. Oye música y supone que los habitantes de algún pueblo vecino están celebrando la Noche de San Juan. Agotada y hambrienta para el coche en una cuneta y se acerca para estirar las piernas y quizá con la esperanza de que alguien le ofrezca un trozo de empanada y un vaso de vino.
Esa noche se celebra el Solsticio de Verano. Es el cumpleaños de Julia y también el aniversario de su compromiso con la diosa. Ella tendrá el honor de conducir la Vigilia nocturna y los ritos extraordinarios en honor del sol.
El pecado de la novicia ha sido muy grave y de alguna manera ha hecho recaer la sospecha sobre todas las demás. La Gran Sacerdotisa participará en las ceremonias y después se encerrará a solas con cada una de las vestales para investigar sobre su virtud.
Julia está aterrorizada. En su interior, un oscuro agujero vacío le muerde las entrañas.
Al acercarse al claro del bosque, Ana siente una rara sensación. La música no es la que se oiría en una romería de Galicia, sino más bien un sonido de flautas sin una melodía concreta y unas voces de mujer que la envuelven en una extraña paz. Imagina que está soñando o que el hambre y la noche le juegan una mala pasada. Como atraída por un imán sigue esas voces hasta descubrir una gran hoguera cuyo resplandor tiñe de rojo las caras de una docena de mujeres que, vestidas con túnicas y con la cabeza cubierta por un velo transparente, invocan la imagen de una diosa de mármol entronizada en un altar situado detrás de la hoguera. Un humo azul fuertemente aromatizado difumina los contornos, pero Ana puede ver la cara de la que parece conducir los cánticos. Es una muchacha muy joven, apenas una niña de once o doce años con el pelo muy corto. Su imagen le resulta familiar.
En un momento de la ceremonia, al sonido de las flautas se incorpora el ritmo de unos grandes panderos sin sonajas, que poco a poco se va haciendo cada vez más rápido. Los cuerpos de las vestales comienzan a moverse con ese nuevo ritmo, suavemente al principio, con más rapidez a medida que la música va creciendo. Julia deja de cantar y comienza a bailar alrededor del fuego. Brazos, cintura, cadera y piernas ondulando como llamas que se elevan hacia lo alto. Su danza se vuelve tan violenta que parece estar en trance, en un espacio distinto perdido en mitad de un imperio, en mitad de un bosque o en mitad de una herida.
En uno de los giros de la danza, con un salto limpio y perfectamente medido, se lanza al centro de la hoguera. Ana no puede impedir que un grito, que es casi como el aullido de una fiera, emerja desde el fondo de su vientre, del centro mismo de ese agujero negro y vacío que la habita desde la primera vez que jugó con su padre a ese juego secreto que la dejaba enfurecida y confusa.
Cuando Ana despertó acurrucada al pie de un árbol, tenía el pelo húmedo y la ropa le olía a humo. Junto a ella, apenas unas brasas recordaban que horas antes allí había ardido una hoguera. No sabía muy bien que había pasado, pero se sentía tranquila, redimida. En sus manos un velo de gasa blanca y en su vientre, la ausencia del vacío.
jueves, 8 de mayo de 2008
Algo inesperado.
Aquel día, Antonio Melindres sale del trabajo a su hora habitual, arrastrando desde el ascensor una encarnizada lucha con la cremallera rota de su chaqueta, cuando ve que el autobús que debe coger parece llevar demasiada prisa como para querer esperarle. No volverá a pasar otro hasta media hora más tarde y eso trastoca cualquier plan por llegar a tiempo. Así que, temiendo un poco de retraso en su hora de cenar, alza la mano en la calle para parar un taxi. Allí, repasa mentalmente su llegada a casa. Colgará la chaqueta en el perchero, se quitará los zapatos y los dejará en el zapatero. Descalzo, contará las doce baldosas que le separan del baño donde se lavará las manos dando siete vueltas a la pastilla de jabón. Una vez tenga las manos absolutamente secas, volverá a contar baldosas hasta llegar a la cocina donde cenará y recogerá todo antes de dirigirse al salón. Allí, quizá vea la tele durante media hora para luego apagarla y leer un rato, mientras espera a que el sueño venga a visitarle.
Al llegar a su casa comienza la ineludible liturgia. Cuelga la chaqueta cuidadosamente en el perchero, se quita con lentitud los zapatos y los coloca en el zapatero. Descalzo, comienza a contar las doce baldosas que le llevan hasta el baño. Y es al llegar a la última baldosa, cubierta por entera de un agua amarillenta, cuando suspira horrorizado. La tubería del baño ha debido pensar que hacía ya meses que tenía que haber salido de esa pared enmohecida y ha resuelto hacerlo precisamente ese día en que la chica que limpia en casa ha decidido tomarse el día libre en compensación por todas las horas extras impagadas. Antonio no tiene más remedio que limpiar escrupulosamente todo aquel desorden. Cuando ha acabado, le queda ya menos tiempo que ganas de prepararse la cena y decide ir directamente hacia el salón. Abre el libro que tiene en la mesita e intenta serenarse un poco concentrándose en su historia. Aún no ha pasado de la primera página cuando, de pronto, un sonido procedente de la casa de al lado, no por breve menos rotundo, se le cruza en la lectura. Con el ruido aún en su cabeza y el corazón descentrado, se dirige hacia el pasillo. Camina despacio, intenta creerse sereno. Se coloca sus zapatos y se pone su chaqueta.
La puerta de su vecino está abierta y Antonio entra. En el perchero, alguien ha tirado una chaqueta y hay un zapato en medio del pasillo justo a un metro de su pareja, que está en raro equilibrio sobre una cómoda de Ikea, curiosa y exactamente, igual a la suya. Es extraño el parecido que hay entre las casas de un mismo edificio, casi se diría que es la misma casa si no fuera por la disposición contraria del piso. Intuye que el salón debe quedar al fondo. Antonio anda nervioso y se siente enrarecido, tan alejado de sus rutinas. Por un instante piensa que debería regresar y olvidar toda esta aventura, pero le puede la curiosidad y una desconocida euforia le empuja, inevitable, hacia el salón de la casa. Lo que allí ve acaba por hacerle perder la cabeza. Su vecino, apenas metro y medio de estatura, está sentado en el sillón. El pequeño mechón blanco que tiene en el pelo contrasta con la sangre roja que aún continúa saliendo del agujero negro que tiene en la frente.
Mientras corre, casi resbala al pisar una baldosa cubierta de un líquido amarillento que parece escaparse del baño. Al entrar en su casa ni siquiera se preocupa en cerrar la puerta, se quita la chaqueta, la deja sin colgar sobre el perchero, se quita los zapatos, que caen donde pueden por el pasillo, y al llegar al salón se acerca a la cómoda y abre uno de los cajones antes de dejarse caer en el sillón. Y aún con la respiración acelerada, mira la pistola que ahora sostiene en su mano, que dos segundos después deja escapar un sonido, no por breve menos rotundo.
jueves, 1 de mayo de 2008
Soledad.
- Se nos ha muerto –fue lo que dijo, frotándose las manos.
- Sí, se nos ha muerto –le respondió Marta finalmente, incapaz de soltar la mano de Sonia, que miraba el cuerpo inmóvil de su hermano.
- ¿Alguien quiere decir algo? –sólo las gotas, golpeándolo todo, respondieron a Roberto- Bueno, pues llegados a este punto, lo mejor será que empecemos a pensar en qué hacemos con él.
Esto fue lo último que se dijeron. Después, con la distraída concentración que da el silencio, trataron de agarrar entre los tres el cuerpo impávido de Carlos. Marta y Sonia acecharon sendos brazos mientras Roberto bajaba para sujetarle de los pies. Lo hicieron despacio y sin mirarse, como el que no quiere despertar a un muerto. Pero fueron incapaces. Porque en ese momento sucedió algo increíble y comprendieron que estaban solos. Supieron entonces que, a partir de ese momento, serían, de una forma eterna e irremediable, solamente ellos.
A las cinco de la mañana, las pastillas dejan de hacer su efecto y el corazón de Marta vuelve a despertarla con esos terribles golpes que, rápidos e intermitentes, parecen decirle a su respiración “cógemecógemecógeme…”. Su pelo negro, en mechones, recoge todo el sudor de la pesadilla y se le adhiere a la piel como intentando sujetarla. Marta estira la mano y una bola de luz envuelve en naranja gran parte de la habitación. La gata, tan acostumbrada está a aquellos sobresaltos, ni siquiera levanta la cabeza y continúa dormida a los pies de la cama. Al lado, como esperando turno o pidiendo orden, está su maleta abierta. En apenas cinco horas debe estar en el aeropuerto. Allí se reunirá con los demás. Marta llora de rabia. Sabe que no volverá a conciliar el sueño, y luego el viaje en avión. Doce horas para la primera escala y después otras siete más. Tampoco allí conseguirá descansar. Para cuando pueda hacerlo, tendrá el cuerpo tan revolcado que seguramente volverán a su cabeza aquellas horribles pesadillas. Un arrebato le hace incorporarse, y siente que la rabia da paso al odio. Odia a Carlos por convencerla de aquel estúpido viaje pero se odia aún más a si misma por tener todavía ganas. No acaba de acostumbrarse a aquella soledad, tantos recuerdos en esa casa no ayudan. Enciende la tele, sólo por sentir como le agarra alguna voz cercana. Sencillamente no puede estar sola.
A Sonia le encanta la lluvia. El día que murió su padre, también llovía. Llovía tanto que su madre, sentada junto a la ventana de aquel hospital, rompió a llorar. Y ese fue el primer día que la vio hacerlo de aquellas 16 semanas que estuvieron junto a él. La enfermedad resultó ser un macabro espectáculo de las cosas que dejan de existir, que las dejó clavadas en su particular butaca devorando igualmente sus vidas, sus palabras, sus lágrimas. Nunca antes la había visto llorar así y entonces Sonia lloró también con ella. La abrazó fuerte, deseaba que sus lágrimas fueran además las suyas y miró hacia la ventana. No quería que dejase de llover. Más fuerte, más fuerte. Y así se quedaron, llorando juntas la pérdida de su padre. Pero Sonia sabía que era también por la pérdida de tanto tiempo, de tantas emociones. Al año siguiente, su madre se dejó morir, tan de repente y suave que a Sonia sólo le quedo el consuelo de aceptarlo con la misma lucidez de aquella espléndida mañana en que lo hizo. Pero hoy llueve y a Sonia le encanta la lluvia. Con ella se le abre una grieta por donde escapa su soledad, y se siente viva. Suena el telefonillo. Su hermano Carlos, tan exacto, tan real, tan palpable, siempre.
En el hangar, Roberto mira el reloj. Continúa lloviendo. No es la primera vez que viaja con tan mal tiempo. Un operario le entrega las hojas de ruta. Ante él, doce horas de vuelo para dejar a Carlos y a Marta listos para enganchar su siguiente avión. Hacer este tipo de viajes fuera de los trayectos comerciales, cuando un amigo se lo pide, le hace olvidar tantas horas de vuelo a sus espaldas. Además, Carlos le ha jurado unas cien veces a Roberto que convencerá a su hermana Sonia para que le haga compañía a la vuelta. Recuerda la última vez que la vio. No supo muy bien qué decirle y todo quedó en un “sé fuerte, no estás sola. Te llamaré cada vez que esté por aquí”. Jamás la llamó y, cada vez que en una de sus rutas se acercaba a la ciudad, sentía un hueco vacío en el estómago que al final él llenaba con alguna de las auxiliares de vuelo, que ni siquiera sabían que allí estaba, de haberlo elegido, el hogar que nunca tuvo. Los nervios le frotan las manos. Es su forma de espantar los pensamientos y olvidar que está sólo.
Carlos siente la espalda dolorida y la cabeza confusa. Y frío, y viento, y un calor intermitente que huele a humo, a gasolina, a plástico y campo quemado. Se incorpora despacio. La lluvia comienza a empaparle. A Sonia le encanta la lluvia, piensa. Luego se duele de un brazo y, al levantarlo, cientos de puntitos del color de su piel se van dibujando en él y resbalan arrastrando el rojo intenso que lo cubre. Y otra vez el viento le trae ese olor, distinto esta vez, como a barbacoa en un parking. Una neblina de ceniza y polvo apenas le deja ver unas pequeñas hogueras dispuestas de forma aleatoria a su alrededor. Recuerda a Marta a su lado. Justo donde ahora hay trozos de hierro y una maleta abierta y papeles mojados formado una especie de camino y, más allá, otra de esas hogueras y un árbol partido y una mano, sólo una mano. Su dueña le aparece de golpe, unos pocos metros más adelante, justo donde los elementos de la catástrofe se le hacen ahora evidentes. Y se obliga a luchar, a agarrarse a algo entre los cadáveres incinerados, restos de fuselaje y muelles vistos de los asientos esparcidos en aquella insuperable soledad. De repente sabe que no hay vuelta atrás. Ya no hay arreglo. En un desesperado intento de aferrarse al pasado, Carlos llama a Marta, a Sonia, a Roberto. Aunque hace rato que sabe muy bien de quienes son los cuerpos quemados que le rodean. Se deja caer y allí tirado desea ser él el muerto, que le cojan bien fuerte de los hombros, de los pies y se lo lleven de allí. A él, y a esa maldita soledad.