Andrea y yo nos sentamos delante de dos grandes vasos de cerveza en un bar limpio, y nos las bebemos de un trago. Vamos a contarnos la peor de las historias, a ver si así se nos quita el miedo a la vida.
Vamos a perder un cuento. Como se pierde un tren o un billete de 50 euros.
La peor de todas las historias es sin duda aquella que te contaron una vez de niña y casi has olvidado. Es solo el terror, el miedo alrededor respirando, lo que recuerdas. La peor de mis historias sucedió sin traumas. Casi ni me di cuenta.
Alguien me leyó el futuro en la palma de la mano y me dijo algo horrible. Para mí, lo más horrible.
Me podría haber dicho: te volverás loca, te ingresarán en una institución psiquiátrica y venderán tus córneas. No sabrás nunca por qué no eres capaz de ver. Nunca sabrás lo que ven los demás.
Pero no fue eso lo que sucedió. Fue peor. Me dijo: perderás la memoria.
Tienes que ver muchas películas antiguas, en blanco y negro. Ese -me dijo- es el remedio.
Películas. Imágenes en movimiento sin color. Nada de tomar fósforo, nada de hacer ejercicios, de llevar un diario, vida sana. No.
Ver películas de otros, sin colores que te confundan. Sin luces, sin grados. Solo mi córnea preciosa e intacta y los clásicos.
Recuerdo pocas cosas de mi infancia. El primer autorretrato que tengo de mi vida es mi padre entrando borracho dando un portazo y señalándome con el dedo. Los ojos cerrados con fuerza.
“38 lobos bajan por la colina. Tu duérmete, que yo los cazo” Mi padre desplomándose en la entrada de casa.
Primera fotografía. Mi padre tirado en el recibidor. Papá sobre moqueta azul, 1985
No quiero olvidar a mi padre para no confundirme con él. Quiero recordar siempre el cuento de Ana y los lobos.
A veces, cuando camino por las calles de mi ciudad, recuerdo lugares, de alguna forma reconozco esquinas, calles, portales. No sé qué me ha pasado allí ni si he estado muchas o pocas veces, pero los siento míos. Y me hacen sentirme en casa. No quiero sentirme en casa si tengo que tener los ojos cerrados, como mi padre. Azules-marrones-verdes. Los ojos del mundo
Lo segundo que recuerdo es a Andrea y a mí sangrando por la boca y la nariz, respectivamente, y riéndonos. Nos pegamos una paliza en medio de un bar. Nos queríamos. Nos divertíamos. Nada de esto nos hacía daño. No más del daño que sin querer te puede hacer un “buenos días” dicho en un tono azul frío.
Allí, las dos vestidas de niñas malas con la cara llena de sangre y el cuerpo dolorido, los tíos con los que habíamos estado ligando toda la noche se fueron del bar con algo roto en las entrañas. Éramos tan hermosas, riéndonos, llorando, sangrando, abrazadas por el hombro como dos amigotes con minifaldas. Recuerdo que ella gritaba ¿Quién tiene más miedo? ¡¿Eh?! Recuerdo que nadie se atrevía a mirarnos a los ojos.
Nunca tuve anorexia. Tuve anemia ferropénica.
Nunca tuve esquizofrenia, tuve ataques de ansiedad.
Mi novio nunca se suicidó, pero se cortaba las venas cada noche en la habitación de al lado, y yo le curaba los cortes. Luego se follaba a mis amigas, también en la habitación de al lado, y a mi no me parecía del todo mal.
Mis padres no murieron en un terrible accidente de tráfico cuando yo tenía solo 6 años, pero se separaron cuando tenía 22. La persona que le dijo a mi madre que mi padre se iba de casa fui yo. Y no me acuerdo absolutamente de nada.
Me compré un cuaderno y escribí un poema. Una cosa tonta, cursi, como yo creía que eran los poemas. Lo hice con miedo, porque cada verso sonaba igual que “treintayocholobos”
Porque el cuaderno era rojo, pero mientras escribía se volvía blanco y negro. Y me asustaba ¿Quién tiene más miedo?
A mi madre le quitaron la vesícula porque tenía piedras que le producían cólicos muy fuertes, pero a los pocos meses los cólicos volvieron a aparecer. Es normal, dijeron los médicos, que te duela la vesícula, aunque ya no la tengas. Esas cosas pasan, dijeron los médicos.
Segunda fotografía: una piedra flotando en un tarro de cristal. Partes de mi, 1997
Cuando abro mi cuaderno rojo puedo oler al empleado del psiquiátrico que viene a buscarme. Sé lo que les han hecho a los demás, sé lo que me van a quitar, y es lo más importante que tengo. Lo que me define. Lo que me deja ver. Oigo a mi padre como si dijera: “Para qué quieres ver si no vas a recordar”. Ojalá estuviera muerto.
Porque mi padre no murió dejándome huérfana. No nos pegaba cuando llegaba borracho a casa. Solo se caía en el recibidor y luego nadie recordaba nada la mañana siguiente.
Ahora, leo en el British medical journal que un experimento ha demostrado por qué las personas amputadas sienten dolor en los miembros que ya no tienen. No es en el lugar que molesta donde se encuentra ese dolor, sino en la neurona que lleva la información a otra neurona, en la conexión de dos axones rodeados de mielina en el cerebro. Ahí se encuentra la memoria, y si se activa por error una de las dos neuronas, y si por un segundo error, la otra se activa también, sentiremos un calambre en el brazo que ya no tenemos. Iremos al médico a pedir un calmante porque notamos un profundo dolor en el pie que nos han quitado.
Así que tengo una idea para recuperar mi memoria.
Miro a Andrea, nos bebemos las cervezas de un trago. Pedimos más
Luego, que las neuronas hagan, si pueden, su trabajo. Pero sin miedo.
Lacancióndepabloes: Los Olvidados, de Sidonie.