martes, 27 de febrero de 2007

VIDA INTERIOR

VIDA INTERIOR


Observa tu monólogo interior. Eso me ha dicho mi psiquiatra. Observa, escribe y luego lo hablamos. Ya, eso es lo que él quisiera, enterarse de todo lo que pasa por mi cabeza. A veces pienso que si pudiera me insertaría un microchip en el cerebro para conocer hasta la más pequeña y tonta idea que se me ocurre. Ese hombre es un enfermo. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Creo que no ha sido buena idea sentarse en este banco. Se me han dormido las piernas. Cuando la luz se va, este parque se llena de gente rara. Bueno, volvamos a lo del monólogo interior, ¿O me dijo diálogo interior? En mi caso creo que es un diálogo a varias voces, a veces demasiadas, y nunca callan. Una me regaña, otra me anima, otra me pregunta, pero casi nunca hay respuestas. “¡Qué lastima pero adiós! Me despido de ti y me voy”. ¡Que horror, llevo todo el día con la dichosa cancioncita metida en la cabeza! Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Ahora comienza la hora de los perros. Los amos, (odio esa palabra, si yo tuviera un perro nunca seria su amo) se congregan en la placeta de la fuente, mientras los chuchos se dedican a olisquearse, a correr y a saltar unos por encima de los otros. Si yo tuviera un perro no me quedaría en la placeta de la fuente, no. Correría, olisquearía y saltaría, aunque los amos me mirasen y pensaran que soy gente rara. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Yo no tengo perro. De pequeño tuve una gata, una de esas gatitas de tres colores, con un antifaz negro en los ojos y un lunar cerca de la boca. ¡Mi gata Ofelia! Estaba un poco loca. A veces le daban una especie de ataques de actividad y se ponía a correr por toda la casa, ¡Hasta se subía por las paredes! Por lo demás, era una gata buena, demasiado mimosa. ¡Fue una lástima, una mañana amaneció ahogada en la alberca del patio! Me gustaba verla dar un salto, sin apenas rozar el agua, cuando la lanzaba a la alberca para enseñarle a nadar. Un día quise ver como era con el pelo totalmente mojado. No me gustó. Parecía una rata enorme y desnuda. Me castigaron sin postre durante un mes y mi madre me miraba con cara de pánico ¡Qué lástima, pero adiós! Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. A mi sí que me gustaría saber que pasa por la mente retorcida de mi psiquiatra, cuando me dice eso de: ...”Ya, ya entiendo” y yo me doy cuenta de que no está entendiendo absolutamente nada. ¿Qué es eso que viene arrastrándose hacia mí? ¿Es un perro? Odio a los perros pequeños, me dan miedo. ¡Qué asco, se ha meado en el banco en el que estoy sentado! Ese chucho me ha mirado con los ojos de mi abuelo. ¡Me encantaba jugar a las cartas con mi abuelo! Él fue quien me enseñó. Nos pasábamos tardes enteras jugando al burro y al cinquillo. Pero él también se fue, no, no como la gata, él no se ahogó en la alberca. Una mañana se lo encontraron en la cama como un pajarito. Eso dijo mi madre “como un pajarito”. Pasó mucho tiempo antes de que yo entendiera que eso quería decir que se había muerto. Al principio pensé que se había convertido en un canario y daba saltos por las sábanas picoteando las migas del desayuno. Mi abuelo siempre desayunaba en la cama. Cuando yo era pequeño, creía que pasaban cosas así. Mi padre decía que yo era un niño raro. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Ya se han ido los de los perros, ahora empiezan a llegar los yonkis. También se juntan en la placeta de la fuente, un poco escondidos entre esos arbustos medio secos. El otro día, en aquellos bancos, se sentaron unos muchachos con tambores y estuvieron tocando durante horas. Al principio me gustaba, el ritmo se metía en mi cabeza y tapaba el ruido de las palabras que no cesan nunca ahí dentro. Al cabo de un tiempo, no sé, cinco minutos, diez horas, yo ya no lo podía soportar más y me acerque a ellos y les dije: ¡Parad ya de tocar esa mierda de tambores, me estáis volviendo loco! De momento pararon, pero uno de ellos se mosqueó y se puso chulo. Tuve que sacar la navaja de mi abuelo y le rajé la piel del tambor. Manó sangre, ¿te lo puedes creer? ¡Un tambor sangrante! Nunca había visto nada igual. A ellos también les sorprendió, porque mirándome con cara de pánico, cogieron el tambor en brazos y se lo llevaron corriendo. Me pareció incluso que gritaba. Puede ser que yo sea algo raro, porque por un momento vi como si el tambor tuviera piernas y brazos. De todas formas estaba oscureciendo y no se veía bien. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. Mira, van llegando los yonkis. A veces pienso que me gustaría ser yonki. Se les ve tan unidos y tan en su mundo a la vez. Se buscan la vena y se quedan tirados. Un día hablé con uno y le pregunté en que pensaba cuando estaba colocado. “En nada, me dijo”. Eso me sorprendió. ¿Es posible no pensar en nada? Me dió envidia. Yo también quiero no pensar en nada. Pero me dan miedo las agujas. De pequeño me ponían muchas inyecciones y siempre me tenían que atar para que me dejara. No soporto que me aten. Durante la última crisis, cuando me llevaron al hospital, me pasé los primeros días atado a la cama. Creí que me iba a volver loco. La cabeza a mil por hora y el cuerpo quieto. No lo podía soportar. ¿Quién es ese que se acerca? Creo que estaba con el grupo de los arbustos. Algo le brilla en la mano. Es como una luciérnaga gigante. Antes de que el abuelo se convirtiera en canario, íbamos juntos las noches de primavera a coger luciérnagas. Él decía que las que brillaban era porque estaban enamoradas y así atraían a sus novias. Creo que el abuelo también era raro. Quizá esta luciérnaga que se acerca está enamorada de la que yo tengo en el bolsillo de la chaqueta. Voy a sacarla para que se conozcan... Ha gritado y mi mano se ha hundido en algo caliente y húmedo. La luciérnaga ha desaparecido. Tengo que levantarme, se está haciendo de noche. No sé que es lo que quiere mi psiquiatra que le cuente. ..

miércoles, 21 de febrero de 2007

Historias.

Oí decir un día que una historia no nace, se hace. Pero eso no es del todo cierto. No me entra en la cabeza cómo alguien puede ser tan osado como para incorporar a su vida la compañía de semejante necedad. Me parece una falta de respeto para con esas pequeñas y sensibles criaturas que son las historias, tan vivas como nosotros o tan nuestras como la vida y, añadiría además, que demuestra una carencia preocupante del conocimiento y la destreza necesarios para saber detectar a estos seres.

Yo puedo contar que mis historias sí que nacen y crecen y, que me parta un rayo si al final no terminan teniendo vida propia. Lo que pasa es que las historias no saben que son historias hasta que nadie las mira. Eso y, todo hay que decirlo, que son un poco escurridizas. Pero si uno se fija bien, lo cual requiere la necesidad de un buen ojo, puede verlas por ahí, muy quedas, a la espera de algún estímulo externo que las haga reaccionar. Son tímidas al principio, pero si tienes la suerte de no asustarte con ellas y la bendita paciencia para observarlas, descubres cómo poco a poco consiguen ir soltándose. Asoman primero su cabeza para llamar la atención. Luego sacan sus bracitos y los estiran desperezándose, creciéndose. Es entonces cuando empiezan a ponerse algo nerviosas. Aún no saben lo que son. Aún les queda mucho para ser. Pero ahí estás tú frente a ellas, con esa pasmosa quietud que la sorpresa le planta a uno en la mirada. Detectarlas te otorga la ineludible responsabilidad de cuidar de ellas pues en este momento crucial, en que salen de su letargo, su estructura es todavía frágil y, sin la debida atención, corren el riesgo de desvanecerse y morir.

A veces te las encuentras por la calle, otras te buscan hasta chocar contigo y en ocasiones, las he descubierto incluso viviendo conmigo en mi propia casa. A una de mis pequeñas historias me la encontré un día hurgando en un escaparate junto a decenas de extraños zapatos, a otra la vi en una fotografía, no fue fácil pero acabé viéndola, y hubo hasta una que adquirió la increíble capacidad de multiplicarse en muchas otras y no me quedó más remedio que regalarla. Al final uno logra divisarlas fácilmente, aunque esto no quiere decir que, una vez hecho aquello la tarea se vuelva más sencilla. Es más, una vez detectadas es cuando todo empieza a ser realmente delicado.

Estas criaturas no dejan nunca de sorprenderme. Su educación es compleja. Las hay que, obedientes aprenden rápido todo lo que deben hacer y, sin demasiados problemas definen su carácter concupiscente y comienzan, sin mayor esfuerzo, a ser dueñas de su propia vida. Pero están también las rebeldes y, aunque parezca una irresponsabilidad, confieso que más de una vez he recogido a alguna que me ha salido excesivamente terca y protestona sin dejarme otra opción que castigarlas sin más y encerrarlas. Y a veces ocurre que ese encierro las excita sobremanera y terminan como locas mezclándose unas con otras, como queriendo readaptarse hasta que el desenfreno las reforma por completo en un nuevo y único ente.

Así son las historias, y nadie que haya tratado con ellas, puede negar línea alguna de lo que aquí os he contado. Esta pequeña historia me la encontré el otro día, muy cerca de aquí. Dos personas salían del bar de la esquina, enganchados en lo que parecía más bien un atropello de palabras que una conversación. Ensimismados, casi me llevan por delante. Discutían acerca de lo que es una historia, sin percatarse siquiera, que en ese mismo momento, de sus propias palabras, unos bracitos comenzaban a estirarse. Estaba naciendo una. Yo no hice nada más que recogerla y traérosla, para que pudierais verla.

Los Haykus de Paloma

Qué noche oscura
el farol de tu calle
ya no me alumbra!


Llueve en Segovia
los tejados son rojos
mi sangre alegre.


Lluvia de hojas
otoño en la Alameda
alfombra de oro.


La lluvia cae
la ciudad se ensimisma
con el invierno.


Lluvia en el rio
estrellas que se van
corriente abajo.


Piedra de musgo
muro esmeralda tibio
bajo el puente.


Entre las ramas
un destello naranja:
el petirrojo.


Brillo naranja
el petirrojo quiere
que nos vayamos.

Brillo en tus ojos
el fuego está encendido
mi perro duerme.


La tierra arde
los hombres se han matado
dios está loco.


Una hoja baila
en un bosque amarillo
irrepetible.


Martin pescador
flecha azul en el rio
tarde callada.


Baile de hojas
el otoño se puebla
de mariposas.


Es muy temprano,
bandada de estorninos
noche volando.



Montaña azul
el olmo está desnudo
se huele el frío.

martes, 6 de febrero de 2007

El soplo en el corazón

Mesas separadas

No me gusta ir sola al cine. Ya lo sé, todo está oscuro y tienes que fijar toda tu atención en una pantalla, pero me siento mejor si tengo el calor de la compañía compartiendo una historia. Cuando entro en la sala voy encogida, como intentando esconderme para que nadie me vea. Hoy en el cine de reestreno toca clásico en blanco y negro, personajes solitarios y mentes estrechas. No puedo evitar escrutar disimuladamente a los que se sientan a mi lado. Y ahí estás, rígido y serio, vestido con chaqueta y pantalones informales pero tan solemne como si llevaras chaqué, con un aire al David Niven de la pantalla, digno y vulnerable, y me pregunto si tú también serías capaz de tocarme en la oscuridad.

Los pájaros

El miedo a lo incomprensible. Una descarga de adrenalina durante dos horas y la esperanza de que todo sea ficción al salir del cine, que los pájaros no se hayan rebelado contra la estúpida humanidad. Hoy has vuelto, al mismo sitio, un mes después. Y a pesar de que con toda seguridad todos en la sala ya conocemos la película, sigues sin pestañear las aventuras de la rubia protagonista, estilizada y elegante como no seré jamás. Estoy inquieta, ¿es razonable este interés por alguien que nunca te ha dirigido la palabra?

Blade Runner

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Pregunta errónea. Los sueños te hacen humano. Esa es la cuestión y ese es mi problema. Sueño contigo desde hace semanas, con esa forma de guiñar los ojos cuando la película te pone nervioso o de moverte y suspirar cuando te aburres. Pero hoy algo ha cambiado, y como el mundo de los dos protagonistas deja de ser lluvioso y negro mientras desaparecen en un zig-zag boscoso, salgo ligera del cine porque me has sonreido al salir.

Desayuno con diamantes

Nunca seré capaz de pasear por la Quinta Avenida sin pensar en Audrey Hepburn descalza mirando un escaparate enjoyado después de una noche de fiesta. Y su rendición a las ataduras del amor abrazada a un gato sin nombre bajo la lluvia. Cuando las luces se encienden me miras y me preguntas si conozco Nueva York. Tu nunca has estado allí y pareces disfrutar el camino a la salida mientras te cuento alguna anécdota de mi viaje a la Gran Manzana. Cuando te despides con un "hasta la próxima" despreocupado, pienso en cómo convencerte para tomar un café cuando volvamos a vernos.

Estación Termini

Hoy he llegado antes de tempo, sin ni siquiera haber mirado en el periódico la película que ponen. La puerta está cerrada y las luces apagadas. No hay, ni habrá, más sesiones. En los paneles olvidados de la entrada Jennifer Jones y Montgomery Clift se abrazan, la americana infiel y su amante italiano, recordando el pasado y decidiendo su futuro en la cafetería de la estación. No sé como te llamas ni como encontrarte y el puente que nos unía se ha evaporado de repente. Y veo como tu silueta desenfocada por las lágrimas se aleja en un travelling imparable hasta desaparecer.

Fundido en negro...
Christine