Cogió una y la abrió con ansia. Cientos de arañitas salieron de ella, subiendo por su brazo desnudo. Esther gritó, mientras con gestos frenéticos intentaba quitarse de encima los invisibles insectos. La habitación estaba a oscuras y en calma. Eran las tres. Había soñado lo mismo durante las últimas dos semanas, invariablemente repetía la escena que vivió hace cinco años, pero siempre acababa con las arañas, las malditas arañas que tanto detestaba.
No podía aguantar más, sabía que algo no iba bien y tenía que hacer algo ya. Se sentó frente al ordenador pero no quedaban vuelos disponibles. Finalmente consiguió un billete de tren para el día siguiente, en uno de esos coches cama que le recordaban los viajes a Francia con su abuela, las noches sin dormir en el Puerta del Sol, disfrutando del traqueteo hasta que se rendía a las seis de la mañana y caía en un sueño profundo del que costaba muchísimo sacarla.
Llegó a un París lluvioso y gris, como la última vez que estuvo allí. Estaba otra vez en un taxi hacía el distrito VI, rumbo a los edificios universitarios blancos con arcos que tanto le habían hecho odiar el nombre de aquella increíble científica polaca y su marido.
Salió de allí crispada, la mano cerrada arrugando un pedazo de papel con una dirección escrita con letra angular y concentrada como patas de araña. El edificio parecía un pulcro museo renacentista hasta que cruzabas el umbral y el blanco impoluto te deslumbraba, un blanco frío y aséptico que la acompañó hasta la pequeña habitación de la tercera planta.
Lo primero que vio al entrar fueron los pequeños frascos marrones sobre la mesilla, tan parecidos a los de las lágrimas artificiales que usaba cuando llevaba lentillas. Lo irónico de la situación era que, a pesar de todo, no podía llorar, se sentía seca y culpable por ello.
Un susurro le llegó desde la cama.
- Estás aquí. ¿Cómo lo has sabido?
- No lo sé. Tuve un mal presentimiento.
- Sigues igual.
- ¿Tú crees? Las arrugas y las canas no perdonan.
- Seguro que yo tengo peor cara.
Su risa se transformó en una tos convulsa.
- No hables.
- Ya da igual.
- No, a mí no me da.
Sobre la cama distinguió una mancha gris, un cuaderno. Le dolió verse desnuda en la arena, sonriendo.
- Veo que aún lo conservas.
- Nunca podría dejarlo. ¿Eres feliz?
- ¿Qué pregunta es esa? Nadie es feliz.
- Yo creo que lo fui antes de mudarme a esta maldita ciudad.
- Sí, fuiste un estúpido y me hiciste daño.
- Lo siento, por favor, perdóname.
- Hace mucho que te perdoné.
- Últimamente he pensado mucho en ti.
- Quizás por eso haya vuelto.
- Acércate y siéntate en la cama, ¿quieres?. Necesito decirte algo. Creí que esa beca lo significaba todo, que era una oportunidad increíble y no vi nada más, no me di cuenta de lo que perdía y cuando empecé a darme cuenta no me atreví a volver. Pensé que ya no me aceptarías y con razón. Las cosas nunca me salen bien pero esa vez fue por mi culpa, yo lo jodí todo, ¿verdad?
- Si me lo hubieras pedido me hubiera venido aquí contigo sin pensarlo pero tú decidiste cortar con todo como si yo fuera un lastre. Tardé mucho tiempo en superar aquello, me pasé meses esperando una llamada, un correo, no sé, algo.
- Pensé que no sería justo pedirte que lo dejaras todo por mí, y que no aguantaríamos una relación a distancia, lo siento, de verdad, me he sentido vacío desde entonces, he estado a punto de llamarte varias veces, pero me daba tanto miedo que no quisieras saber nada de mí…
- Y durante un tiempo fue así...
- No sabes lo feliz que me ha hecho verte. Voy a intentar dormir un poco, creo que hoy por fin podré descansar tranquilo. ¿Te quedarás aquí conmigo?
- No he recorrido mil kilómetros para irme ahora, ¿no?
- ¿Me das la mano?
- Claro.
Apenas tardó unos pocos minutos en dormirse. Ella apartó las ásperas sábanas y se tumbó despacio, con cuidado infinito, mientras su cuerpo recordaba cómo acoplarse al de él. Notaba su cuerpo caliente y la respiración agitada con un eco ronco que se fue calmando poco a poco. Le abrazó y apoyó la cabeza en su espalda, adormecida por los latidos tenues que percutían en su pecho.
El sol quemaba bajo la bóveda sin nubes. Los granos de arena picaban en su espalda cubriéndola de un traje de cuarzo. Alargó el brazo para coger la mano que él le tendía. Una gota cayó entre sus dedos. El olor a desinfectante entró en su nariz como un punzón y abrió los ojos. Las pupilas de Fernando miraban fijas por la ventana. Su cara estaba húmeda por las lágrimas. No respiraba. Y sonreía.