viernes, 29 de febrero de 2008

Jendrix con tónica y pepino... y un gato.




¿Si pudieras elegir, que querrías, ser invisible o respirar bajo el agua?

Yo aún no lo he decidido. Me levanto a las nueve y desayuno mirando la agenda, en silencio. Todos los días.

Tú estarás despierto desde hace horas, puede que en una oficina.

¿Ser invisible o tener poderes para ver de noche? ¿Qué prefieres?

Voy en el metro, leyendo todavía sin sentirme despierta del todo.

Tus dedos estarán sobre el teclado, tu cabeza, en otra parte. Arriba, más arriba. Persigues una idea.

¿Poder volar? ¿Saber lo que piensan los demás? ¿Qué te gustaría?

No sé si comes solo, con compañeros del curro o con amigos.
No te veo en el autobús leyendo el periódico
No creo que haya un monopatín destrozado del que ya no acuerdas en el trastero de casa de tus padres
No te imagino sin sentir euforia. No te entiendo si no tienes un escalofrío que te recorre el cuerpo, cada vez que encuentras lo que buscas.

Pero te
veo, te creo, te imagino.
Mientras entrego mi proyecto. Mientras cocino para mañana. Mientras camino cuarenta minutos volviendo a casa.

Tú juegas conmigo. Jugamos a los más grandes de los juegos de los niños.

Necesitas rayos infrarrojos de visión nocturna
Necesitas tres pares de ojos, telepatía y unas húmedas y gelatinosas branquias.

Yo sé que a veces te levantas solo para escupir una frase preciosa, que no durará.
Yo elijo que prefiero volar.
Esta noche jugamos, yo te escribo. Pareces ligero, te encuentro y te digo ¿Juegas? Perdón, ¿Subes?

La sed.

Son las seis de la mañana y suena una salva de disparos.
Alfredo, con el sueño fugado, se levanta de la cama y se sienta en la única mesa que está al lado de la única ventana de la estancia. No enciende la luz ni le hace falta: la luna ilumina el llano.
Ahora vienen, murmura, y los espera. Ya los oigo. ¿Cuántos serán esta vez?

Otro disparo para que los muertos no se levanten, esta vez solo uno.

Despacio, como hacen todos los viejos, y con un crujido, abre el cajón y saca una libreta y un trozo de carbón. Pasa las páginas, todas llenas de idénticas marcas, de rayas negras borrosas, y hace una al final.

Cada disparo una marca.

Cuando empezaron a fusilarlos en los pozos, igual que cuando empezó esta guerra, Alfredo pensó que no duraría. No quiso escuchar la sed que tienen las piedras en las entrañas de Teruel.

De noche, cuando el hambre no le deja dormir, no puede evitar imaginarlos: serán niños, hombres o mujeres que lucharon en la guerra, como Antonia.
Alfredo sabe que Antonia no está en uno de esos pozos, que no le disparó un muchacho de rodillas bancas para arrojarla a ese olvido oscuro que no conoce ni tu nombre, una noche de luna llena y a escondidas. Ella murió en la batalla y él, por gracia o por desgracia, aún vive.

Aquí vuelven, oye dos nuevas voces. Son demasiado chiquillas esta vez, y él demasiado viejo y vencido para salir a ayudarlas y robar los dos tiros de gracia que les esperan.

Alfredo se mira las manos, manchadas de carbón y recuerda las de Antonia, también llenas siempre de hollín y de tierra. De susurros, de pañuelos, de pellizcos… Son recuerdos de viejo. Son manos de viejo.
Se sacude los fantasmas: cada muerto, una marca.

Si supiera contarlas, vería que ya lleva 1003, pero él sabe que lo importante no es que conozca su número, sino que las apunte todas.
Esta vez están tardando mucho, y Alfredo se inquieta. No quiere pensarlas, oírlas, no quiere tener que recordar más muertos. Otros lo harán cuando llegue el momento y con su cuaderno podrá saber a cuántos cuerpos sin nombre enterraron en esos pozos sedientos.

Están tardando. Debe ser que ellos también tienen miedo y pocos años, y por eso no se atreven a matar de frente.
Las niñas preguntan con voz de llevar bien alta la barbilla ¿Adónde nos llevas? El muchacho responde con un tono de voz tan firme como cobarde: “Al fondo hay una casa ¿La veis? Allí tenemos a vuestra madre, ir a verla”

Ni el agua quiere volver a esta tierra llena de huesos comunes.

Alfredo no ve las siluetas ni escucha los pasos, pero se imagina los corazones latiendo, los calcetines rápidos, y las manos atadas a la espalda.
Hace dos marcas más en su cuaderno, y como obedeciendo una orden dos disparos le devuelven su silencio.

Por más que piensa, esas chicas no las recuerda entre los del pueblo. Deben de traerlos ya desde pueblos vecinos, porque aquí no son tantos, y por más que disparan a la luna aún quedan unos cuantos vivos. Cierra la libreta y acaricia el lomo de un gato que se estira sobre la mesa
- Tú también tienes que seguir vivo - le dice - y escondido. Tienes que ayudarme a recordar que no tenemos dueños.

No sabe si será él uno de esos pocos que quede con vida cuando pueda alguien contar las marcas de su cuaderno, pero todo el pueblo conoce lo que ocurre en los pozos, y espera que sea trabajo de otro, en el futuro, resucitar el olvido de sus mil cinco muertos.

lunes, 25 de febrero de 2008

LA HUELLA DE TU PIE ( O LOS GEMELOS)

LOS GEMELOS



El primer trueno me sorprendió subiendo las escaleras de tu casa, y ya casi en tu puerta, el olor a ozono se mezcló con el de trementina que impregnaba todo el edificio.
Después de un rato interminable llamando a tu puerta, me abriste al fin como recién salida de la ducha. Tu pelo y tu cara chorreaban y sobre tu cuerpo, también empapado, una ridícula bata, en forma de kimono que apenas te tapaba las piernas.
Detrás de tu sonrisa, un rayo cruzó la habitación a través de la terraza abierta.
Pasa o nos volamos, y me di cuenta de lo preciosa que seguías siendo y de lo absurdo de mi aspecto: la vieja chaqueta de terciopelo y el sombrero empapados, y una cuna de juguete atiborrada de cosas entre los brazos.
Estaba tomando el aire en la terraza y.....Me miraste con cara de niña pillada en falta... ¿quieres tú una toalla?. El sonido de la lluvia sobre el tejado era tan fuerte que era difícil entenderse.
Dejé la cuna en el suelo y me quedé un momento mirando la habitación. Era una gran sala rectangular, con una cristalera de lado a lado en la que se habría una puerta, que daba a la terraza. Junto a ella, un caballete y una mesita llena de pinturas y frascos. Apoyados en las paredes, cuadros de diferentes tamaños secándose, algunos sin acabar.
En una esquina, un diván de terciopelo verde y un velador con dos copas de coñac intactas, como una promesa de calidez.
Sonreí para mí. Me emocionó que recordases que yo solía beber coñac.
Al segundo estornudo corriste hacia una habitación que había al fondo y enseguida volviste a aparecer vestida con un pantalón ancho y un viejo jersey negro. Parecías más alta y más frágil que hacía un momento. En tu cara un gesto de gravedad. Y de pronto tuve miedo. Supe que mi misión de aquella tarde sería más dolorosa y difícil de lo que imaginé.
Hacía casi un año de la muerte de Eva y en ese tiempo yo había evitado encontrarme contigo. No atendía tus llamadas, rehuía lugares y momentos en los que sabía que podrías estar tu. Seguramente me sentía culpable. Con la excusa de la lejanía y de mis muchas ocupaciones, durante la enfermedad de mi hermana apenas fui un par de veces a verla al hospital. No estuve con ella cuando se le empezó a caer el pelo, cuando la vida se le escapaba en vómitos tras las sesiones de quimioterapia, cuando supo que se iba a morir y le entró la prisa por dejar sus cosas arregladas.
Tú sí estuviste y me lo contabas sin dramatismo y sin reproches en tus larguísimas cartas. Esas cartas que me empezaste a escribir cuando me fui a Francia y que al principio me incomodaron, pero sin las que ya no era capaz de entender mis días.
Me llevaste de la mano al diván, cogiste la cuna y la pusiste entre los dos, y otra vez era como siempre. Eva interponiéndose entre tú y yo, colocándose en el asiento del medio en el cine. En el coche, cuando te venías con nosotros los domingos al pantano. Sobre la manta, en el suelo del patio, las noches de contar estrellas. Hoy, por deseo explícito de mi hermana gemela, era para ti la cuna favorita de sus muñecas, los cromos que te despegaba del álbum cuando estabas a punto de acabarlo, las cartas de los novios que sistemáticamente te quitaba, pero también sus discos favoritos, su chal de seda, sus diarios.
Desde que éramos pequeños he soñado estar enamorado de ti, pero también desde entonces ha estado siempre Eva, con su tiranía de mejor amiga, guardándote para ella celosamente, no dejando que nadie, y yo menos aún, se acercaran a ti lo suficiente.
Debajo de todo, un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cinta verde. Tus dedos deshacen el nudo con impaciencia. Dentro, todos los regalos que te ido haciendo desde que te conozco: la peonza campeona cuando te operaron de las anginas, la mariposa monarca en el estuche del anillo de mi madre, el pequeño corazón de plata de cuando cumpliste catorce años, el cuaderno de tapas rojas con flores secas entre las páginas. Todo te lo había ido arrebatando mi hermana y hoy, ya ausente, te lo devolvía con una nota que te hizo llorar y sonreír y que guardaste presurosa en el bolsillo del pantalón.
Por primera vez desde que he llegado, me miras a los ojos. Me miras como lo hacías antes.
Antes de que te casaras y yo me fuera lejos, antes de tu divorcio y de la enfermedad de Eva. Me miras como cuando nuestra vida aún era una invitación.
Te secas las lágrimas y apuras el coñac, con voz ronca me dices, ven quiero que veas esto. Te levantas y le das la vuelta a un cuadro apoyado en la pared del fondo. En él, frente a un espejo, Eva desnuda se mira con sorpresa. La imagen reflejada es la mía. Reconozco mi mirada en los ojos de mi hermana. Con un susurro comienzas a hablarme como se habla a los niños: “Siempre os he amado a los dos, en mis sueños os confundiais, nunca he podido elegir”.
Vuelves al diván y echas la cabeza hacia atrás, en un gesto de infinito cansancio. Acerco mis labios a tu cuello y bebo de tu pelo aún mojado. Un relámpago vuelve a cruzar la habitación, teñida ahora de naranja. Después con un movimiento rápido y completamente inesperado, estiras tu pierna derecha hasta apoyarla en mí.
Más que el roce, al principio lo que me sorprendió fue la blancura. La blancura de tu estrecho pie, escondiéndose leve entre mis ropas, jugando a los insectos. Primero mariposa, un ligero aleteo, un suave toque. Después, fueron hormigas. Pasitos diminutos como dedos meñiques, inventando un camino entre cadera e ingle. Más tarde, un enjambre de abejas buscando un cáliz dulce, un escondrijo oscuro. Luego ya fue tu pie y una furia feliz que desató oleajes.
Muchas horas después, la luz se hizo añicos abajo en la acera, y sobre tu tejado la lluvia se amansó como una jauría de lobos dormidos. Acurrucada contra mí, hueles a verano y a olvido. Vuelvo a mirar el cuadro apoyado en la pared y quizá sea la luz, pero creo adivinar en los ojos de mi hermana un gesto de despedida.

jueves, 14 de febrero de 2008

Primer autorretrato. RGB (0,0,255) – RGB (255,0,255)

Andrea y yo nos sentamos delante de dos grandes vasos de cerveza en un bar limpio, y nos las bebemos de un trago. Vamos a contarnos la peor de las historias, a ver si así se nos quita el miedo a la vida.

Vamos a perder un cuento. Como se pierde un tren o un billete de 50 euros.

La peor de todas las historias es sin duda aquella que te contaron una vez de niña y casi has olvidado. Es solo el terror, el miedo alrededor respirando, lo que recuerdas. La peor de mis historias sucedió sin traumas. Casi ni me di cuenta.
Alguien me leyó el futuro en la palma de la mano y me dijo algo horrible. Para mí, lo más horrible.

Me podría haber dicho: te volverás loca, te ingresarán en una institución psiquiátrica y venderán tus córneas. No sabrás nunca por qué no eres capaz de ver. Nunca sabrás lo que ven los demás.
Pero no fue eso lo que sucedió. Fue peor. Me dijo: perderás la memoria.
Tienes que ver muchas películas antiguas, en blanco y negro. Ese -me dijo- es el remedio.
Películas. Imágenes en movimiento sin color. Nada de tomar fósforo, nada de hacer ejercicios, de llevar un diario, vida sana. No.
Ver películas de otros, sin colores que te confundan. Sin luces, sin grados. Solo mi córnea preciosa e intacta y los clásicos.

Recuerdo pocas cosas de mi infancia. El primer autorretrato que tengo de mi vida es mi padre entrando borracho dando un portazo y señalándome con el dedo. Los ojos cerrados con fuerza.
“38 lobos bajan por la colina. Tu duérmete, que yo los cazo” Mi padre desplomándose en la entrada de casa.

Primera fotografía. Mi padre tirado en el recibidor. Papá sobre moqueta azul, 1985

No quiero olvidar a mi padre para no confundirme con él. Quiero recordar siempre el cuento de Ana y los lobos.
A veces, cuando camino por las calles de mi ciudad, recuerdo lugares, de alguna forma reconozco esquinas, calles, portales. No sé qué me ha pasado allí ni si he estado muchas o pocas veces, pero los siento míos. Y me hacen sentirme en casa. No quiero sentirme en casa si tengo que tener los ojos cerrados, como mi padre. Azules-marrones-verdes. Los ojos del mundo

Lo segundo que recuerdo es a Andrea y a mí sangrando por la boca y la nariz, respectivamente, y riéndonos. Nos pegamos una paliza en medio de un bar. Nos queríamos. Nos divertíamos. Nada de esto nos hacía daño. No más del daño que sin querer te puede hacer un “buenos días” dicho en un tono azul frío.
Allí, las dos vestidas de niñas malas con la cara llena de sangre y el cuerpo dolorido, los tíos con los que habíamos estado ligando toda la noche se fueron del bar con algo roto en las entrañas. Éramos tan hermosas, riéndonos, llorando, sangrando, abrazadas por el hombro como dos amigotes con minifaldas. Recuerdo que ella gritaba ¿Quién tiene más miedo? ¡¿Eh?! Recuerdo que nadie se atrevía a mirarnos a los ojos.

Nunca tuve anorexia. Tuve anemia ferropénica.
Nunca tuve esquizofrenia, tuve ataques de ansiedad.
Mi novio nunca se suicidó, pero se cortaba las venas cada noche en la habitación de al lado, y yo le curaba los cortes. Luego se follaba a mis amigas, también en la habitación de al lado, y a mi no me parecía del todo mal.
Mis padres no murieron en un terrible accidente de tráfico cuando yo tenía solo 6 años, pero se separaron cuando tenía 22. La persona que le dijo a mi madre que mi padre se iba de casa fui yo. Y no me acuerdo absolutamente de nada.

Me compré un cuaderno y escribí un poema. Una cosa tonta, cursi, como yo creía que eran los poemas. Lo hice con miedo, porque cada verso sonaba igual que “treintayocholobos”
Porque el cuaderno era rojo, pero mientras escribía se volvía blanco y negro. Y me asustaba ¿Quién tiene más miedo?

A mi madre le quitaron la vesícula porque tenía piedras que le producían cólicos muy fuertes, pero a los pocos meses los cólicos volvieron a aparecer. Es normal, dijeron los médicos, que te duela la vesícula, aunque ya no la tengas. Esas cosas pasan, dijeron los médicos.

Segunda fotografía: una piedra flotando en un tarro de cristal. Partes de mi, 1997

Cuando abro mi cuaderno rojo puedo oler al empleado del psiquiátrico que viene a buscarme. Sé lo que les han hecho a los demás, sé lo que me van a quitar, y es lo más importante que tengo. Lo que me define. Lo que me deja ver. Oigo a mi padre como si dijera: “Para qué quieres ver si no vas a recordar”. Ojalá estuviera muerto.
Porque mi padre no murió dejándome huérfana. No nos pegaba cuando llegaba borracho a casa. Solo se caía en el recibidor y luego nadie recordaba nada la mañana siguiente.

Ahora, leo en el British medical journal que un experimento ha demostrado por qué las personas amputadas sienten dolor en los miembros que ya no tienen. No es en el lugar que molesta donde se encuentra ese dolor, sino en la neurona que lleva la información a otra neurona, en la conexión de dos axones rodeados de mielina en el cerebro. Ahí se encuentra la memoria, y si se activa por error una de las dos neuronas, y si por un segundo error, la otra se activa también, sentiremos un calambre en el brazo que ya no tenemos. Iremos al médico a pedir un calmante porque notamos un profundo dolor en el pie que nos han quitado.
Así que tengo una idea para recuperar mi memoria.

Miro a Andrea, nos bebemos las cervezas de un trago. Pedimos más
Luego, que las neuronas hagan, si pueden, su trabajo. Pero sin miedo.

Lacancióndepabloes: Los Olvidados, de Sidonie.