Julia empezó a gritar desde sus ciento sesenta centímetros concentrados en once años de vida. Los puños cerrados aparecían blancos bajo el fluorescente de la clase. Los demás niños empezaron a llorar y a girar sin orden ni concierto. La coordinación que había costado una hora conseguir se perdió. Luis intentó controlar a la niña hablandole suavemente pero fue inútil, había entrado en su mundo de caos y aislamiento. Por suerte las madres acababan de llegar. Ana y María, las dos síndrome de Down más ligeras se despidieron moviendo la mano y sonriendo. El resto ni le vieron mientras los arrastraban fuera de la sala. Sólo quedó Julia, repetida mil veces en los espejos, inconsolable. Su madre llegaba tarde. Cuando parecía que la cabeza de Luis iba a estallar entró otra niña, de apenas cinco años, pero toda decisión. "Ven Julia, nos vamos a casa" le dijo tirando de su mano. Los gritos cesaron de repente y el maestro vió atónito salir a las dos niñas con ritmo acompasado y perderse en el pasillo
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