Óleo
El salón era minimalista de renta exigua, pocos muebles desnudos y recién caídos al suelo. Frente a mí, bajo el ventanuco que daba a la calle, la nada inmensa. “Una pared aburrida”, me dijo. Sólo blanco y zapatos corriendo. Y le abrí una ventana a un sol de óleo denso en rojo indefinido. Él solía decirme que era su ventana al mundo.
Silencio
Un día quedó encerrado en tapas de CD, con grandes mayúsculas descuidadas. Recuerdos de sol, viento en la cara, frío y canciones en un descapotable con bronquitis y arrugas. La música suena entre los pinos y te sientes como una estrella de estela vaporosa al cuello y el pelo alborotado. Canciones que ya no llenan el aire muerto.
Rostros
En algún lugar hay fotos escondidas en un cajón. Llave echada, historia antigua. Un brazo rodea un hombro, una cabeza se gira hacia un rostro sonriente y le mira con orgullo. Parecen en equilibrio inestable, a punto de caerse. No me acuerdo de quien hizo la foto, de todas formas ya no importa. Se equivocan los que piensan que fotografiar a alguien es robarle el alma.
Cuentos
La estantería estaba vacía. Un muñeco con las piernas colgando me miraba fijamente. Las pestañan le caían con tristeza sobre los ojos azules. “Está solo”, me dijo Adela. Pero yo traía algo bajo del brazo. Abrí el primer libro, un universo naïf explotó ante nuestros ojos mientras el cuento crecía. Ahora está colocado en su sitio, una diagonal de color acompaña al muñeco.
Miedo
La película se quedó en su casa, con los escalofríos, los gritos y las excusas para agarrar al otro, en el salón a oscuras, bajo una manta. Otra parte de mí que vive otra vida en la ciudad, islas que son y no son yo.
Un bar
Hoy he regalado mi última isla: un poema pensado despacio, escrito deprisa, en una servilleta. Lo he dejado junto a tu brazo en la barra del bar, el tercer taburete por la izquierda como cada lunes, la misma arruga preocupada en la frente.
Te observo escondida en la mesa de la esquina, el humo empaña mis gafas y convierte la sala en un mar nocturno cortado por manchas de luz. Temo que mi isla acabe en la papelera con las servilletas sucias y los restos de comida. Pero tu cabeza se gira, alargas la mano y coges el papel. Mi cara se quema mientras lees y empiezas a moverte. Mis ojos se fijan en la vela que arde inmóvil, casi no respiro. La llama se agita, el temblor se contagia, mis piernas flaquean, el tiempo se para, tus labios se mueven. “¿Puedo sentarme?”
El salón era minimalista de renta exigua, pocos muebles desnudos y recién caídos al suelo. Frente a mí, bajo el ventanuco que daba a la calle, la nada inmensa. “Una pared aburrida”, me dijo. Sólo blanco y zapatos corriendo. Y le abrí una ventana a un sol de óleo denso en rojo indefinido. Él solía decirme que era su ventana al mundo.
Silencio
Un día quedó encerrado en tapas de CD, con grandes mayúsculas descuidadas. Recuerdos de sol, viento en la cara, frío y canciones en un descapotable con bronquitis y arrugas. La música suena entre los pinos y te sientes como una estrella de estela vaporosa al cuello y el pelo alborotado. Canciones que ya no llenan el aire muerto.
Rostros
En algún lugar hay fotos escondidas en un cajón. Llave echada, historia antigua. Un brazo rodea un hombro, una cabeza se gira hacia un rostro sonriente y le mira con orgullo. Parecen en equilibrio inestable, a punto de caerse. No me acuerdo de quien hizo la foto, de todas formas ya no importa. Se equivocan los que piensan que fotografiar a alguien es robarle el alma.
Cuentos
La estantería estaba vacía. Un muñeco con las piernas colgando me miraba fijamente. Las pestañan le caían con tristeza sobre los ojos azules. “Está solo”, me dijo Adela. Pero yo traía algo bajo del brazo. Abrí el primer libro, un universo naïf explotó ante nuestros ojos mientras el cuento crecía. Ahora está colocado en su sitio, una diagonal de color acompaña al muñeco.
Miedo
La película se quedó en su casa, con los escalofríos, los gritos y las excusas para agarrar al otro, en el salón a oscuras, bajo una manta. Otra parte de mí que vive otra vida en la ciudad, islas que son y no son yo.
Un bar
Hoy he regalado mi última isla: un poema pensado despacio, escrito deprisa, en una servilleta. Lo he dejado junto a tu brazo en la barra del bar, el tercer taburete por la izquierda como cada lunes, la misma arruga preocupada en la frente.
Te observo escondida en la mesa de la esquina, el humo empaña mis gafas y convierte la sala en un mar nocturno cortado por manchas de luz. Temo que mi isla acabe en la papelera con las servilletas sucias y los restos de comida. Pero tu cabeza se gira, alargas la mano y coges el papel. Mi cara se quema mientras lees y empiezas a moverte. Mis ojos se fijan en la vela que arde inmóvil, casi no respiro. La llama se agita, el temblor se contagia, mis piernas flaquean, el tiempo se para, tus labios se mueven. “¿Puedo sentarme?”