lunes, 25 de febrero de 2008

LA HUELLA DE TU PIE ( O LOS GEMELOS)

LOS GEMELOS



El primer trueno me sorprendió subiendo las escaleras de tu casa, y ya casi en tu puerta, el olor a ozono se mezcló con el de trementina que impregnaba todo el edificio.
Después de un rato interminable llamando a tu puerta, me abriste al fin como recién salida de la ducha. Tu pelo y tu cara chorreaban y sobre tu cuerpo, también empapado, una ridícula bata, en forma de kimono que apenas te tapaba las piernas.
Detrás de tu sonrisa, un rayo cruzó la habitación a través de la terraza abierta.
Pasa o nos volamos, y me di cuenta de lo preciosa que seguías siendo y de lo absurdo de mi aspecto: la vieja chaqueta de terciopelo y el sombrero empapados, y una cuna de juguete atiborrada de cosas entre los brazos.
Estaba tomando el aire en la terraza y.....Me miraste con cara de niña pillada en falta... ¿quieres tú una toalla?. El sonido de la lluvia sobre el tejado era tan fuerte que era difícil entenderse.
Dejé la cuna en el suelo y me quedé un momento mirando la habitación. Era una gran sala rectangular, con una cristalera de lado a lado en la que se habría una puerta, que daba a la terraza. Junto a ella, un caballete y una mesita llena de pinturas y frascos. Apoyados en las paredes, cuadros de diferentes tamaños secándose, algunos sin acabar.
En una esquina, un diván de terciopelo verde y un velador con dos copas de coñac intactas, como una promesa de calidez.
Sonreí para mí. Me emocionó que recordases que yo solía beber coñac.
Al segundo estornudo corriste hacia una habitación que había al fondo y enseguida volviste a aparecer vestida con un pantalón ancho y un viejo jersey negro. Parecías más alta y más frágil que hacía un momento. En tu cara un gesto de gravedad. Y de pronto tuve miedo. Supe que mi misión de aquella tarde sería más dolorosa y difícil de lo que imaginé.
Hacía casi un año de la muerte de Eva y en ese tiempo yo había evitado encontrarme contigo. No atendía tus llamadas, rehuía lugares y momentos en los que sabía que podrías estar tu. Seguramente me sentía culpable. Con la excusa de la lejanía y de mis muchas ocupaciones, durante la enfermedad de mi hermana apenas fui un par de veces a verla al hospital. No estuve con ella cuando se le empezó a caer el pelo, cuando la vida se le escapaba en vómitos tras las sesiones de quimioterapia, cuando supo que se iba a morir y le entró la prisa por dejar sus cosas arregladas.
Tú sí estuviste y me lo contabas sin dramatismo y sin reproches en tus larguísimas cartas. Esas cartas que me empezaste a escribir cuando me fui a Francia y que al principio me incomodaron, pero sin las que ya no era capaz de entender mis días.
Me llevaste de la mano al diván, cogiste la cuna y la pusiste entre los dos, y otra vez era como siempre. Eva interponiéndose entre tú y yo, colocándose en el asiento del medio en el cine. En el coche, cuando te venías con nosotros los domingos al pantano. Sobre la manta, en el suelo del patio, las noches de contar estrellas. Hoy, por deseo explícito de mi hermana gemela, era para ti la cuna favorita de sus muñecas, los cromos que te despegaba del álbum cuando estabas a punto de acabarlo, las cartas de los novios que sistemáticamente te quitaba, pero también sus discos favoritos, su chal de seda, sus diarios.
Desde que éramos pequeños he soñado estar enamorado de ti, pero también desde entonces ha estado siempre Eva, con su tiranía de mejor amiga, guardándote para ella celosamente, no dejando que nadie, y yo menos aún, se acercaran a ti lo suficiente.
Debajo de todo, un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cinta verde. Tus dedos deshacen el nudo con impaciencia. Dentro, todos los regalos que te ido haciendo desde que te conozco: la peonza campeona cuando te operaron de las anginas, la mariposa monarca en el estuche del anillo de mi madre, el pequeño corazón de plata de cuando cumpliste catorce años, el cuaderno de tapas rojas con flores secas entre las páginas. Todo te lo había ido arrebatando mi hermana y hoy, ya ausente, te lo devolvía con una nota que te hizo llorar y sonreír y que guardaste presurosa en el bolsillo del pantalón.
Por primera vez desde que he llegado, me miras a los ojos. Me miras como lo hacías antes.
Antes de que te casaras y yo me fuera lejos, antes de tu divorcio y de la enfermedad de Eva. Me miras como cuando nuestra vida aún era una invitación.
Te secas las lágrimas y apuras el coñac, con voz ronca me dices, ven quiero que veas esto. Te levantas y le das la vuelta a un cuadro apoyado en la pared del fondo. En él, frente a un espejo, Eva desnuda se mira con sorpresa. La imagen reflejada es la mía. Reconozco mi mirada en los ojos de mi hermana. Con un susurro comienzas a hablarme como se habla a los niños: “Siempre os he amado a los dos, en mis sueños os confundiais, nunca he podido elegir”.
Vuelves al diván y echas la cabeza hacia atrás, en un gesto de infinito cansancio. Acerco mis labios a tu cuello y bebo de tu pelo aún mojado. Un relámpago vuelve a cruzar la habitación, teñida ahora de naranja. Después con un movimiento rápido y completamente inesperado, estiras tu pierna derecha hasta apoyarla en mí.
Más que el roce, al principio lo que me sorprendió fue la blancura. La blancura de tu estrecho pie, escondiéndose leve entre mis ropas, jugando a los insectos. Primero mariposa, un ligero aleteo, un suave toque. Después, fueron hormigas. Pasitos diminutos como dedos meñiques, inventando un camino entre cadera e ingle. Más tarde, un enjambre de abejas buscando un cáliz dulce, un escondrijo oscuro. Luego ya fue tu pie y una furia feliz que desató oleajes.
Muchas horas después, la luz se hizo añicos abajo en la acera, y sobre tu tejado la lluvia se amansó como una jauría de lobos dormidos. Acurrucada contra mí, hueles a verano y a olvido. Vuelvo a mirar el cuadro apoyado en la pared y quizá sea la luz, pero creo adivinar en los ojos de mi hermana un gesto de despedida.

1 comentario:

EXASPERADAS dijo...

A sugerencia de Andrea, he hecho algún pequeño cambio en este relato. Creo que ha mejorado. Espero que opineis lo mismo.
Paloma