viernes, 13 de abril de 2012

Volver a casa


Viajamos en auto-stop. Simplemente nos dejamos llevar y escuchamos la música. Sí, a veces nos quedamos dormidas. Es difícil no quedarse dormida, viajamos durante todo el día. No conocemos las carreteras, así que siempre estamos perdidas. Le digo a Eva que esto es un gran acto de confianza. Entre nosotras no, entre tú y yo y los demás. Nos dejamos llevar. El conductor sabe que no le haremos ningún daño. O quizá no lo sabe y lo que le gusta es eso: sentir que transgrede algún tipo de límite. Es un pacto entre desconocidos, le digo a Eva: un compromiso.

Siempre es un hombre solo. Las mujeres no están acostumbradas a confiar así, sin más. Nos miran con desaprobación, como si ya nos hubiera sucedido algo terrible. Como si ellas ya nos lo hubieran advertido: las que conducen, las esposas que callan en el asiento del copiloto. Las siempre preciosas y distantes hijas de la parte de atrás, miran distraídas el paisaje por la ventanilla cerrada y sus ojos se detienen siempre en nosotras, como si no mereciera la pena, como si se murieran de envidia. Intuyen que, si sus hombres viajaran solos, pararían en el desvío. Nos preguntarían a dónde vamos, nos llevarían para tener a alguien con quien charlar, para sentirse un poco más valientes, para poder contarlo por ahí.

Estamos en el norte y suele llover, pero aquí a nadie le importa. No nos dirán que nos limpiemos los zapatos, a nadie le preocupa que mojemos los asientos. Cuando no pasan coches, Eva y yo aguantamos bajo la lluvia. Es parte del trato. Por la noche llegamos a alguna pequeña ciudad, buscamos un sitio para dormir y decimos que nos quedaremos a pasar unos días, pero en realidad lo que más nos apetece es volver a salir al cruce a esperar a los coches, a apostar de qué color será el próximo en parar. A inventarnos historias que contaremos al próximo desconocido. No es que el viaje sea el destino, es que no vamos a ninguna parte, ¿sabes? Creo que lo que pasa es que nos asusta quedarnos en un lugar. Enviar postales a casa. Y todo lo demás.

Los coches rojos son míos, los grises son de Eva, y la que gana tiene que ser la primera en hablar con el conductor. Cuando digo hablar me refiero a hacerle alguna pregunta muy personal. Una vez un ejecutivo, vestido de traje nos dio dinero para comer. Nos preguntó si no nos daba miedo ir viajando solas por ahí. Lo que pasa es que era mucho, mucho dinero, ¿sabes? Otro nos llevó a su casa en el pueblo, nos presentó a su madre. Vínculos extraños, parece como si la gente tuviera siempre ganas de cuidar de algo: un perro, una corbata, una gardenia, dos chicas en un desvío de la A-66 hacia Llanes. Quieren ser responsables de algo pequeño y frágil. Quieren ayudar. Y ya sabes lo que pasa: una vez que alguien te he hecho un favor, casi seguramente seguirá ayudándote. Aunque tú ni siquiera lo necesites.

Nos regalaron una manta, un antiguo casette de Queen. Hombres a los que no volveríamos a ver, hombres que, como estaban conduciendo, ni siquiera nos daban la mano al entrar. Uno nos dijo “Joder, sois o mejor que me ha pasado hoy” otro nos pidió que le acompañáramos esa noche al cumpleaños de un amigo. Simplemente es que no queremos volver a casa. Un señor nos dejó las llaves de un piso que tenía en Vitoria por si necesitábamos pasar allí la noche. No hay nada en la nevera, nos advirtió.

A veces no tenemos suerte y pasamos horas en una salida de la autopista. Eva se pone a dar pequeños saltitos de los nervios, pero fingiendo que tiene un poco de frío. Me da un codazo cuando escucha un coche acercarse. ¿Rojo o gris? Me pregunta. Cuando nos dejan en una gasolinera, pedimos dinero para comprar comida y coca-colas, y jugamos con los perros abandonados. Al fin y al cabo ellos también se meterían en un coche con cualquiera, dice Eva.

En algún lugar en la carretera que va desde Irún a Hendaya, un transportista que nos lleva en una furgoneta Citroën roja nos pregunta por qué lo hacemos. El aire entra por la ventanilla y el pelo me hace cosquillas en la cara y en el cuello. Hoy quizá tendremos que aprender a hablar en otro idioma para conseguir un sitio donde dormir. Eva sonríe se encoje de hombros y apoya la cabeza en el cristal, cierra los ojos y le dice que hemos llegado tan lejos que ahora lo que nos da miedo es tener que volver. Volver a casa.

jueves, 9 de febrero de 2012

Otro verano



Porque recuerdo el olor de la hierba puedo empezar diciendo que era verano. Jugábamos. El corazón golpeando fuerte en la tierra, la nariz pegada al suelo, conteniendo la respiración después de la carrera. Si te descubren, corre: corre hasta la piscina, sube por la escalinata del porche, corre hasta tocar la columna. Cuidado con el último peldaño, parece que está a punto de caerse.

Cada verano hacemos bocadillos, inventamos una excusa y atravesamos el bosque de pinos. Hay que caminar toda la mañana para llegar hasta allí. Vamos todos juntos, hacemos bromas, cantamos alguna de esas canciones, cuando no pasa nadie por el camino, abrimos el alambre de la valla y entramos en el recinto. El bosque se aclara y podemos ver la casa, una pared blanca y brillante, una torre, en medio del mundo. Desde lejos no puedes saber que está vacía.

La primera parada, siempre, es la piscina. Dependemos de las lluvias. Este verano un tronco flota en el agua y el fondo está oscuro. Alguien dice que ha visto un pez. ¿Cómo ha llegado un pez hasta allí? Tiramos piedras y nos quedamos mirando las ondas, como si algo fuera a pasar. Vamos adentro, vamos adentro. La casa es enorme. Es de día y escuchamos cantar a los pájaros, y sin embargo, tenemos miedo.

Otro verano.

Guardamos silencio. Miramos un pájaro clavado en la pared del sótano, las alas extendidas, la sangre ya seca en el muro. Alguien dice que es magia negra. Nos reímos, pero el miedo corretea entre nuestros pies como un cachorro. De nada sirve escapar, porque no hay nadie. Además ¿Quién puede tenerle miedo a un pájaro, vivo o muerto? La casa se convierte en territorio compartido. Sabemos que hay otros, y buscamos su rastro: pisadas, huellas, mechones de pelo enredados en el alambre… cualquier cosa.

Al día siguiente atravesamos el bosque en silencio, vigilando. En el muro del sótano, la sangre permanece, pero el pájaro ya no está. Lo llamamos como llamaríamos a un muerto: dibujamos con tiza en el suelo las marcas que pensamos que convocarán su espíritu: lunas, estrellas de cinco, de seis puntas. Nadie aparece. Solamente revolotea entre los escombros una mariposa grisácea ¿Será él?

Otro verano.

Jugamos a las cartas en la habitación principal. Hemos traído una tabla de madera que sujetamos con trozos caídos la barandilla de mármol. El salón es enorme, y donde debería estar el techo solamente hay luz del sol. Desde allí escuchamos los pasos del hombre que se acerca. Los jadeos de los perros, que no nos delatan. Ellos saben que estamos ahí, saben que venimos aquí, verano tras verano. Pueden olernos. El hombre pasea, no está buscando, pero lleva una escopeta. El color de su ropa se confunde con los troncos de los pinos. Son perdigones de sal, no pueden hacernos daño, nos decimos, pero cuando viene, nos ocultamos tras las columnas, bajo la escalera en ruinas, nos convertimos en parte de la casa, de los matorrales de espinos que ya crecen en las habitaciones, nos confundimos con las ruinas del porche. Por si acaso, me aprieto contra su cuerpo en lugares pequeños, fingiendo que es mejor para todos.

Si nos descubre, corremos, corremos hasta el límite marcado con verja de alambre, hasta el final del bosque de pinos, corremos hasta la carretera, y de camino a casa nos mostramos las marcas, como trofeos, de los impactos recibidos en la piel.

Celebramos otro verano, organizamos una fiesta. Estoy de pie, apoyada en un trozo de piedra que fue columna, bebiendo algo con coca cola en una copa de plástico. Los demás preparan la fogata para una barbacoa. Hemos robado la comida de nuestras casas, hemos falsificado el carnet para comprar bebidas. Y yo me muero de ganas y él está caminando hacia mí.

De la mano, bajamos al sótano. Es el único lugar que tiene paredes, aunque yo preferiría estar al aire libre, mirar al cielo, escuchar algún búho. Aquí no puedo ver, pero no me importa. El momento es lo que importa, a partir de ahora es cuando todo empieza, él ha bajado conmigo la escalera, apartando las hojas para que no las pise, y al apoyar la espalda desnuda en la pared, pienso en la sangre del pájaro y en mi espíritu, y en cuántos años vive una mariposa gris.

No nos diremos ni una palabra en el camino de vuelta a casa. No importa. Importa cómo le tembló la voz mientras me lo pedía. Importan los espinos del arbusto que nos clavamos antes de entrar. Nuestra respiración, el jadeo de los perros, la columna en ruinas, esa que ya no está. El techo del salón, el sótano sin pájaro, el pez, la piscina, el porche con la escalinata por la que el verano que viene ya no podremos subir.