jueves, 30 de abril de 2009
jueves, 23 de abril de 2009
In memoriam
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Ausencias
Nunca dio explicaciones, simplemente una mañana metió sus cosas en una caja de cartón y se esfumó. Recuerdo que me asombró lo poco que había acumulado en cinco años, ni libros, ni plantas, ni tazas de colores. Y su presencia constante se volvió hueco y trabajo aburrido
El pasado abril, delante del Círculo de Bellas Artes, su lugar favorito, que le devolvía a sus tardes de estudio en la biblioteca de la quinta planta, sentí un roce en la nuca. Desde pequeña me ocurre que a veces presiento cuando alguien conocido pasa detrás de mí. Es como una brisa que se metiera por la espalda hasta la base de mi cráneo. Mi hermana, la fanática de la anatomía, solía bromear diciendo que el hueco de mi atlas era demasiado grande para mi axis y que una ráfaga de viento tiraría mi cabeza al suelo algún día por pensar demasiado. Me acordé de ello e instintivamente me sujeté la cabeza mientras la giraba. Allí estaba ella. Casi no la reconocí.
Había perdido casi veinte kilos y llevaba el pelo largísimo en mechones enmarañados. El sujetador de flores desvaídas le asomaba por dos agujeros de la camiseta naranja que tanto me gustaba. Las ojeras seguían allí pero habían crecido, pensé que tardarían poco en alcanzar las grietas de los labios. Llevaba un lienzo en la mano.
Tuve que acercarme a su cara para entender lo que decía. El aliento le olía a acetona y algo más que no supe definir. No me dio tiempo a preguntarle nada, dijo que necesitaba dinero, lo que tuviera le bastaba. Me puso el cuadro entre las manos. Una mancha de óleo denso caía sobre una mujer desnuda tapándola casi por completo, Rocé los surcos duros casi esperando sentir las caderas bajo el chorro rojo oscuro. La cara no se distinguía pero hubiera jurado que era ella la que tendía las manos desde aquella ventana de tela. Me dio escalofríos.
Busqué en el bolso y le di lo que encontré, un billete de cincuenta euros. Lo cogió sin mirarme y la vi alejarse despacio, escorada hacia el costado derecho. El encuentro no había durado ni cinco minutos. Me entraron ganas de llorar.
El cuadro estuvo contra la pared de mi armario desde entonces. No podía mirarlo ni colgarlo, sentía la certeza absurda de que la sangre saldría del cuadro salpicándolo todo.
Ayer volví a pasar por el mismo lugar, Me senté en un banco a leer mientras esperaba a un amigo. Un viento frío se coló por el cuello de la chaqueta y oí mi nombre suspendido en el aire. Me giré, segura de encontrar a alguien familiar. No había nadie.
Una sombra voló sobre mi hombro y se posó sobre el libro. Era un billete de cincuenta euros.
miércoles, 22 de abril de 2009
martes, 14 de abril de 2009
Trasplantes
Recuerdo a Iñaki tal como era yo a los veinte años. Tal como era él. Como era todo.
Le recuerdo como se recuerda a esas personas y esos momentos que te construyen y a los que con el tiempo solo podemos culpar o agradecer por darnos una parte de lo que somos.
Él tenía la magia que le permitía salir y volver a salir del hospital con vida. Mientras los demás estábamos viajando, estudiando o peleando por lo nuestro, él escribía. Palabras, relatos, cuentos. Imagino el gotero trabajando siempre lento en su brazo. Una palabra, otra. Palabras que él articulaba en estructuras mágicas y poderosas.
Él las escribía en esa época en la que sólo tomamos decisiones importantes, cuando el peligro podía darnos más ganas de seguir adelante y yo me preguntaba cómo lo haría, cómo sería la primera idea, el primer cuento, el aspecto del papel tachado y corregido, la cara de aquella enfermera y su mano al volver a dejar la hoja en la mesilla, cuidado no se despierte el chico. Una gota, otra. Una idea, una palabra, un cuento. Una vida.
Recuerdo que cada vez tenía que volver antes al hospital. Otro trasplante. Un intento más. Y otro. Y a los veinte años qué iba a saber yo de los trasplantes. Imaginaba a alguien con mascarilla separar una vértebra de otra, imaginaba médulas de recién nacidos como peces respirando en una bandeja de metal. El gotero no lo imaginaba, el gotero lo veía: una gota de vida, una menos, otra. Y nos miraba, en plural, porque a los veinte años tus amigos son tu plural, y nos veía con tanto miedo y con tanto amor y tan pequeños ante “aquello”. Y aquí seguimos algunos ahora que ha pasado el tiempo. Y no se puede trasplantar la vida ¿verdad? Ni los huesos, ni las ideas y no sé si se pueden trasplantar las ganas, o si se inyectan gota a gota. Una gota de valor. Otra de perseverancia. Y el tiempo sigue pasando y nos convertimos en otras personas, con células de otros, con ideas que alguna vez reprocharemos o agradeceremos a alguien.
Entre trasplante y trasplante él sonreía. O gritaba. O vivía. No le quedaban bien aquellas médulas recién nacidas, pero necesitaba una estructura que lo sostuviera. Y yo me acuerdo tanto de Iñaki cuando escribo… yo que tengo la peor de las memorias entre palabra y palabra no puedo dejar de recordar su risa y sin querer se me escapa y sin querer la escribo y pienso ¿Dónde se encuentra mi primera palabra? ¿Entre la tercera y la cuarta vértebra lumbar? ¿Es allí donde nacen las palabras, los relatos, las ideas? Se están moviendo, saltan en la bandeja. Agarro una con las dos manos. Dejo que su risa atraviese mis huesos y me construya. Ha pasado el tiempo. Y yo agradezco.