VIDA INTERIOR
Observa tu monólogo interior. Eso me ha dicho mi psiquiatra. Observa, escribe y luego lo hablamos. Ya, eso es lo que él quisiera, enterarse de todo lo que pasa por mi cabeza. A veces pienso que si pudiera me insertaría un microchip en el cerebro para conocer hasta la más pequeña y tonta idea que se me ocurre. Ese hombre es un enfermo. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Creo que no ha sido buena idea sentarse en este banco. Se me han dormido las piernas. Cuando la luz se va, este parque se llena de gente rara. Bueno, volvamos a lo del monólogo interior, ¿O me dijo diálogo interior? En mi caso creo que es un diálogo a varias voces, a veces demasiadas, y nunca callan. Una me regaña, otra me anima, otra me pregunta, pero casi nunca hay respuestas. “¡Qué lastima pero adiós! Me despido de ti y me voy”. ¡Que horror, llevo todo el día con la dichosa cancioncita metida en la cabeza! Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Ahora comienza la hora de los perros. Los amos, (odio esa palabra, si yo tuviera un perro nunca seria su amo) se congregan en la placeta de la fuente, mientras los chuchos se dedican a olisquearse, a correr y a saltar unos por encima de los otros. Si yo tuviera un perro no me quedaría en la placeta de la fuente, no. Correría, olisquearía y saltaría, aunque los amos me mirasen y pensaran que soy gente rara. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Yo no tengo perro. De pequeño tuve una gata, una de esas gatitas de tres colores, con un antifaz negro en los ojos y un lunar cerca de la boca. ¡Mi gata Ofelia! Estaba un poco loca. A veces le daban una especie de ataques de actividad y se ponía a correr por toda la casa, ¡Hasta se subía por las paredes! Por lo demás, era una gata buena, demasiado mimosa. ¡Fue una lástima, una mañana amaneció ahogada en la alberca del patio! Me gustaba verla dar un salto, sin apenas rozar el agua, cuando la lanzaba a la alberca para enseñarle a nadar. Un día quise ver como era con el pelo totalmente mojado. No me gustó. Parecía una rata enorme y desnuda. Me castigaron sin postre durante un mes y mi madre me miraba con cara de pánico ¡Qué lástima, pero adiós! Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. A mi sí que me gustaría saber que pasa por la mente retorcida de mi psiquiatra, cuando me dice eso de: ...”Ya, ya entiendo” y yo me doy cuenta de que no está entendiendo absolutamente nada. ¿Qué es eso que viene arrastrándose hacia mí? ¿Es un perro? Odio a los perros pequeños, me dan miedo. ¡Qué asco, se ha meado en el banco en el que estoy sentado! Ese chucho me ha mirado con los ojos de mi abuelo. ¡Me encantaba jugar a las cartas con mi abuelo! Él fue quien me enseñó. Nos pasábamos tardes enteras jugando al burro y al cinquillo. Pero él también se fue, no, no como la gata, él no se ahogó en la alberca. Una mañana se lo encontraron en la cama como un pajarito. Eso dijo mi madre “como un pajarito”. Pasó mucho tiempo antes de que yo entendiera que eso quería decir que se había muerto. Al principio pensé que se había convertido en un canario y daba saltos por las sábanas picoteando las migas del desayuno. Mi abuelo siempre desayunaba en la cama. Cuando yo era pequeño, creía que pasaban cosas así. Mi padre decía que yo era un niño raro. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Ya se han ido los de los perros, ahora empiezan a llegar los yonkis. También se juntan en la placeta de la fuente, un poco escondidos entre esos arbustos medio secos. El otro día, en aquellos bancos, se sentaron unos muchachos con tambores y estuvieron tocando durante horas. Al principio me gustaba, el ritmo se metía en mi cabeza y tapaba el ruido de las palabras que no cesan nunca ahí dentro. Al cabo de un tiempo, no sé, cinco minutos, diez horas, yo ya no lo podía soportar más y me acerque a ellos y les dije: ¡Parad ya de tocar esa mierda de tambores, me estáis volviendo loco! De momento pararon, pero uno de ellos se mosqueó y se puso chulo. Tuve que sacar la navaja de mi abuelo y le rajé la piel del tambor. Manó sangre, ¿te lo puedes creer? ¡Un tambor sangrante! Nunca había visto nada igual. A ellos también les sorprendió, porque mirándome con cara de pánico, cogieron el tambor en brazos y se lo llevaron corriendo. Me pareció incluso que gritaba. Puede ser que yo sea algo raro, porque por un momento vi como si el tambor tuviera piernas y brazos. De todas formas estaba oscureciendo y no se veía bien. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Mira, van llegando los yonkis. A veces pienso que me gustaría ser yonki. Se les ve tan unidos y tan en su mundo a la vez. Se buscan la vena y se quedan tirados. Un día hablé con uno y le pregunté en que pensaba cuando estaba colocado. “En nada, me dijo”. Eso me sorprendió. ¿Es posible no pensar en nada? Me dió envidia. Yo también quiero no pensar en nada. Pero me dan miedo las agujas. De pequeño me ponían muchas inyecciones y siempre me tenían que atar para que me dejara. No soporto que me aten. Durante la última crisis, cuando me llevaron al hospital, me pasé los primeros días atado a la cama. Creí que me iba a volver loco. La cabeza a mil por hora y el cuerpo quieto. No lo podía soportar. ¿Quién es ese que se acerca? Creo que estaba con el grupo de los arbustos. Algo le brilla en la mano. Es como una luciérnaga gigante. Antes de que el abuelo se convirtiera en canario, íbamos juntos las noches de primavera a coger luciérnagas. Él decía que las que brillaban era porque estaban enamoradas y así atraían a sus novias. Creo que el abuelo también era raro. Quizá esta luciérnaga que se acerca está enamorada de la que yo tengo en el bolsillo de la chaqueta. Voy a sacarla para que se conozcan... Ha gritado y mi mano se ha hundido en algo caliente y húmedo. La luciérnaga ha desaparecido. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. No sé que es lo que quiere mi psiquiatra que le cuente. ..
martes, 27 de febrero de 2007
VIDA INTERIOR
Etiquetas:
Paloma G. Poza
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