Son las seis de la mañana y suena una salva de disparos.
Alfredo, con el sueño fugado, se levanta de la cama y se sienta en la única mesa que está al lado de la única ventana de la estancia. No enciende la luz ni le hace falta: la luna ilumina el llano.
Ahora vienen, murmura, y los espera. Ya los oigo. ¿Cuántos serán esta vez?
Otro disparo para que los muertos no se levanten, esta vez solo uno.
Despacio, como hacen todos los viejos, y con un crujido, abre el cajón y saca una libreta y un trozo de carbón. Pasa las páginas, todas llenas de idénticas marcas, de rayas negras borrosas, y hace una al final.
Cada disparo una marca.
Cuando empezaron a fusilarlos en los pozos, igual que cuando empezó esta guerra, Alfredo pensó que no duraría. No quiso escuchar la sed que tienen las piedras en las entrañas de Teruel.
De noche, cuando el hambre no le deja dormir, no puede evitar imaginarlos: serán niños, hombres o mujeres que lucharon en la guerra, como Antonia.
Alfredo sabe que Antonia no está en uno de esos pozos, que no le disparó un muchacho de rodillas bancas para arrojarla a ese olvido oscuro que no conoce ni tu nombre, una noche de luna llena y a escondidas. Ella murió en la batalla y él, por gracia o por desgracia, aún vive.
Aquí vuelven, oye dos nuevas voces. Son demasiado chiquillas esta vez, y él demasiado viejo y vencido para salir a ayudarlas y robar los dos tiros de gracia que les esperan.
Alfredo se mira las manos, manchadas de carbón y recuerda las de Antonia, también llenas siempre de hollín y de tierra. De susurros, de pañuelos, de pellizcos… Son recuerdos de viejo. Son manos de viejo.
Se sacude los fantasmas: cada muerto, una marca.
Si supiera contarlas, vería que ya lleva 1003, pero él sabe que lo importante no es que conozca su número, sino que las apunte todas.
Esta vez están tardando mucho, y Alfredo se inquieta. No quiere pensarlas, oírlas, no quiere tener que recordar más muertos. Otros lo harán cuando llegue el momento y con su cuaderno podrá saber a cuántos cuerpos sin nombre enterraron en esos pozos sedientos.
Están tardando. Debe ser que ellos también tienen miedo y pocos años, y por eso no se atreven a matar de frente.
Las niñas preguntan con voz de llevar bien alta la barbilla ¿Adónde nos llevas? El muchacho responde con un tono de voz tan firme como cobarde: “Al fondo hay una casa ¿La veis? Allí tenemos a vuestra madre, ir a verla”
Ni el agua quiere volver a esta tierra llena de huesos comunes.
Alfredo no ve las siluetas ni escucha los pasos, pero se imagina los corazones latiendo, los calcetines rápidos, y las manos atadas a la espalda.
Hace dos marcas más en su cuaderno, y como obedeciendo una orden dos disparos le devuelven su silencio.
Por más que piensa, esas chicas no las recuerda entre los del pueblo. Deben de traerlos ya desde pueblos vecinos, porque aquí no son tantos, y por más que disparan a la luna aún quedan unos cuantos vivos. Cierra la libreta y acaricia el lomo de un gato que se estira sobre la mesa
- Tú también tienes que seguir vivo - le dice - y escondido. Tienes que ayudarme a recordar que no tenemos dueños.
No sabe si será él uno de esos pocos que quede con vida cuando pueda alguien contar las marcas de su cuaderno, pero todo el pueblo conoce lo que ocurre en los pozos, y espera que sea trabajo de otro, en el futuro, resucitar el olvido de sus mil cinco muertos.
viernes, 29 de febrero de 2008
La sed.
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