De cómo un espacio que en cualquier gran ciudad sería un no lugar, y en la mía es un lugar de encuentro, puede convertirse de pronto en un no-lugar. o EL AUTOBUS.
Al parecer el conductor llevaba mucha prisa. Aún en la parada y justo cuando se acababan de cerrar las puertas, le alcanzó sofocado un chico cargado con libros y carpetas que golpeó suavemente con los nudillos el cristal, esperando confiado que esas puertas volvieran a abrirse. No era una suposición descabellada. Esta es una pequeña ciudad de provincias, donde los conductores de autobús se toman el primer café de la mañana en un pequeño bar que hay junto a Correos, en la cabecera de línea y a casi ningún usuario se le ocurre protestar porque “pasan tres minutos del horario de salida”. Como suelen repetir turnos e itinerarios, casi todos los pasajeros se conocen y no es infrecuente que se establezcan conversaciones muy personales entre ellos y con el conductor.
En mi ciudad, un autobús es un espacio en el que se establecen relaciones que enseguida dejan de ser anónimas e impersonales. Tengo una amiga a la que he conocido en el trayecto de las ocho y diez de la mañana de la Línea 1 y con la que mantengo una conversación sobre el arte y la ética del artista que ya dura casi un año y que sostenemos cada día durante doce minutos, justo el tiempo que media entre la parada en la que yo me subo y la parada en la que ella se baja.
Como decía, en mi ciudad un autobús es un auténtico lugar, o al menos hasta hoy eso es lo que yo creía.
Tras darle al muchacho de las carpetas con la puerta en las narices, arrancó sin ningún miramiento y enfiló la estrecha y empinada cuesta de la Calle Larga a una velocidad bastante mayor a la que estábamos acostumbrados los viajeros de las tres de la tarde.
El resto del trayecto lo hizo a trompicones. En las paradas en las que no veía a nadie, no se dignaba detenerse y cuando algún pasajero tocaba el timbre para apearse, le lanzaba una mirada que daba un poco de miedo.
No era mi hora habitual y apenas vi un par de caras conocidas. A la altura de la parada de los bomberos, reparé en ella. Pelo negro hasta la cintura alejado de la cara por una cinta elástica también negra. Vaqueros muy gastados y cazadora de cuero. Tez muy blanca alumbrada por unos enormes ojos verdes. Labios gruesos y sensuales. No obstante, había algo extraño en su cara, una especie de contradicción. Sus facciones suaves, el brillo de sus ojos, invitaban a un acercamiento, pero su frente y las aletas de su nariz estaban tensas y ponían a su alrededor un ambiente gélido que hacía retroceder.
Estaba sentada frente a mí y aunque miraba hacia el frente, con su gesto dejaba muy claro que deliberadamente no me veía. Yo en cambio, amparado en un descaro apacible, la observaba hasta el más mínimo detalle. Lo normal hubiera sido dirigirme directamente a ella y haber comenzado una conversación, quizá un poco banal al principio, pero que seguramente antes de llegar al fin del trayecto se hubiera ido transformando sutilmente en algo mas personal. Eso hubiera sido lo normal en ese lugar que hasta entonces era un autobús de mi pequeña ciudad, pero algo había pasado y el vehículo que me transportaba se había convertido en un no lugar, en un espacio de confluencia anónima.
No se oía ni la sombra de una conversación. Cada uno de los pasajeros miraba al frente o por las ventanillas, con ojos vacíos. Solo algún murmullo de desaprobación cuando, al llegar al casco antiguo y dada la velocidad que llevaba, el autobús daba saltos sobre el empedrado haciendo peligrar los amortiguadores y golpeando las rabadillas de los pasajeros que íbamos sentados. Ella, en una absoluta inmovilidad, parecía no sentir los baches. Justo una parada antes de la mía, hubo una corriente de viajeros hacia la puerta. “Se queda hasta el final” pensé sin poder contener un vuelco de tonta alegría. De pronto, sin ningún gesto que lo anunciara, se levantó y ya estaba en la acera, justo debajo de la ventanilla por la que yo miraba, desolado. Antes de cruzar la calle y perderse cuesta abajo, me miró directamente a los ojos y me dedicó, la muy perversa, la
lunes, 28 de enero de 2008
LINEA UNO
Etiquetas:
Paloma G. Poza
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