Viajamos en auto-stop. Simplemente nos dejamos llevar y escuchamos la música. Sí, a veces nos quedamos dormidas. Es difícil no quedarse dormida, viajamos durante todo el día. No conocemos las carreteras, así que siempre estamos perdidas. Le digo a Eva que esto es un gran acto de confianza. Entre nosotras no, entre tú y yo y los demás. Nos dejamos llevar. El conductor sabe que no le haremos ningún daño. O quizá no lo sabe y lo que le gusta es eso: sentir que transgrede algún tipo de límite. Es un pacto entre desconocidos, le digo a Eva: un compromiso.
Siempre es un hombre solo. Las mujeres no están acostumbradas a confiar así, sin más. Nos miran con desaprobación, como si ya nos hubiera sucedido algo terrible. Como si ellas ya nos lo hubieran advertido: las que conducen, las esposas que callan en el asiento del copiloto. Las siempre preciosas y distantes hijas de la parte de atrás, miran distraídas el paisaje por la ventanilla cerrada y sus ojos se detienen siempre en nosotras, como si no mereciera la pena, como si se murieran de envidia. Intuyen que, si sus hombres viajaran solos, pararían en el desvío. Nos preguntarían a dónde vamos, nos llevarían para tener a alguien con quien charlar, para sentirse un poco más valientes, para poder contarlo por ahí.
Estamos en el norte y suele llover, pero aquí a nadie le importa. No nos dirán que nos limpiemos los zapatos, a nadie le preocupa que mojemos los asientos. Cuando no pasan coches, Eva y yo aguantamos bajo la lluvia. Es parte del trato. Por la noche llegamos a alguna pequeña ciudad, buscamos un sitio para dormir y decimos que nos quedaremos a pasar unos días, pero en realidad lo que más nos apetece es volver a salir al cruce a esperar a los coches, a apostar de qué color será el próximo en parar. A inventarnos historias que contaremos al próximo desconocido. No es que el viaje sea el destino, es que no vamos a ninguna parte, ¿sabes? Creo que lo que pasa es que nos asusta quedarnos en un lugar. Enviar postales a casa. Y todo lo demás.
Los coches rojos son míos, los grises son de Eva, y la que gana tiene que ser la primera en hablar con el conductor. Cuando digo hablar me refiero a hacerle alguna pregunta muy personal. Una vez un ejecutivo, vestido de traje nos dio dinero para comer. Nos preguntó si no nos daba miedo ir viajando solas por ahí. Lo que pasa es que era mucho, mucho dinero, ¿sabes? Otro nos llevó a su casa en el pueblo, nos presentó a su madre. Vínculos extraños, parece como si la gente tuviera siempre ganas de cuidar de algo: un perro, una corbata, una gardenia, dos chicas en un desvío de la A-66 hacia Llanes. Quieren ser responsables de algo pequeño y frágil. Quieren ayudar. Y ya sabes lo que pasa: una vez que alguien te he hecho un favor, casi seguramente seguirá ayudándote. Aunque tú ni siquiera lo necesites.
Nos regalaron una manta, un antiguo casette de Queen. Hombres a los que no volveríamos a ver, hombres que, como estaban conduciendo, ni siquiera nos daban la mano al entrar. Uno nos dijo “Joder, sois o mejor que me ha pasado hoy” otro nos pidió que le acompañáramos esa noche al cumpleaños de un amigo. Simplemente es que no queremos volver a casa. Un señor nos dejó las llaves de un piso que tenía en Vitoria por si necesitábamos pasar allí la noche. No hay nada en la nevera, nos advirtió.
A veces no tenemos suerte y pasamos horas en una salida de la autopista. Eva se pone a dar pequeños saltitos de los nervios, pero fingiendo que tiene un poco de frío. Me da un codazo cuando escucha un coche acercarse. ¿Rojo o gris? Me pregunta. Cuando nos dejan en una gasolinera, pedimos dinero para comprar comida y coca-colas, y jugamos con los perros abandonados. Al fin y al cabo ellos también se meterían en un coche con cualquiera, dice Eva.
En algún lugar en la carretera que va desde Irún a Hendaya, un transportista que nos lleva en una furgoneta Citroën roja nos pregunta por qué lo hacemos. El aire entra por la ventanilla y el pelo me hace cosquillas en la cara y en el cuello. Hoy quizá tendremos que aprender a hablar en otro idioma para conseguir un sitio donde dormir. Eva sonríe se encoje de hombros y apoya la cabeza en el cristal, cierra los ojos y le dice que hemos llegado tan lejos que ahora lo que nos da miedo es tener que volver. Volver a casa.