lunes, 22 de diciembre de 2008

Charlie se casa

Anoche quedé con el Charlie para cenar. Me contó que se va a casar, que ya toca, y que lo va a hacer con Leidi, una dominicana que conoció en el Mogambo. Dice que no es especialmente guapa ni lista, pero que ella le necesita y eso es suficiente. Me explica que sus amigos le advierten que no se case con una puta sin papeles, que va a por lo que va, que se va a poner como una vaca en cuanto se case, que se va a traer a toda su familia desde el Caribe, que tendrá que cargar con ellos y que luego si quiere divorciarse le dejará sin dinero. Él dice que entiende todos esos argumentos, y que probablemente sean ciertos, pero que el matrimonio es siempre una mierda y casándose ahora por lo menos será una mierda diferente a la convencional y burguesa que tuvieron sus padres.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Huellas



Son las cuatro. Oigo las campanas de la iglesia. El sol de noviembre todavía calienta una parte del balcón. La plaza esta vacía. Sólo árboles y bancos

Te estoy esperando sentada en el suelo sabiendo que me sentaré de nuevo en el mismo lugar cuando te hayas ido, dentro de una hora, quizá hora y media. Nunca más de dos.

Un chico con una bolsa de plástico atraviesa el parque levantando hojas con los pies. Le miro con la nariz entre los barrotes y pienso que me gustaría ser bolsa para que me lleven y me dejen y me recojan. Me envuelve un sopor casi feliz.
Por un momento quiero que no vengas. Me quedaría aquí quieta sólo respirando dejando que el sol me derrita.

El chico ha tirado la bolsa en el suelo que blanca e inflada flota mezclándose entre las hojas dirigiendo el remolino hacia mi portal.

Desaparecen mis pies y comienza a gotear agua a la calle. Me invade la pereza. Quiero seguir en el balcón.

Las piernas ya han comenzado a disolverse y se ha formado un pequeño charco en la calle. Son ya las cuatro y veinte. Hoy no estarás ni hora y media. En un minuto pasa por mi mente lo que haremos, lo que haré… seducirte desnudarme, complacerte… y yo?

Ya floto en el balcón. Voy cayendo sobre la cabeza de mi vecina, sobre el suelo. La bolsa está junto a mí, junto a las hojas mojadas.

Las cinco menos cuarto. Soy cabeza dentro de los barrotes y líquido por fin. El sol sigue adormeciéndome.

Te veo llegar. Puedo saltar, puedo no abrir la puerta. Solo estarás una hora .Al llegar a portal te empapas los zapatos y haces un gesto de contrariedad. Oigo el timbre y sigo en el balcón. Seducirte, desnudarme y complacerle... y yo?

jueves, 11 de diciembre de 2008

NO HAY PALMERAS EN LA VENTILLA



A mí sólo me interesan dos cosas: la literatura y los coños. Y debo admitir que mi obsesión por la primera reside únicamente en su capacidad para hacerme llegar a los segundos. Porque una mujer puede honrarte con una felación si eres un bailarín inagotable o un domador de leones; pero nada te alimenta más el ego que conseguirla exclusivamente por lo que has leído y eres capaz de recordar. 

Hubo un tiempo en que me llamé Mircea, pero lo cambié por Miguel ante las ingeniosísimas burlas de mis compañeros de instituto. Soy rumano. Hijo de médicos afines a Caucescu, nos vinimos a Madrid cuando se acabó la fiesta. Contrariamente a lo que pueda parecer, aun con la pérdida de privilegios, no añoro el comunismo. Soy consciente de que tengo poco que hacer con un régimen que prohíbe la pornografía.

Cuando arrestaron al Conducâtor yo tenía diez años. Mi padre vino a casa corriendo y nos dijo que era mejor que saliéramos un tiempo al extranjero. Nos habló de España. Un país soleado, dijo, con palmeras y gente amable. Convenció a mi madre y a mi hermana de que todo lo que haríamos en nuestra nueva vida sería estar tumbados en la playa comiendo marisco.
Y llegamos a la Ventilla. 
A mi madre le dio un ataque de ansiedad.
Mi hermana tomó píldoras azules.
Pero se repusieron, nos quedamos y construimos una vida aquí.

Aprendí el idioma e hice amigos. Crecí con una típica adolescencia española de barrio: botellones, pañuelos palestinos y masturbaciones compulsivas. Chicas de caras tuneadas desfilaban ante mí, pero ninguna se paró nunca el tiempo suficiente como para que entre un arisco “Hola” y un tajante “Adiós” hubiera palabras con un mínimo contenido. Así llegué a los dieciocho. Cuando echaron a las putas de Capitán Haya me quedé sin vida sexual.

Un verano fui a Londres con una beca para aprender inglés. Por primera vez sentí que una ciudad estaba por fin, a mi nivel. Fui feliz. Cuando se acabó el dinero tuve que volver. Pero ya nada fue igual. Nunca pude quitarme la sensación de que Londres sigue rezumando vida mientras yo existo lejos. Hasta entonces había sentido cólera, pero sin saber muy bien contra quién o qué dirigirla. A mi regreso entendí que hay algo que odiaría el resto de mis días: a España.

Y de este odio surge, creo, mi fascinación por los centros comerciales, estaciones, museos y demás no-lugares. Cuando estoy en ellos me olvido de quién soy y dónde vivo. Me olvido de tal manera de mi destierro hispánico que me siento desorientado al salir a la calle y toparme con Madrid.

Por eso me alegré al enterarme de que abrían una pista de ski artificial. Fui a la inauguración de lo que prometía ser un no-lugar magnífico. Allí estábamos, anhelantes, formando un todo, miles de desamparados queriendo entrar. Como un gran pulpo que rodea e introduce sus tentáculos en una mole. Intenté separarme de la masa para colarme por la puerta de emergencia sin pagar. Fui descubierto y tuve que salir corriendo.

Decepcionado caminé de regreso. Vi a un grupo de sarnosos que se manifestaban contra un aparcamiento público. Que si desastre ecológico, que si especulación, que si pamplinas. Claro que entre ellos distinguí a Jara. Me aproximé fingiendo interés. Recuerdo que cuando levantó los brazos para exhibir una pancarta dejó al descubierto sus sobacos velludos. Estaban húmedos, relucían. Un olor a gloria me embriagó. 

-¡No participes de este negocio!-me dijo.
-No, claro que no.
Es muy difícil contradecir a una chica a la que, por encima de todo en la vida, quieres meterle el nabo. 

El caso es que me fui con ellos. 
Jara me contó que era troskista, vegetariana y bisexual. 
No había chicas así en mi instituto. 
Jara era distinta. Me habló de un tal Cortázar, de “Los condenados de la tierra” y Sai Baba ¡Yo tenía tanto trabajo por hacer! Hablé poco y sonreí mucho. 

Su casa de la Latina olía a salitre e incienso. Sus compañeras de piso deambulaban en braguitas. Yo no quería estar en ningún otro sitio. Ni siquiera en Londres. Me enseñó sus libros, su música e incluso me leyó sus artículos. Llegó la noche y me llevó a su cama. Decidí que quería conocer a todas las Jaras del mundo. 

Al amanecer caminé por Madrid durante horas. Era la primera vez que lo hacía realmente. 
Llegué a la Ventilla y entré en la biblioteca municipal.
-Quiero sacarme el carné.
-¿Nombre?
-Mircea -respondí- Soy Mircea

jueves, 4 de diciembre de 2008

VIVIENDO EN EL PROHIBIDO CC


Tras trabajar un año una fábrica dublinesa, Fabio y yo hicimos el macuto y nos largamos a Iberoamérica en busca de Cesárea Tinajero.
Sería largo de explicar cómo de camino hacia el desierto de Sonora acabamos en Cuenca, Ecuador. Me limitaré a decir que fue producto del azar, como todo en nuestro semestre americano. Ni siquiera sabíamos que había una Cuenca ecuatoriana. Y mucho menos sabíamos que nuestra mera parada de una noche en el camino hacia el Perú iba a transformarse en una estadía de tres meses.
Aunque mejor que decir que pasamos tres meses en Cuenca, Ecuador, sería mejor decir que pasamos tres meses en el Prohibido Centro Cultural de Cuenca, Ecuador.

El 12 de abril de 1557 el Virrey de Lima Andrés Hurtado de Mendoza mandó fundar una villa española sobre las ruinas de la recién conquista Tumipamba, demasiado Inca para los gustos de la época. Decidieron llamarla Cuenca y construirla imitando a la ciudad peninsular.
Desde entonces se ha hecho un buen trabajo.
La ciudad, conocida como la Atenas de Ecuador, es la tercera en población y la capital cultural del país. Su casco antiguo es patrimonio de la Humanidad, tiene muchos museos, grandes avenidas, y sucedáneos de servicios públicos bastante dignos.
Cuenca está dividida por el río Tomebanda. Siguiéndolo, en el lado norte y colgando del barranco, podemos ver todas esas interminables casas colgantes, más que en la Cuenca española.
Y allí mismo, al pie de una de ellas, en la calle La Condamina, en Cruz del Vado, está el sitio más psicotrónico de la parte sur de los Andes ecuatorianos.

El Prohibido Centro Cultural pertenece al artista Eduardo Moscoso. Allí vive con su mujer e hijo, atiende a los clientes y crea su obra. Es un local de dos plantas, con sala para conciertos y repleto de esculturas y dibujos, influidos por HG Giger.
Como ya he dicho en alguna ocasión -y también Nietzsche y mejor que yo- a menudo los artistas de segunda o los imitadores, son mucho más interesantes y útiles que los grandes autores consagrados. Mientras HG Giger tiene medios y trabaja en Hollywood, Moscoso hace lo que puede creando arte pagano en el catoliquísimo Ecuador.
No hay lugar como este en el país, es el fortín de una insurgencia cultural.
Su fachada ya de por sí es estrambótica. Parece que la hubiera pintado Diego Rivera puesto de ácido. Mezcla colores vivos y retratos de animales indescifrables. A nosotros nos pareció que sería un prostíbulo o un fumadero de opio, cualquier cosa nos hubiera apetecido, así que entramos.
Todo el local es arte. Cada centímetro de pared está pintado, las columnas tienen relieves de criaturas demoníacas, el servicio es una cámara de los horrores, y te puedes echar una siesta en un ataúd si quieres.
Pero lo mejor son los seres que habitan este universo paralelo. Toda la comunidad underground cuencana se cita en el Prohibido. Nómadas, rockeros góticos y morticias existencialistas, algún turista despistado, cooperantes en busca del lado oscuro y disidentes de todas las causas.
Allí conocimos a Johnny memónico, que se tragaba clavos y era muy gracioso; a Laura, que componía unas baladas desgarradoras; y a Belén, la única ecuatoriana a la que conseguí ver desnuda. Todas las semanas tocaba alguna banda local. La música no era gran cosa, pero las letras –en contraste con las cursis canciones andinas- eran bastante inteligentes.
Bebimos y charlamos en abundancia en aquellas semanas. Muchas noches dormimos allí también, en esos altares a diosas gigerianas que hacen las veces de banco para sentarse.

Nos fuimos de allí cuando había que irse, una vez le sacamos todo el jugo y Moscoso parecía un poco harto de nosotros.
Ahora, cuando me acuerdo y veo las fotos, siento toda esa extrañeza que se siente el pensar que el Prohibido sigue existiendo mientras estoy lejos.
Pero no me detendré en ello, hay que pasar a otros temas.