jueves, 13 de marzo de 2008

La mano.

Agarro su mano. La agarro fuerte. Y, al igual que sus ojos, su mano no me suelta. Le he hecho una promesa, una más, pero creo que ésta última no voy a poder cumplirla.

Separó su brazo del mío para llamar con él al camarero. Había prometido quedarme con ella si me invitaba a una copa, y ella prometió decirme su nombre si yo no hacía más preguntas. Las chicas que prometen cosas no son de fiar, cariño. Y el camarero que llegaba. Ponnos una copa, Carlos, y prométele que volveré del baño. Se levantó y me lanzó un beso y reconocí cada uno de aquellos ojos que abandonando sus mesas se lanzaban al camino firme que iba dibujando su culo. Y allí en la puerta del baño, un portazo cegador. Ahora todo era eterno, un tiempo más que razonable para divagar. La llamaban la calle del amor, aunque ella sola era capaz de decirte que existían allí todos los locales necesarios para encontrar a una mujer e invitarla a una cerveza, una cena y una copa antes de llevártela a casa, aunque no necesariamente en ese orden. Yo sólo quería agarrar a una tía, y por qué no, prometerle cosas, esas cosas con las que jugar un poco. En el fondo es buena chica, amigo, pero nunca te dirá su nombre. A éstas las invito yo. Y antes de que contestara, Carlos movió sus dos cejas y me hizo mirar hacia el baño. Las líneas de las baldosas se intercalaban con sus pasos. Y ella, al llegar a mi lado dijo, sácame de aquí y no preguntes.

Cada tarde, frente al espejo prometo escapar de esta vida e imagino otra distinta que se dibuja allí mismo. Aquí, ella no tiene nombre y me habla, a su manera. De vez en cuando, me mira en una pausa alargada, asiente y parece que en su mirada se abre una grieta por donde comienza a expulsar todo aquel amasijo de ideas estancadas en su cabeza, atrapadas, enfangándole la vida.

La agarré con dos borrachos a la puerta del local. Un silbido, unas miradas y dos palabras mal puestas. Y otra vez fue esa mano la que volvió a soltar mi brazo e hizo parar a un taxi. Dije el nombre de una calle y la tangana acabó. Los tenía controlados. Los tenías controlados. Me plantó un beso en la boca, de esos que cuando te enganchan te hacen recordar tu vida. Se detuvo en los catorce años y me miró y yo la miré. Tal vez porque no dije nada volvió a besarme en la boca. Y cuando el taxi paró, tenía treinta cuatro años, las palabras enganchadas y su mano bien sujeta. Aún no me has dicho tu nombre. No vuelvas a preguntarme, ¿es aquí donde vives? Súbeme antes de que me arrepienta. Ella dejó caer su abrigo en el sofá del salón. Y aquí también las baldosas volvían a tener esas líneas con que intercalar sus pasos. ¿Cómo se llamaba ella? En la habitación tienes un baño, ¿quieres tomar algo? Sigues con tus preguntas. Y en tan sólo un parpadeo se le cayó su vestido.

Cada tarde, frente al espejo, ella me mira a los ojos, entiende, siente, comprendo. Reconozco ese boceto inacabado que con el tiempo pierde su fuerza, su intención, su voz, e incapaz de completarse, se va eliminando a si mismo.

Tenía un cuerpo perfecto, de esos que al comenzar a mirarlo descartan cualquier preámbulo. Podía haberlo dicho todo pero no me salió nada. Sólo una respiración profunda que, para intentar calmarla, dejé caer sobre su cuello. Desde allí fui resbalando con la ayuda de sus manos. No sé si miro hacia arriba. Yo sí que miré hacia abajo y apretando mi nariz en ella, me agaché, la respiré hondo y me arrebaté la camisa. Después le regalé el tiempo para tirar de sus bragas. Ella cerró sus dos manos queriendo arrancarme el pelo. Y mis labios se iban mojando con la prisa del deseo. Sus piernas se le doblaron mientras se me erizaba el sexo. Quise que no se moviera y con las manos abiertas apreté fuerte sus nalgas, casi hasta reventarlas. Para respirarla cerca, para que en mi boca entrara el férreo sabor de su coño. No me sueltes, Pablo. Prométemelo. No me sueltes. No lo haré. Te lo prometo. No quiso que yo siguiera y me empujó hasta que caí al suelo. Y como un animal sediento se lanzó entre mis dos piernas. Una mano me apretaba el pecho, la otra se cerró en mi polla como marcándose un límite para el tacto de sus labios. ¿Vas a decirme tu nombre? Ella sólo levantó la cara y no sé qué es lo que dijo porque en ese mismo instante subió un calor por mis piernas y otro bajó por mi espalda tan rápido que al encontrarse me tensaron todo el cuerpo y hallaron el lugar perfecto para escapar y abrazarse sobre aquel rostro sin nombre. Cuando ella salió del baño yo fumaba en la ventana. Se acercó, y sin decirme nada, me cogió fuerte del brazo. Cuanto te debo, le dije.

Cada tarde, frente al espejo, antes de ir al local, me libero de este encierro, que es como una tara que me impide expresarme, un lugar común que, lejos de definirme, me va ensuciando hasta casi borrarme. Aquí, me liberan los silencios. Aquí no es necesario gritar para entenderme. Aquí se van todas estas manchas, esas que la vida te pega al cuerpo como queriendo anularte. Aquí soy capaz de limpiarlas con mis alas, llenas de plumas falsas, hasta deshacerlas y son sus silencios los que entre lágrimas me dicen que moriré en el suelo, con el cuerpo bien pegadito a la tierra, a mi tierra. Esa que dejé atrás y que tan a menudo sueño, extendiendo un camino desde mi corazón hasta el cerebro y que, de nuevo, me lleva a ver todas las cosas que fueron, mis cosas. Cada tarde, estiro mi mano para intentar tocarme y acordarme de mi nombre. Cuanto te debo, me dice. La imagen es clara ahora.

Agarro su mano. La agarro fuerte. Le he hecho una promesa, una más, pero sé que ésta última no voy a poder cumplirla. Tampoco ella cumple la suya. Y mientras cae al vacío, no puedo gritar su nombre.

No hay comentarios: