jueves, 9 de febrero de 2012

Otro verano



Porque recuerdo el olor de la hierba puedo empezar diciendo que era verano. Jugábamos. El corazón golpeando fuerte en la tierra, la nariz pegada al suelo, conteniendo la respiración después de la carrera. Si te descubren, corre: corre hasta la piscina, sube por la escalinata del porche, corre hasta tocar la columna. Cuidado con el último peldaño, parece que está a punto de caerse.

Cada verano hacemos bocadillos, inventamos una excusa y atravesamos el bosque de pinos. Hay que caminar toda la mañana para llegar hasta allí. Vamos todos juntos, hacemos bromas, cantamos alguna de esas canciones, cuando no pasa nadie por el camino, abrimos el alambre de la valla y entramos en el recinto. El bosque se aclara y podemos ver la casa, una pared blanca y brillante, una torre, en medio del mundo. Desde lejos no puedes saber que está vacía.

La primera parada, siempre, es la piscina. Dependemos de las lluvias. Este verano un tronco flota en el agua y el fondo está oscuro. Alguien dice que ha visto un pez. ¿Cómo ha llegado un pez hasta allí? Tiramos piedras y nos quedamos mirando las ondas, como si algo fuera a pasar. Vamos adentro, vamos adentro. La casa es enorme. Es de día y escuchamos cantar a los pájaros, y sin embargo, tenemos miedo.

Otro verano.

Guardamos silencio. Miramos un pájaro clavado en la pared del sótano, las alas extendidas, la sangre ya seca en el muro. Alguien dice que es magia negra. Nos reímos, pero el miedo corretea entre nuestros pies como un cachorro. De nada sirve escapar, porque no hay nadie. Además ¿Quién puede tenerle miedo a un pájaro, vivo o muerto? La casa se convierte en territorio compartido. Sabemos que hay otros, y buscamos su rastro: pisadas, huellas, mechones de pelo enredados en el alambre… cualquier cosa.

Al día siguiente atravesamos el bosque en silencio, vigilando. En el muro del sótano, la sangre permanece, pero el pájaro ya no está. Lo llamamos como llamaríamos a un muerto: dibujamos con tiza en el suelo las marcas que pensamos que convocarán su espíritu: lunas, estrellas de cinco, de seis puntas. Nadie aparece. Solamente revolotea entre los escombros una mariposa grisácea ¿Será él?

Otro verano.

Jugamos a las cartas en la habitación principal. Hemos traído una tabla de madera que sujetamos con trozos caídos la barandilla de mármol. El salón es enorme, y donde debería estar el techo solamente hay luz del sol. Desde allí escuchamos los pasos del hombre que se acerca. Los jadeos de los perros, que no nos delatan. Ellos saben que estamos ahí, saben que venimos aquí, verano tras verano. Pueden olernos. El hombre pasea, no está buscando, pero lleva una escopeta. El color de su ropa se confunde con los troncos de los pinos. Son perdigones de sal, no pueden hacernos daño, nos decimos, pero cuando viene, nos ocultamos tras las columnas, bajo la escalera en ruinas, nos convertimos en parte de la casa, de los matorrales de espinos que ya crecen en las habitaciones, nos confundimos con las ruinas del porche. Por si acaso, me aprieto contra su cuerpo en lugares pequeños, fingiendo que es mejor para todos.

Si nos descubre, corremos, corremos hasta el límite marcado con verja de alambre, hasta el final del bosque de pinos, corremos hasta la carretera, y de camino a casa nos mostramos las marcas, como trofeos, de los impactos recibidos en la piel.

Celebramos otro verano, organizamos una fiesta. Estoy de pie, apoyada en un trozo de piedra que fue columna, bebiendo algo con coca cola en una copa de plástico. Los demás preparan la fogata para una barbacoa. Hemos robado la comida de nuestras casas, hemos falsificado el carnet para comprar bebidas. Y yo me muero de ganas y él está caminando hacia mí.

De la mano, bajamos al sótano. Es el único lugar que tiene paredes, aunque yo preferiría estar al aire libre, mirar al cielo, escuchar algún búho. Aquí no puedo ver, pero no me importa. El momento es lo que importa, a partir de ahora es cuando todo empieza, él ha bajado conmigo la escalera, apartando las hojas para que no las pise, y al apoyar la espalda desnuda en la pared, pienso en la sangre del pájaro y en mi espíritu, y en cuántos años vive una mariposa gris.

No nos diremos ni una palabra en el camino de vuelta a casa. No importa. Importa cómo le tembló la voz mientras me lo pedía. Importan los espinos del arbusto que nos clavamos antes de entrar. Nuestra respiración, el jadeo de los perros, la columna en ruinas, esa que ya no está. El techo del salón, el sótano sin pájaro, el pez, la piscina, el porche con la escalinata por la que el verano que viene ya no podremos subir.