Donde se cuenta, en pasado, presente y futuro cómo Auguste Denatrier se percató de aquella gran tubería en Ciudad Capital y decide atravesarla, provocando una serie de acontecimientos que cambiará sustancialmente su vida, para siempre.
No tendré dinero ni ropa y, a juzgar por lo que mis ojos alcanzarán a ver, ni siquiera a nadie en al menos setecientos metros a la redonda de aquel cerro abandonado. Por no tener, no tendré ni puta idea de dónde voy a encontrarme. Sólo un tremendo dolor de cabeza y un bulto del tamaño de Arizona justo en medio de la frente. Lo único que podré hacer será intentar recordar cómo demonios habré llegado hasta allí… y buscar unos puñeteros pantalones.
-Maldita tubería –será lo primero que diré-. Auguste, eres un imbécil –lo segundo.
Aquel que miraba con los ojos de la prisa, tan solo dejaba a su paso una enorme estructura cilíndrica de hormigón incrustada en aquel edificio. Pero aquellos que aún conservan el tiempo incluso para recordar, hablan de un portal que invitaba a descorrer su telón de sombras y entrar a descubrir qué se escondía tras el umbral desconcertante de aquella nada. La experiencia, comentan estos audaces, aunque en un principio pudiera resultar excéntrica, transcendía más allá del simple atrevimiento y, supongo que, por aquello de lo desconocido, el intento se hacía menos osado, quizá más soportable. En cualquier caso, irrepetible.
Y es que calificar de osadía el simple hecho de pararse a mirar aquella instalación no era algo exagerado en una ciudad empeñada, con su ritmo, en que las cosas pasasen desapercibidas. Cualquiera que hubiera estado en aquella metrópoli podía contarte que cada uno de los elementos que la formaban parecía estar disparatadamente ordenado en el lugar que le correspondía. Todo, absolutamente todo, ofrecía la inequívoca sensación de gozar de un lugar inalterable, permitiendo a sus habitantes, que se contaban por miles, ignorar su magnifico aspecto y activar su bullicio de forma acelerada, como asumiendo que vivir era formar parte de un caótico plan preestablecido. Ni siquiera la permanente y masiva llegada de gentes procedentes de todo el planeta la alteraba lo más mínimo. Ciudad Capital obsequiaba a cada nuevo visitante con la creencia de haber estado allí antes y la inmediata tranquilidad de una integración precipitada. Nadie esperaba más de sus vidas que resolver el paso siguiente.
Nadie excepto yo, aquel de la mesa número diecinueve de mi querido “Petit Bistró” que, bendecido con la maldición del pensamiento pausado en esta alocada ciudad estoy condenado a la soledad durante casi todo el día. Sólo me queda observarlos a todos tratando de buscar un sentido correcto a este desorden implacable; más bien luchando por no contagiarme de un caos inevitable. Porque a mí, esta ciudad me parece cada vez más aburrida, e incluso parado esta mañana frente al espejo del baño he notado esa mirada dolorida del que comienza a asumir que no entiende nada. Si no fuera por esos momentos en que me permito observar…
Mi vida no es gran cosa. Tengo una casa decente, una vida hecha a mi mismo y según los pocos amigos a los que me da tiempo a ver, un gusto desafinado e inoportuno para las mujeres. Me dedico a vender enciclopedias baratas de casa en casa. No me da mucho dinero pero es mejor que pasarme el día entero en casa viendo páginas guarras por Internet. El negocio es de Gerome, un viejo compañero de colegio que ha logrado hacerse con una pequeña fortuna gracias a todo ese rollo enciclopédico. Gerome me llamó un día y me dijo que necesitaba salir de casa. Yo le dije que lo que necesitaba era una mujer.
-Le veo nervioso, Auguste, ¿quiere que le traiga la cuenta?
Quien ha interrumpido este breve repaso por mi vida es Ángel, camarero y detector infalible de inquietudes. Aunque soy persona que prefiere analizar calmadamente las cosas antes que acelerarme de forma precipitada, lo cierto es que hoy algo me tiene bien intranquilo. No puedo esconder la impaciencia por salir de este lugar. Y es que no hace ni cuatro horas que la he visto, y el hecho mismo ya me tiene loco desde entonces.
No era fácil acceder hasta allí y, verdaderamente, hacía falta algo más que curiosidad para lograr encontrárselo. Por eso a Auguste, en ese empeño por fingir, como siempre, saber hacia donde iba, no le costó mucho dejarse arrastrar por aquel culillo respingón, que se le cruzó de pronto como si quisiera hablarle, hasta un callejón a dos manzanas de allí. Ni el culillo ni su dueña pronunciaron palabra alguna y, para mantener ese “como-si-quisiera”, Auguste se escondió tras un contenedor de basura, por eso, la chica no pudo verle cuando miró hacia atrás justo antes de entrar en aquel gran agujero negro que, al final del callejón, desafiaba con su enorme grito silencioso la inscripción de “no hay salida”. Y esto es todo lo que él sabía.
Lo que aún no sabe Auguste, todavía en el Bistró, es que volverá al callejón por donde vio desaparecer a aquella chica y, estampada en la pared, la verá otra vez: esa enorme tubería. Y con la confianza que le dará el saber que no va a entender más aquí fuera que allí dentro, entrará. Una vez cruzada la primera oscuridad, aquella cavidad parecerá querer coger los colores contrarios de los del exterior, le estampará su olor a rata muerta y tirando la vista hacia el fondo, como un viejo trasto abandonado, una luz será, porque mirándola bien, suponer que estará desencadenará sencillamente, en la cabeza de cualquiera que lo haga, un hipérbaton.
Esa luz me tensa los brazos, convierte mi respiración en algo más profundo y me transforma por entero en algo parecido a un nervio. En este punto, la curiosidad se me excita tanto que vuelvo a sentir ese efecto “como-si-quisiera”. Siempre supe que aquella ciudad recompensaría algún día mis cuidadas observaciones. Cómo no premiar a quién agradece un ser más allá de un estar. Y siento que aquella ciudad es como una madre orgullosa descubriendo que su hijo es quién siempre ha deseado.
Al llegar a aquella luz, podrá ver cómo, y esto sólo durará un instante, dos hombres y una mujer se le acercarán a recibirle con un golpe en la cabeza.
Auguste nota como el golpe le muestra una multitud de percepciones distintas. Una fascinante sensación de sentir mezclarse pasado, presente y futuro e incluso un ir y venir de sí mismo. Cuando despierta, no tiene dinero, ni ropa y ni puta idea de donde se encuentra. “Maldita tubería” es lo primero que dice. “Auguste, eres un imbécil”, lo segundo.
No tendré dinero ni ropa y, a juzgar por lo que mis ojos alcanzarán a ver, ni siquiera a nadie en al menos setecientos metros a la redonda de aquel cerro abandonado. Por no tener, no tendré ni puta idea de dónde voy a encontrarme. Sólo un tremendo dolor de cabeza y un bulto del tamaño de Arizona justo en medio de la frente. Lo único que podré hacer será intentar recordar cómo demonios habré llegado hasta allí… y buscar unos puñeteros pantalones.
-Maldita tubería –será lo primero que diré-. Auguste, eres un imbécil –lo segundo.
Aquel que miraba con los ojos de la prisa, tan solo dejaba a su paso una enorme estructura cilíndrica de hormigón incrustada en aquel edificio. Pero aquellos que aún conservan el tiempo incluso para recordar, hablan de un portal que invitaba a descorrer su telón de sombras y entrar a descubrir qué se escondía tras el umbral desconcertante de aquella nada. La experiencia, comentan estos audaces, aunque en un principio pudiera resultar excéntrica, transcendía más allá del simple atrevimiento y, supongo que, por aquello de lo desconocido, el intento se hacía menos osado, quizá más soportable. En cualquier caso, irrepetible.
Y es que calificar de osadía el simple hecho de pararse a mirar aquella instalación no era algo exagerado en una ciudad empeñada, con su ritmo, en que las cosas pasasen desapercibidas. Cualquiera que hubiera estado en aquella metrópoli podía contarte que cada uno de los elementos que la formaban parecía estar disparatadamente ordenado en el lugar que le correspondía. Todo, absolutamente todo, ofrecía la inequívoca sensación de gozar de un lugar inalterable, permitiendo a sus habitantes, que se contaban por miles, ignorar su magnifico aspecto y activar su bullicio de forma acelerada, como asumiendo que vivir era formar parte de un caótico plan preestablecido. Ni siquiera la permanente y masiva llegada de gentes procedentes de todo el planeta la alteraba lo más mínimo. Ciudad Capital obsequiaba a cada nuevo visitante con la creencia de haber estado allí antes y la inmediata tranquilidad de una integración precipitada. Nadie esperaba más de sus vidas que resolver el paso siguiente.
Nadie excepto yo, aquel de la mesa número diecinueve de mi querido “Petit Bistró” que, bendecido con la maldición del pensamiento pausado en esta alocada ciudad estoy condenado a la soledad durante casi todo el día. Sólo me queda observarlos a todos tratando de buscar un sentido correcto a este desorden implacable; más bien luchando por no contagiarme de un caos inevitable. Porque a mí, esta ciudad me parece cada vez más aburrida, e incluso parado esta mañana frente al espejo del baño he notado esa mirada dolorida del que comienza a asumir que no entiende nada. Si no fuera por esos momentos en que me permito observar…
Mi vida no es gran cosa. Tengo una casa decente, una vida hecha a mi mismo y según los pocos amigos a los que me da tiempo a ver, un gusto desafinado e inoportuno para las mujeres. Me dedico a vender enciclopedias baratas de casa en casa. No me da mucho dinero pero es mejor que pasarme el día entero en casa viendo páginas guarras por Internet. El negocio es de Gerome, un viejo compañero de colegio que ha logrado hacerse con una pequeña fortuna gracias a todo ese rollo enciclopédico. Gerome me llamó un día y me dijo que necesitaba salir de casa. Yo le dije que lo que necesitaba era una mujer.
-Le veo nervioso, Auguste, ¿quiere que le traiga la cuenta?
Quien ha interrumpido este breve repaso por mi vida es Ángel, camarero y detector infalible de inquietudes. Aunque soy persona que prefiere analizar calmadamente las cosas antes que acelerarme de forma precipitada, lo cierto es que hoy algo me tiene bien intranquilo. No puedo esconder la impaciencia por salir de este lugar. Y es que no hace ni cuatro horas que la he visto, y el hecho mismo ya me tiene loco desde entonces.
No era fácil acceder hasta allí y, verdaderamente, hacía falta algo más que curiosidad para lograr encontrárselo. Por eso a Auguste, en ese empeño por fingir, como siempre, saber hacia donde iba, no le costó mucho dejarse arrastrar por aquel culillo respingón, que se le cruzó de pronto como si quisiera hablarle, hasta un callejón a dos manzanas de allí. Ni el culillo ni su dueña pronunciaron palabra alguna y, para mantener ese “como-si-quisiera”, Auguste se escondió tras un contenedor de basura, por eso, la chica no pudo verle cuando miró hacia atrás justo antes de entrar en aquel gran agujero negro que, al final del callejón, desafiaba con su enorme grito silencioso la inscripción de “no hay salida”. Y esto es todo lo que él sabía.
Lo que aún no sabe Auguste, todavía en el Bistró, es que volverá al callejón por donde vio desaparecer a aquella chica y, estampada en la pared, la verá otra vez: esa enorme tubería. Y con la confianza que le dará el saber que no va a entender más aquí fuera que allí dentro, entrará. Una vez cruzada la primera oscuridad, aquella cavidad parecerá querer coger los colores contrarios de los del exterior, le estampará su olor a rata muerta y tirando la vista hacia el fondo, como un viejo trasto abandonado, una luz será, porque mirándola bien, suponer que estará desencadenará sencillamente, en la cabeza de cualquiera que lo haga, un hipérbaton.
Esa luz me tensa los brazos, convierte mi respiración en algo más profundo y me transforma por entero en algo parecido a un nervio. En este punto, la curiosidad se me excita tanto que vuelvo a sentir ese efecto “como-si-quisiera”. Siempre supe que aquella ciudad recompensaría algún día mis cuidadas observaciones. Cómo no premiar a quién agradece un ser más allá de un estar. Y siento que aquella ciudad es como una madre orgullosa descubriendo que su hijo es quién siempre ha deseado.
Al llegar a aquella luz, podrá ver cómo, y esto sólo durará un instante, dos hombres y una mujer se le acercarán a recibirle con un golpe en la cabeza.
Auguste nota como el golpe le muestra una multitud de percepciones distintas. Una fascinante sensación de sentir mezclarse pasado, presente y futuro e incluso un ir y venir de sí mismo. Cuando despierta, no tiene dinero, ni ropa y ni puta idea de donde se encuentra. “Maldita tubería” es lo primero que dice. “Auguste, eres un imbécil”, lo segundo.
Todavía Auguste recuerda aquel lugar. Cuando esto sucede, inmediatamente acelera su ritmo y procura no pararse a pensar en ello. Porque, en esta ciudad, aunque las cosas siguen marchando como pueden y les dejan, Auguste necesita llevar una vida apresurada y a su curiosidad arruinada, le es imposible ya caminar derecha. Ahora todo le es más previsible, tal vez por eso, menos fascinante.
1 comentario:
Me estaba haciendo la dura, pero claudico: por favor, por favor, por favor, DECÓRAME A MÍ TAMBIÉN!!!. Andrea.
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