Tras trabajar un año una fábrica dublinesa, Fabio y yo hicimos el macuto y nos largamos a Iberoamérica en busca de Cesárea Tinajero.
Sería largo de explicar cómo de camino hacia el desierto de Sonora acabamos en Cuenca, Ecuador. Me limitaré a decir que fue producto del azar, como todo en nuestro semestre americano. Ni siquiera sabíamos que había una Cuenca ecuatoriana. Y mucho menos sabíamos que nuestra mera parada de una noche en el camino hacia el Perú iba a transformarse en una estadía de tres meses.
Aunque mejor que decir que pasamos tres meses en Cuenca, Ecuador, sería mejor decir que pasamos tres meses en el Prohibido Centro Cultural de Cuenca, Ecuador.
El 12 de abril de 1557 el Virrey de Lima Andrés Hurtado de Mendoza mandó fundar una villa española sobre las ruinas de la recién conquista Tumipamba, demasiado Inca para los gustos de la época. Decidieron llamarla Cuenca y construirla imitando a la ciudad peninsular.
Desde entonces se ha hecho un buen trabajo.
La ciudad, conocida como la Atenas de Ecuador, es la tercera en población y la capital cultural del país. Su casco antiguo es patrimonio de la Humanidad, tiene muchos museos, grandes avenidas, y sucedáneos de servicios públicos bastante dignos.
Cuenca está dividida por el río Tomebanda. Siguiéndolo, en el lado norte y colgando del barranco, podemos ver todas esas interminables casas colgantes, más que en la Cuenca española.
Y allí mismo, al pie de una de ellas, en la calle La Condamina, en Cruz del Vado, está el sitio más psicotrónico de la parte sur de los Andes ecuatorianos.
El Prohibido Centro Cultural pertenece al artista Eduardo Moscoso. Allí vive con su mujer e hijo, atiende a los clientes y crea su obra. Es un local de dos plantas, con sala para conciertos y repleto de esculturas y dibujos, influidos por HG Giger.
Como ya he dicho en alguna ocasión -y también Nietzsche y mejor que yo- a menudo los artistas de segunda o los imitadores, son mucho más interesantes y útiles que los grandes autores consagrados. Mientras HG Giger tiene medios y trabaja en Hollywood, Moscoso hace lo que puede creando arte pagano en el catoliquísimo Ecuador.
No hay lugar como este en el país, es el fortín de una insurgencia cultural.
Su fachada ya de por sí es estrambótica. Parece que la hubiera pintado Diego Rivera puesto de ácido. Mezcla colores vivos y retratos de animales indescifrables. A nosotros nos pareció que sería un prostíbulo o un fumadero de opio, cualquier cosa nos hubiera apetecido, así que entramos.
Todo el local es arte. Cada centímetro de pared está pintado, las columnas tienen relieves de criaturas demoníacas, el servicio es una cámara de los horrores, y te puedes echar una siesta en un ataúd si quieres.
Pero lo mejor son los seres que habitan este universo paralelo. Toda la comunidad underground cuencana se cita en el Prohibido. Nómadas, rockeros góticos y morticias existencialistas, algún turista despistado, cooperantes en busca del lado oscuro y disidentes de todas las causas.
Allí conocimos a Johnny memónico, que se tragaba clavos y era muy gracioso; a Laura, que componía unas baladas desgarradoras; y a Belén, la única ecuatoriana a la que conseguí ver desnuda. Todas las semanas tocaba alguna banda local. La música no era gran cosa, pero las letras –en contraste con las cursis canciones andinas- eran bastante inteligentes.
Bebimos y charlamos en abundancia en aquellas semanas. Muchas noches dormimos allí también, en esos altares a diosas gigerianas que hacen las veces de banco para sentarse.
Nos fuimos de allí cuando había que irse, una vez le sacamos todo el jugo y Moscoso parecía un poco harto de nosotros.
Ahora, cuando me acuerdo y veo las fotos, siento toda esa extrañeza que se siente el pensar que el Prohibido sigue existiendo mientras estoy lejos.
Pero no me detendré en ello, hay que pasar a otros temas.
Sería largo de explicar cómo de camino hacia el desierto de Sonora acabamos en Cuenca, Ecuador. Me limitaré a decir que fue producto del azar, como todo en nuestro semestre americano. Ni siquiera sabíamos que había una Cuenca ecuatoriana. Y mucho menos sabíamos que nuestra mera parada de una noche en el camino hacia el Perú iba a transformarse en una estadía de tres meses.
Aunque mejor que decir que pasamos tres meses en Cuenca, Ecuador, sería mejor decir que pasamos tres meses en el Prohibido Centro Cultural de Cuenca, Ecuador.
El 12 de abril de 1557 el Virrey de Lima Andrés Hurtado de Mendoza mandó fundar una villa española sobre las ruinas de la recién conquista Tumipamba, demasiado Inca para los gustos de la época. Decidieron llamarla Cuenca y construirla imitando a la ciudad peninsular.
Desde entonces se ha hecho un buen trabajo.
La ciudad, conocida como la Atenas de Ecuador, es la tercera en población y la capital cultural del país. Su casco antiguo es patrimonio de la Humanidad, tiene muchos museos, grandes avenidas, y sucedáneos de servicios públicos bastante dignos.
Cuenca está dividida por el río Tomebanda. Siguiéndolo, en el lado norte y colgando del barranco, podemos ver todas esas interminables casas colgantes, más que en la Cuenca española.
Y allí mismo, al pie de una de ellas, en la calle La Condamina, en Cruz del Vado, está el sitio más psicotrónico de la parte sur de los Andes ecuatorianos.
El Prohibido Centro Cultural pertenece al artista Eduardo Moscoso. Allí vive con su mujer e hijo, atiende a los clientes y crea su obra. Es un local de dos plantas, con sala para conciertos y repleto de esculturas y dibujos, influidos por HG Giger.
Como ya he dicho en alguna ocasión -y también Nietzsche y mejor que yo- a menudo los artistas de segunda o los imitadores, son mucho más interesantes y útiles que los grandes autores consagrados. Mientras HG Giger tiene medios y trabaja en Hollywood, Moscoso hace lo que puede creando arte pagano en el catoliquísimo Ecuador.
No hay lugar como este en el país, es el fortín de una insurgencia cultural.
Su fachada ya de por sí es estrambótica. Parece que la hubiera pintado Diego Rivera puesto de ácido. Mezcla colores vivos y retratos de animales indescifrables. A nosotros nos pareció que sería un prostíbulo o un fumadero de opio, cualquier cosa nos hubiera apetecido, así que entramos.
Todo el local es arte. Cada centímetro de pared está pintado, las columnas tienen relieves de criaturas demoníacas, el servicio es una cámara de los horrores, y te puedes echar una siesta en un ataúd si quieres.
Pero lo mejor son los seres que habitan este universo paralelo. Toda la comunidad underground cuencana se cita en el Prohibido. Nómadas, rockeros góticos y morticias existencialistas, algún turista despistado, cooperantes en busca del lado oscuro y disidentes de todas las causas.
Allí conocimos a Johnny memónico, que se tragaba clavos y era muy gracioso; a Laura, que componía unas baladas desgarradoras; y a Belén, la única ecuatoriana a la que conseguí ver desnuda. Todas las semanas tocaba alguna banda local. La música no era gran cosa, pero las letras –en contraste con las cursis canciones andinas- eran bastante inteligentes.
Bebimos y charlamos en abundancia en aquellas semanas. Muchas noches dormimos allí también, en esos altares a diosas gigerianas que hacen las veces de banco para sentarse.
Nos fuimos de allí cuando había que irse, una vez le sacamos todo el jugo y Moscoso parecía un poco harto de nosotros.
Ahora, cuando me acuerdo y veo las fotos, siento toda esa extrañeza que se siente el pensar que el Prohibido sigue existiendo mientras estoy lejos.
Pero no me detendré en ello, hay que pasar a otros temas.
1 comentario:
Cuenca es una jungla. Una ciudad de miedo. Hermosa hasta el extremo.
Lo que dices del prohibido es bastante cierto, me gusta eso de las morticias existencialistas y creo que hay que agregarle uno que otro personaje caricaturesco, por lo demás es un lugar para estudiar. Poseedor de una estética bien definida ha logrado lidiar bastante bien con la censura y ha abierto un espacio alternativo de expresiones diversas. Ahora está la temporada de teatro.
Publicar un comentario