martes, 23 de junio de 2009

Espuma, plancton, mucho rojo y aniversarios

Un día 23 de junio como hoy, hace exactamente cincuenta años, un escritor maldito entró en un cine a hurtadillas para poder ver el estreno de la primera adaptación que se hacía de una obra suya, al que le habían prohibido asistir por lo que se conoce habitualmente como "desavenencias con el director". No sabemos que pensó de aquella película porque, aunque era joven, sólo 39 años, su corazón, tan fuerte para según qué cosas, no resistió la experiencia y murió. Y así cumplió, por poco, esa autoprofecía que repetía de que no alcanzaría los cuarenta, esa edad supuestamente de mal augurio que me cayó encima este año, por cierto.

Los universos de los libros de Boris Vian se cruzaban frecuentemente entre sí, el doctor asesino de sillas de "El otoño en Pekín" se había vuelto psicópata por no haber podido curar a la Chloé de "La espuma de los días", y cuando pensábamos que Angel había evitado un destino oscuro en el mismo "Pekín" (que por cierto, no ocurría ni en otoño ni en Pekín) caía en nuestras manos "El arrancacorazones" y descubríamos que su futuro no era un camino de rosas precisamente...

"La espuma de los días" fue el primer libro "adulto" que escogí leer, y me enamoró del todo, porque no sólo era una (bueno, en realidad tres) historia de amor preciosa y emocionante, era un mundo diferente a todo, donde las imágenes luminosas se intercalaban con críticas atroces (esas beneficiencia pública que degollaba niños... o esa crítica a Sartre que en realidad era su amigo, al menos hasta que se lió con su primera mujer). Y por lo visto no fui la única. En una encuesta a los lectores franceses sobre cual fue la obra que les provocó el gusto por la lectura, "La espuma de los días" ganó por abrumadora mayoría. Y yo estoy tan feliz de ser tan poco original.

Luego hay más cosas, fue ingeniero de obras públicas, experto en ferrocarriles (vale, lo mío es la hidráulica, no los ferrocarriles, pero es uno de los míos), fue músico, cantante, actor, vamos, todo lo que me habría gustado ser a mí. No tuvo suerte, quizás tampoco la buscó, le gustaban demasiado la irónía, el sarcasmo, la crítica, y nunca le perdonaron su afición al sexo o hacerse pasar por un escritor negro para reírse de los críticos de la época o escribir una canción sobre las razones para desertar de un pobre hombre en plena guerra de Indochina, en fin, todo un personaje. Lo que sí está claro es que hizo lo que quiso, hasta el final.

Y yo no le olvido, sigo disfrutando de sus libros. También hasta el final. En algo más nos teníamos que parecer

jueves, 18 de junio de 2009

De cómo Almudena y Christine desaparecieron una tarde de la casa de los Huertos

Las vio salir y cerrar la puerta con cuidado, rosa y rojo sobre asfalto. Tomaron el camino del arroyo, de tierra amaestrada, rebelde en algunos recodos pero sin salirse del trazado previsto. A veces bajaba lo suficiente para oírlas reírse al oído acercando las cabezas simétricas de forma y color.

Ellas no se dieron cuenta, sólo era una sombra que escondía un hombro del sol o cruzaba el camino un segundo antes de que llegaran. Vio como recogían cardos violetas y se quejaban al pincharse, como juntaban amapolas y hojas verdes enormes y sedosas.

Siguieron el cauce, cruzaron puentes, bebieron de los manantiales entre zarzas remontando con paso firme, parecían resueltas a encontrar la fuente, el origen de todo. Pasaron minutos, puede que horas, desde arriba nada es seguro, sólo intuición. Los campos amarillos se volvieron verdes y le costaba verlas cada vez más. Y cuando el arroyo había encogido tanto que parecía un hilo de plata, apareció el lago en medio del camino. Ellas entraron como si no estuviera allí, frenando atrapadas por el rozamiento y la ropa hinchada.

Se sintió desorientado, no recordaba haber visto nada igual por allí y se quedó mirando al pájaro que vibraba al otro lado del espejo. Se olvidó de ellas, del chapoteo, de las voces y las flores. Y cuando quiso volver ya no pudo verlas aunque buscó bajo los círculos que se hacían más y más grandes en la superficie, debajo sólo había espirales de algas moviéndose a ritmo lento y algo brillante que se asomaba bajo ellas

El grupo llevaba ya dos horas esperando a que volvieran, alrededor de la mesa del patio, los pies fríos y la cabeza inquieta. El mirlo bajó en picado y dejó algo ante sus ojos. Una pulsera de plata que todos reconocieron enredada en algas de río


Foto cortesía de P. Bravo (detalle)