jueves, 11 de diciembre de 2008

NO HAY PALMERAS EN LA VENTILLA



A mí sólo me interesan dos cosas: la literatura y los coños. Y debo admitir que mi obsesión por la primera reside únicamente en su capacidad para hacerme llegar a los segundos. Porque una mujer puede honrarte con una felación si eres un bailarín inagotable o un domador de leones; pero nada te alimenta más el ego que conseguirla exclusivamente por lo que has leído y eres capaz de recordar. 

Hubo un tiempo en que me llamé Mircea, pero lo cambié por Miguel ante las ingeniosísimas burlas de mis compañeros de instituto. Soy rumano. Hijo de médicos afines a Caucescu, nos vinimos a Madrid cuando se acabó la fiesta. Contrariamente a lo que pueda parecer, aun con la pérdida de privilegios, no añoro el comunismo. Soy consciente de que tengo poco que hacer con un régimen que prohíbe la pornografía.

Cuando arrestaron al Conducâtor yo tenía diez años. Mi padre vino a casa corriendo y nos dijo que era mejor que saliéramos un tiempo al extranjero. Nos habló de España. Un país soleado, dijo, con palmeras y gente amable. Convenció a mi madre y a mi hermana de que todo lo que haríamos en nuestra nueva vida sería estar tumbados en la playa comiendo marisco.
Y llegamos a la Ventilla. 
A mi madre le dio un ataque de ansiedad.
Mi hermana tomó píldoras azules.
Pero se repusieron, nos quedamos y construimos una vida aquí.

Aprendí el idioma e hice amigos. Crecí con una típica adolescencia española de barrio: botellones, pañuelos palestinos y masturbaciones compulsivas. Chicas de caras tuneadas desfilaban ante mí, pero ninguna se paró nunca el tiempo suficiente como para que entre un arisco “Hola” y un tajante “Adiós” hubiera palabras con un mínimo contenido. Así llegué a los dieciocho. Cuando echaron a las putas de Capitán Haya me quedé sin vida sexual.

Un verano fui a Londres con una beca para aprender inglés. Por primera vez sentí que una ciudad estaba por fin, a mi nivel. Fui feliz. Cuando se acabó el dinero tuve que volver. Pero ya nada fue igual. Nunca pude quitarme la sensación de que Londres sigue rezumando vida mientras yo existo lejos. Hasta entonces había sentido cólera, pero sin saber muy bien contra quién o qué dirigirla. A mi regreso entendí que hay algo que odiaría el resto de mis días: a España.

Y de este odio surge, creo, mi fascinación por los centros comerciales, estaciones, museos y demás no-lugares. Cuando estoy en ellos me olvido de quién soy y dónde vivo. Me olvido de tal manera de mi destierro hispánico que me siento desorientado al salir a la calle y toparme con Madrid.

Por eso me alegré al enterarme de que abrían una pista de ski artificial. Fui a la inauguración de lo que prometía ser un no-lugar magnífico. Allí estábamos, anhelantes, formando un todo, miles de desamparados queriendo entrar. Como un gran pulpo que rodea e introduce sus tentáculos en una mole. Intenté separarme de la masa para colarme por la puerta de emergencia sin pagar. Fui descubierto y tuve que salir corriendo.

Decepcionado caminé de regreso. Vi a un grupo de sarnosos que se manifestaban contra un aparcamiento público. Que si desastre ecológico, que si especulación, que si pamplinas. Claro que entre ellos distinguí a Jara. Me aproximé fingiendo interés. Recuerdo que cuando levantó los brazos para exhibir una pancarta dejó al descubierto sus sobacos velludos. Estaban húmedos, relucían. Un olor a gloria me embriagó. 

-¡No participes de este negocio!-me dijo.
-No, claro que no.
Es muy difícil contradecir a una chica a la que, por encima de todo en la vida, quieres meterle el nabo. 

El caso es que me fui con ellos. 
Jara me contó que era troskista, vegetariana y bisexual. 
No había chicas así en mi instituto. 
Jara era distinta. Me habló de un tal Cortázar, de “Los condenados de la tierra” y Sai Baba ¡Yo tenía tanto trabajo por hacer! Hablé poco y sonreí mucho. 

Su casa de la Latina olía a salitre e incienso. Sus compañeras de piso deambulaban en braguitas. Yo no quería estar en ningún otro sitio. Ni siquiera en Londres. Me enseñó sus libros, su música e incluso me leyó sus artículos. Llegó la noche y me llevó a su cama. Decidí que quería conocer a todas las Jaras del mundo. 

Al amanecer caminé por Madrid durante horas. Era la primera vez que lo hacía realmente. 
Llegué a la Ventilla y entré en la biblioteca municipal.
-Quiero sacarme el carné.
-¿Nombre?
-Mircea -respondí- Soy Mircea

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