jueves, 24 de mayo de 2007

Coda

El humo llenaba el café separando las mesas como islas de luz tenue en el océano brumoso. El grupo del escenario batía el aire a ritmo sincopado. Esther miraba fijamente al virtuoso del tambourine, pensando en la mejor manera de pedirle que le regalara la baqueta. Fernando, la mirada fija y las pupilas dilatadas, marcaba el ritmo con la pierna derecha mientras acariciaba su mano distraídamente. Y sobre la mesa, estos parisinos, siempre tan originales, unas mandarinas en un cuenco de madera tallada iluminaban el oscuro mantel.

Cogió una y la abrió con ansia. Cientos de arañitas salieron de ella, subiendo por su brazo desnudo. Esther gritó, mientras con gestos frenéticos intentaba quitarse de encima los invisibles insectos. La habitación estaba a oscuras y en calma. Eran las tres. Había soñado lo mismo durante las últimas dos semanas, invariablemente repetía la escena que vivió hace cinco años, pero siempre acababa con las arañas, las malditas arañas que tanto detestaba.

No podía aguantar más, sabía que algo no iba bien y tenía que hacer algo ya. Se sentó frente al ordenador pero no quedaban vuelos disponibles. Finalmente consiguió un billete de tren para el día siguiente, en uno de esos coches cama que le recordaban los viajes a Francia con su abuela, las noches sin dormir en el Puerta del Sol, disfrutando del traqueteo hasta que se rendía a las seis de la mañana y caía en un sueño profundo del que costaba muchísimo sacarla.

Llegó a un París lluvioso y gris, como la última vez que estuvo allí. Estaba otra vez en un taxi hacía el distrito VI, rumbo a los edificios universitarios blancos con arcos que tanto le habían hecho odiar el nombre de aquella increíble científica polaca y su marido.

Salió de allí crispada, la mano cerrada arrugando un pedazo de papel con una dirección escrita con letra angular y concentrada como patas de araña. El edificio parecía un pulcro museo renacentista hasta que cruzabas el umbral y el blanco impoluto te deslumbraba, un blanco frío y aséptico que la acompañó hasta la pequeña habitación de la tercera planta.

Lo primero que vio al entrar fueron los pequeños frascos marrones sobre la mesilla, tan parecidos a los de las lágrimas artificiales que usaba cuando llevaba lentillas. Lo irónico de la situación era que, a pesar de todo, no podía llorar, se sentía seca y culpable por ello.

Un susurro le llegó desde la cama.

- Estás aquí. ¿Cómo lo has sabido?
- No lo sé. Tuve un mal presentimiento.
- Sigues igual.
- ¿Tú crees? Las arrugas y las canas no perdonan.
- Seguro que yo tengo peor cara.

Su risa se transformó en una tos convulsa.

- No hables.
- Ya da igual.
- No, a mí no me da.

Sobre la cama distinguió una mancha gris, un cuaderno. Le dolió verse desnuda en la arena, sonriendo.

- Veo que aún lo conservas.
- Nunca podría dejarlo. ¿Eres feliz?
- ¿Qué pregunta es esa? Nadie es feliz.
- Yo creo que lo fui antes de mudarme a esta maldita ciudad.
- Sí, fuiste un estúpido y me hiciste daño.
- Lo siento, por favor, perdóname.
- Hace mucho que te perdoné.
- Últimamente he pensado mucho en ti.
- Quizás por eso haya vuelto.
- Acércate y siéntate en la cama, ¿quieres?. Necesito decirte algo. Creí que esa beca lo significaba todo, que era una oportunidad increíble y no vi nada más, no me di cuenta de lo que perdía y cuando empecé a darme cuenta no me atreví a volver. Pensé que ya no me aceptarías y con razón. Las cosas nunca me salen bien pero esa vez fue por mi culpa, yo lo jodí todo, ¿verdad?
- Si me lo hubieras pedido me hubiera venido aquí contigo sin pensarlo pero tú decidiste cortar con todo como si yo fuera un lastre. Tardé mucho tiempo en superar aquello, me pasé meses esperando una llamada, un correo, no sé, algo.
- Pensé que no sería justo pedirte que lo dejaras todo por mí, y que no aguantaríamos una relación a distancia, lo siento, de verdad, me he sentido vacío desde entonces, he estado a punto de llamarte varias veces, pero me daba tanto miedo que no quisieras saber nada de mí…
- Y durante un tiempo fue así...
- No sabes lo feliz que me ha hecho verte. Voy a intentar dormir un poco, creo que hoy por fin podré descansar tranquilo. ¿Te quedarás aquí conmigo?
- No he recorrido mil kilómetros para irme ahora, ¿no?
- ¿Me das la mano?
- Claro.

Apenas tardó unos pocos minutos en dormirse. Ella apartó las ásperas sábanas y se tumbó despacio, con cuidado infinito, mientras su cuerpo recordaba cómo acoplarse al de él. Notaba su cuerpo caliente y la respiración agitada con un eco ronco que se fue calmando poco a poco. Le abrazó y apoyó la cabeza en su espalda, adormecida por los latidos tenues que percutían en su pecho.

El sol quemaba bajo la bóveda sin nubes. Los granos de arena picaban en su espalda cubriéndola de un traje de cuarzo. Alargó el brazo para coger la mano que él le tendía. Una gota cayó entre sus dedos. El olor a desinfectante entró en su nariz como un punzón y abrió los ojos. Las pupilas de Fernando miraban fijas por la ventana. Su cara estaba húmeda por las lágrimas. No respiraba. Y sonreía.
Christine

Ida y Vuelta

María era blanca y negra, de piel de leche, alas de cuervo trenzadas y silueta curva, ligera y presta.

Carla era roja y negra, de carmín excesivo y satén escaso.

Atravesaba campos, frescos de lluvia y brillantes de sol cuando acababa su turno en la tienda, saciando la espera del hombre con aire y nubes, volviendo sin traer el ramo que madre le pedía, porque las flores arrancadas eran flores muertas. Aguantaba la monserga de siempre, sobre lo mal que cuidaría de su casa cuando se casara mientras acariciaba al orondo gato, distraída, y al ponerse el sol acudía a la cita clandestina con el corazón desbocado de hambre y fuego.

El asfalto quemaba sus pies a través de las sandalias de tacón vertiginoso, sin alcanzar su corazón helado, siempre dormido en su cuerpo dispuesto. Entró en el club y se expuso bajo la íntima luz de la esquina, sentada cruzando las piernas, la vista fija en la barra sin ver, casi sin pestañear, y esperó.

El día en que su Juan entró por la verja en el flamante coche nuevo para llevarla a la ciudad, se pintó los labios de un rojo tenue y brillante y cubrió el vestido con un chal negro de lana fina, sintiéndose una reina hasta que vio el guiño dirigido a la otra. Salió del coche dando un portazo sin escuchar excusas ni perdones, la cabeza hirviendo de furia y miedo, y se encerró en casa. Fuera Juan gritó y gritó hasta que las manos apretadas sobre los oídos convirtieron su voz en un zumbido.

El coche rojo paró frente a la puerta y el hombre trajeado entró en la sala, sorteando las mesas hasta llegar a ella. Los crueles ojos azules, casi transparentes la atravesaron mientras sus labios finos hacían la propuesta. Ella asintió con la cabeza y se dejó llevar.

María murió ese martes por la noche, cuando la misma hoja afilada que un loco hundió en el pecho de su hombre diez veces atravesó el suyo perfectamente sincronizada en el tiempo. La mujer sin alma siguió respirando, la mirada fija en la tierra, siempre hacia abajo, vetado el cielo.

Carla murió en un callejón oscuro, sobre la acera mojada por una tormenta de verano, el cuerpo herido con precisión de cirujano. El mudo que siempre la aguardaba con silencioso ardor en el garaje la encontró, impulsado por un instinto que le abofeteó con fuerza y le ordenó salir.

Cuando despertó en las blancas sábanas del hospital, una mano sin palabras cogió la suya llenando su cabeza de un mar caliente. María miró al mudo y dejó que el sol de la mañana acariciara su cara.

Christine

viernes, 11 de mayo de 2007

Vainilla y Soledad

Tengo tu nuca ante mi, como el pequeño y delicado cofre donde tantas veces soñé que depositaba mis besos frios de muchacho harapiento. Tengo tu nuca y huele como yo imaginaba, a soledad y vainilla, y me parece mentira que después de todo, la vida nos haya reunido hoy aquí.
Octubre en París suele ser un mes triste. La oscuridad acecha desde el mediodia escondida entre las grietas de los edificios, baja por los regueros de lluvia mezclada con orines que corren entre sus calles y parece querer instalarse en el ánimo de todos los que cada mañana jugamos a inventarnos un futuro que sabemos inexistente.
Esta vieja ciudad sacudida por el odio, vive de espaldas al campo. Yo también. No podría soportar ahora la imagen de las viejas cepas dobladas por el oro. Las viñas de mi infancia, pobladas durante este mes por seres mitológicos con cabezas de mimbre cargadas de uva. Hoy dieciseis de Octubre de mil setecientos noventa y tres, nada de eso existe ya. Los campos están arrasados, los pueblos saqueados. La tierra es negra y está llena de sangre. Yerta como mi corazón.
Octubre, Vendimiario. Así quieren que lo llamemos ahora. Para mi es solo el mes de la infamia.
Hoy, en el día del horror, tengo tu nuca ante mi.
Tu no lo sabes, pero a veces te veía jugando en tu jardín. Ayudaba a mi padre a podar los macizos de rosas, a enderezar los arriates de glicinias, a recoger las hojas que se desprendían de la noria del otoño.
Te veía, siempre rodeada de damas mentirosas y caballeros petulantes. Marionetas torpes que se plegaban a tus mañas de niña caprichosa que juega a ser reina.
Una reina adolescente de apenas diecinueve años.
Te veía y te odiaba. Te odiaba por mi camisa sucia y deshilachada que nunca me atrevería a mostrar delante de ti. Te odiaba por mis manos llenas de cortes y de sabañones que jamás osarían rozar tu piel de musgo. Te odiaba por el oscuro agujero que se abría a la altura de mi sexo, cuando un rastro de tu olor se quedaba prendido entre los nenúfares del estanque pequeño, las tardes de verano en las que contra toda convención, empujabas la diminuta flota de juguete con tus arrogantes pies.
Pero sobre todo, te odiaba por tu nuca. No me puedo quejar de mi vida, puede decirse que he tenido suerte. De los ocho hijos que parió mi madre, solo dos hemos sobrevivido. Ayer cumplí treinta y nueve años y pocas veces he estado enfermo. Nunca fuí rico, pero en la época en la que mi padre y más tarde yo mismo, trabajamos como Jardineros de la Corte, en mi casa se comía al menos una vez al día. No, no me puedo quejar de mi suerte, pero tu nuca...
Solías llevar complicados peinados, en los que a veces el cuello quedaba al descubierto. El nacimiento de tu pelo se bifurcaba formando un valle abierto hacia tu espalda. He espiado, acechado, escudriñado, observado, vigilado tu sombra, para poder acunar mi mirada en ese pequeño hueco. Cuando el vino era amargo y cruel conmigo, soñaba incluso con posar mis labios en tu nuca y dejar resbalar mi lengua hasta esa prominencia dura donde acaba tu cuello.
Durante casi veinte años he adivinadado los colores que querías contemplar en primavera, he inventado los aromas que deseabas que llegaran a tu nariz, he dibujado
las formas que soñabas para tus paseos y avenidas. Durante casi veinte años, te he servido, te he buscado, te he adorado, te he odiado y tu jamás has sabido de mi existencia..
Aquel mes de Julio de 1789 las rosas se ahogaban de calor y al anochecer emitían un perfume tan penetrante, que algunas de tus damas fingían marearse bajo los parterres iluminados. Nunca el Palacio había estado tan animado. Las fiestas se sucedían cada semana. Los manjares en las mesas, los vinos en las copas y los afeites en las caras de los nobles eran excesivos hasta la nausea. Aunque en las cocheras y en las cocinas se murmuraba que el rey estaba preocupado, la Corte despilfarraba la décima parte de las rentas del reino.
Un dia de calor sofocante el mundo se volvió del revés “¡Han tomado la Bastilla”! La noticia se extendió por cuadras y bodegas, por salones y estancias. Las siemprevivas se estremecieron dudando de su nombre. Tu familia y tu tuvísteis que dejar Versalles para instalaros en Las Tullerías. Yo tambié me marché. ¿Qué es un Jardinero Real en un Palacio sin Rey?
Llegué a Paris y me uní a los revolucionarios. Con ellos o contra ellos. Aprendí que el olor de la sangre es más penetrante que el de las rosas que mi padre me enseñó a cultivar. Creí en palabras que jamás había oído: Libertad, Igualdad, Fraternidad, Mas tarde descubri que iban prendidas a otras que sí me eran familiares: Odio, Venganza, Muerte.
Soñé con un mundo justo donde todos los cuidadanos serían iguales. Un mundo sin nobles ni vasallos. Sin privilegios de cuna, donde yo podría acercarme a tu nuca de igual a igual. Jamás pensé que sería de esta manera.
Me instruí, volví a la escuela que había tenido que abandonar de niño para entrar a tu servicio. Descubrí que había palabras para cada una de mis ideas y sentimientos .
Y seguí el rastro sombrío de tu nuca. Oí decir que habías traicionado al pueblo, que tu influencia sobre el Rey era maligna, que buscabas alianzas con tu familia austríaca contra Francia. Todo era culpa tuya. Las intrigas contra los girondinos, la vergonzosa huida a Varennes, el asalto final a las Tullerías, en el que una multitud enloquecida arrasó todos los símbolos de la corona que encontró a su paso. La flor de lis fue pisoteada.
Paris era una cloaca maloliente y tórrida ese día de Agosto de 1791 en el que para protegeros de ser despedazados por las turbas, el Ayuntamiento os confinó en la Torre del Temple. Cinco meses después la cabeza de tu marido, el Rey de Francia, rodaba en una plaza pública ante los ojos enfebrecidos y atónitos del pueblo de Paris.
Fue entonces cuando descubrieron mi pasado como Jardinero Real, y para acallar algunas voces que ponían en duda mi fidelidad revolucionaria, me vi obligado a trabajar como verdugo.
En las guerras se mata, y en estos años mi mano ha segado vidas, no voy a negarlo ahora. Pero la guillotina es otra cosa. En estos últimos meses el espanto se ha fundido con mi sangre y mis huesos, y ya no se quién soy. En las madrugadas atroces, cuando el sueño me rinde, veo mi cabeza bajo la cuchilla del cadalso y un frío alivio se apodera de mí. Pero jamás, ni en mis peores pesadillas hubiera pododo imaginar que en esta oscura mañana de Octubre, el perfume a soledad y vainilla que exhala tu nuca me haría desear con tanta ansia mi propia muerte.