Hace seis meses me tropecé con Amelia. Llevaba más de dos años sin verla, desde que se fue dejando vacía la mesa frente a mí. Eché de menos su música de cacharrería, las charlas a gritos con amigos sin nombre, e incluso las ojeras y temblores de viernes de resaca.
Nunca dio explicaciones, simplemente una mañana metió sus cosas en una caja de cartón y se esfumó. Recuerdo que me asombró lo poco que había acumulado en cinco años, ni libros, ni plantas, ni tazas de colores. Y su presencia constante se volvió hueco y trabajo aburrido
El pasado abril, delante del Círculo de Bellas Artes, su lugar favorito, que le devolvía a sus tardes de estudio en la biblioteca de la quinta planta, sentí un roce en la nuca. Desde pequeña me ocurre que a veces presiento cuando alguien conocido pasa detrás de mí. Es como una brisa que se metiera por la espalda hasta la base de mi cráneo. Mi hermana, la fanática de la anatomía, solía bromear diciendo que el hueco de mi atlas era demasiado grande para mi axis y que una ráfaga de viento tiraría mi cabeza al suelo algún día por pensar demasiado. Me acordé de ello e instintivamente me sujeté la cabeza mientras la giraba. Allí estaba ella. Casi no la reconocí.
Había perdido casi veinte kilos y llevaba el pelo largísimo en mechones enmarañados. El sujetador de flores desvaídas le asomaba por dos agujeros de la camiseta naranja que tanto me gustaba. Las ojeras seguían allí pero habían crecido, pensé que tardarían poco en alcanzar las grietas de los labios. Llevaba un lienzo en la mano.
Tuve que acercarme a su cara para entender lo que decía. El aliento le olía a acetona y algo más que no supe definir. No me dio tiempo a preguntarle nada, dijo que necesitaba dinero, lo que tuviera le bastaba. Me puso el cuadro entre las manos. Una mancha de óleo denso caía sobre una mujer desnuda tapándola casi por completo, Rocé los surcos duros casi esperando sentir las caderas bajo el chorro rojo oscuro. La cara no se distinguía pero hubiera jurado que era ella la que tendía las manos desde aquella ventana de tela. Me dio escalofríos.
Busqué en el bolso y le di lo que encontré, un billete de cincuenta euros. Lo cogió sin mirarme y la vi alejarse despacio, escorada hacia el costado derecho. El encuentro no había durado ni cinco minutos. Me entraron ganas de llorar.
El cuadro estuvo contra la pared de mi armario desde entonces. No podía mirarlo ni colgarlo, sentía la certeza absurda de que la sangre saldría del cuadro salpicándolo todo.
Ayer volví a pasar por el mismo lugar, Me senté en un banco a leer mientras esperaba a un amigo. Un viento frío se coló por el cuello de la chaqueta y oí mi nombre suspendido en el aire. Me giré, segura de encontrar a alguien familiar. No había nadie.
Una sombra voló sobre mi hombro y se posó sobre el libro. Era un billete de cincuenta euros.
Nunca dio explicaciones, simplemente una mañana metió sus cosas en una caja de cartón y se esfumó. Recuerdo que me asombró lo poco que había acumulado en cinco años, ni libros, ni plantas, ni tazas de colores. Y su presencia constante se volvió hueco y trabajo aburrido
El pasado abril, delante del Círculo de Bellas Artes, su lugar favorito, que le devolvía a sus tardes de estudio en la biblioteca de la quinta planta, sentí un roce en la nuca. Desde pequeña me ocurre que a veces presiento cuando alguien conocido pasa detrás de mí. Es como una brisa que se metiera por la espalda hasta la base de mi cráneo. Mi hermana, la fanática de la anatomía, solía bromear diciendo que el hueco de mi atlas era demasiado grande para mi axis y que una ráfaga de viento tiraría mi cabeza al suelo algún día por pensar demasiado. Me acordé de ello e instintivamente me sujeté la cabeza mientras la giraba. Allí estaba ella. Casi no la reconocí.
Había perdido casi veinte kilos y llevaba el pelo largísimo en mechones enmarañados. El sujetador de flores desvaídas le asomaba por dos agujeros de la camiseta naranja que tanto me gustaba. Las ojeras seguían allí pero habían crecido, pensé que tardarían poco en alcanzar las grietas de los labios. Llevaba un lienzo en la mano.
Tuve que acercarme a su cara para entender lo que decía. El aliento le olía a acetona y algo más que no supe definir. No me dio tiempo a preguntarle nada, dijo que necesitaba dinero, lo que tuviera le bastaba. Me puso el cuadro entre las manos. Una mancha de óleo denso caía sobre una mujer desnuda tapándola casi por completo, Rocé los surcos duros casi esperando sentir las caderas bajo el chorro rojo oscuro. La cara no se distinguía pero hubiera jurado que era ella la que tendía las manos desde aquella ventana de tela. Me dio escalofríos.
Busqué en el bolso y le di lo que encontré, un billete de cincuenta euros. Lo cogió sin mirarme y la vi alejarse despacio, escorada hacia el costado derecho. El encuentro no había durado ni cinco minutos. Me entraron ganas de llorar.
El cuadro estuvo contra la pared de mi armario desde entonces. No podía mirarlo ni colgarlo, sentía la certeza absurda de que la sangre saldría del cuadro salpicándolo todo.
Ayer volví a pasar por el mismo lugar, Me senté en un banco a leer mientras esperaba a un amigo. Un viento frío se coló por el cuello de la chaqueta y oí mi nombre suspendido en el aire. Me giré, segura de encontrar a alguien familiar. No había nadie.
Una sombra voló sobre mi hombro y se posó sobre el libro. Era un billete de cincuenta euros.
2 comentarios:
¡¡¡claro que si!!!, redondo.
Ha quedado perfecto!
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