lunes, 15 de octubre de 2007

SEDA AL ROJO

SEDA AL ROJO (Para Andrea, que tenía interés en leer esta historia)



Lo primero que me llamó la atención fue su cara de niña, de niña mala que disfruta haciendo travesuras. Después vi sus manos. Manos fuertes, grandes y curtidas. Estaba a mi lado en la barra, tomándole el pelo al camarero mientras le pedía un café muy cargado, muy caliente y muy amargo. Me miró directamente a los ojos y una oleada de calor encendió mi cara. Me sentí ridícula y avergonzada, como una adolescente frente al chico que le gusta.
- Tú estás en la Feria de Artesanía, ¿verdad? Y por tu aspecto diría que te dedicas a los textiles. Telares, tintes naturales….- Su descaro era agradable, inspiraba confianza y cercanía.
- Pinto seda. Pañuelos, ropa, cortinas… ¿y tu, también estás en la Feria?
- Así es, y si pintas seda, te llamas Elena Ruiz, vienes de Asturias y tu puesto está pegadito al mío. ¿Acierto? Se reía a carcajadas mirando mi cara de asombro.
- ¿Tu eres “Al rojo vivo”? No había terminado de decir esta frase cuando me di cuenta de lo ridícula que sonaba. Volví a ruborizarme.
- Me llamo Elsa, soy herrera, “forja artística”, pone en el catálogo, y si, soy y estoy “al rojo vivo”. Volvió a reírse mientras, cogiéndome por los hombros me estampaba un beso en cada mejilla. - ¿Hace calor aquí, verdad?. Ven, vamos fuera, quiero enseñarte algo antes de que se abra la Feria.
A partir de ese momento, Elsa y yo fuimos inseparables. Y utilizo esta palabra en un sentido estrictamente literal. En la semana que duró la Feria de Artesanía estuvimos siempre juntas. Ejercía sobre mí una especie de hechizo que me impedía negarme a cualquiera de sus propuestas, por muy descabelladas o inusuales que me parecieran. Y tengo que decir honestamente que no me arrepentí entonces, ni me arrepiento ahora de nada de lo que hice con ella en esos días.
Yo conocía esa pequeña ciudad donde se celebraba la Feria. No era el primer año que iba, pero Elsa inventó para mí una ciudad distinta. Una ciudad donde los gatos nos hablaban, las cigüeñas nos ofrecían conciertos nocturnos y las piedras escondían tesoros entre sus grietas. Una noche en un parque, descubrimos un refugio perfecto en el hueco de una secuoya gigante y allí, muertas de risa y algo mareadas por el vino bebido en la cena, comenzamos a besarnos despertando a las hormigas. La boca de Elsa me mostró ríos caudalosos, bosques con olor a sándalo y estrechos caminos colgados sobre precipicios. Sus manos decididas, buscaron en mí rincones y pliegues que solo conseguían despertar un hambre que yo jamás había sentido.
Esa mañana, en la cama de Elsa, me despertó una pluma que subía y bajaba por mi espalda. Si en algún momento tuve la tentación de sentirme culpable, (uno siempre vuelve a los viejos lugares conocidos) la luz de su sonrisa y el olor del café y las tostadas, me devolvieron a un mundo recién regado al que acababan de peinar el flequillo.
- Venga perezosa, en media hora tenemos que abrir el puesto...
Extendí mis brazos, se acercó y nos abrazamos. Sus grandes manos sujetaban mi cabeza enmarcándome la cara...
- Elena, eres lo mejor que me ha pasado en años.
- Elsa, yo...tu sabes, tengo pareja, vivo con David desde hace cuatro años...Para mi, esto es nuevo, yo no...
Me puso un dedo en la boca, como se hace con los niños pequeños para que se callen.
- No hay nada que explicar, Elena. Todo está bien.
Los días siguientes vivimos en un estado de permanente embriaguez, sin probar siquiera una gota de alcohol. Lo que sentíamos era tan evidente que los otros artesanos bromeaban a nuestra costa, haciendo juegos de palabras con el hecho de que yo trabajaba la seda y Elsa el hierro. Quizá en otros momentos de mi vida me hubiera sentido incómoda, pero entonces no me importó. Viajaba en un globo de colores con la luz de los ojos de Elsa en los míos y sus mano en mis caderas. Las conversaciones por teléfono con David eran tan extrañas que siempre acababa preguntándome si estaba tomando drogas o había bebido.
La tarde del último domingo se deshizo en agua. Los pocos visitantes que se acercaban a la Feria, deambulaban entre los puestos como peces sonámbulos en un acuario gigante. Mi ánimo oscilaba entre la inquietud y el abatimiento. Elsa, atenta y discreta, me traía pequeños regalos: una flor de papel, una amatista pulida, un pastel. Yo intentaba estar animada, pero sentía un peso terrible sobre los hombros y tierra detrás de los párpados. Mañana por la noche estaría en mi casa con David y esa perspectiva, que me resultaba cálida y acogedora, al mismo tiempo me desgarraba porque significaba separarme de Elsa.
Cuando se cerró la Feria, recogimos lo poco que nos había quedado y lo metimos en cajas. Al día siguiente lo cargaría en la furgoneta, justo antes de partir. El Gremio de Artesanos de la ciudad había organizado una cena de despedida para los que habíamos venido de otros lugares y a Elsa y a mí no nos quedaba más remedio que asistir, ya que ella era una de las organizadoras. No pude cenar apenas, una sensación de náusea se había instalado en mi estómago, pero a los postres conseguí animarme y cuando alguien propuso ir a tomar la última a un local que acababan de abrir en las afueras, yo fui la primera en apuntarme. Aquella noche bailé, fumé y bebí mucho más de lo que me apetecía. Tenía miedo de volver con Elsa a su casa, era como si posponiendo ese momento, pudiera evitar que esa noche fuera la última.
A eso de las cinco de la mañana, yo coqueteaba descaradamente con un ceramista cuando Elsa se me acercó y me dijo muy suavemente: - Elena, me marcho, ¿tu qué quieres hacer?..
La miré a los ojos y comencé a sollozar bastante borracha...- ¡Por favor, sácame de aquí, quiero irme contigo!
Estaba amaneciendo cuando llegamos a su casa. Abrió la puerta de la terraza y durante un rato contemplamos en silencio los vuelos acrobáticos de los vencejos. Después, me desnudó suavemente, me metió en la cama, me hizo beber un vaso de leche caliente con miel y me acarició el pelo hasta que me quedé dormida.
Al día siguiente Elsa me cuidó como a una convaleciente. Me preparó el desayuno, me metió en un baño tibio, me construyó una red de caricias y de besos que no consiguieron ahuyentar mi tristeza. Conduje toda la tarde, intentando concentrarme solo en la carretera y no pensar. Estaba casi anocheciendo cuando los gritos de las gaviotas y el olor a mar me hicieron saber que estaba en casa. Los brazos de David me acogieron con tanta vehemencia como si volviera de los últimos confines del universo. Y en realidad así me sentía yo. En los últimos días había transitado por espacios desconocidos, había recorrido de la mano de Elsa, sensaciones y sentimientos que habían roto los límites de mi mundo, y ahora sentía vértigo.

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