Con el nombre de Margarita hay un sinfín de plantas distintas. Leucanthemum vulgare son las clásicas margaritas herbáceas, que poseen flores blancas y amarillas. Su tamaño oscila entre 25 y 70 centímetros y su diámetro tiene alrededor de 15 centímetros. Se resiembran espontáneamente y prefieren una ubicación soleada y un suelo que cuente con buen drenaje. Otra variedad bastante conocida es la Chrysanthemum frutescens, que procede de Extremo Oriente.
Ha de advertirse que este manual debe ser estudiado atentamente por todo aquél que, sintiéndose atrapado en la duda que el amor a veces conlleva, pretende averiguar su destino, bien porque no puede soportar la incertidumbre sobre los sentimientos que tiene hacia él la persona a la que ama, bien porque la certidumbre de verse atado a un mismo amor durante toda la vida le resulta insoportable. Centraremos nuestro análisis en la primera de estas dos posibilidades.
Absténgase de esta práctica el ateo que niega la existencia del Dios Cupido, el que ya dio un amor por perdido y, por supuesto, aquél cuya sola intención sea destrozar lo que la Madre Naturaleza construyó con tanto afán.
En cuanto a la acción consistente en deshojar una margarita, lo primero que debe hacerse es salir de casa vestido con ropa cómoda y de vivos colores. La primera exigencia, como es lógico, obedece a la necesidad de acudir al campo, lugar donde crece la especie vegetal denominada "Leucanthemum vulgare", conocida por el común de los mortales como "Margarita", nombre que comparten un sinfín de plantas distintas que, la mayoría de las ocasiones, poseen flores blancas y amarillas. Los calcetines han de vestirse estrangulando la pernera, para evitar que, al más que probable sufrimiento que pudiere aquejar al corazón tras el deshoje de la margarita, se sume el escozor producido por el roce de los cardos con la pantorrilla.
Si este primer requisito persigue proteger el cuerpo de posibles males, el segundo, consistente en vestir ropa de llamativos colores, se encamina a salvaguardar lo que los religiosos llaman alma y los poetas corazón, no vaya a encontrarse el deshojador con la noticia del amor perdido y que luego, al regresar a casa, lo miren y lo vean como que va de luto, y lo interroguen sobre los motivos de su pesar. Pues el dolor propio en manos ajenas produce escarnio.
Dispuestos los preparativos, el aprendiz deberá acudir a un prado con margaritas, lo que debe resultarle muy fácil pues, como dicen las abuelas cuando quieren referirse a la generosa abundancia de lo que sólo superficialmente no tiene valor: "un prado de margaritas a cualquiera las penas quita".
Una vez en el prado, el siguiente paso consiste en tomar con delicadeza un único ejemplar de margarita por su parte verde y alargada, conocida como tallo, para extraerla de la tierra a la que ha permanecido unida desde el comienzo de su existencia. Posteriormente, sujetando con los dedos índice y pulgar de una mano la parte a la que convenimos dar el nombre de tallo, con los mismos dedos, esta vez de la otra mano, procederemos a mutilar la flor, extrayendo uno a uno sus pétalos albinos hasta que no quede de ella más que un botón dorado, que quizá antaño fuera hospedería de abejas.
La separación de los pétalos debe llevarse a cabo con ternura y cuidado, no fueran a ser arrancados dos de golpe por error, con fatídico resultado de boda quimérica o, peor aún, de mal interpretado rechazo. Asimismo, el deshojador no debe permitir ni un solo instante que su pensamiento se centre en algo que no fuere la persona deseada. Pasando a la acción, ya con una mano en el tallo, ya arrimando la otra a un pétalo de la flor, el aspirante deberá exclamar en voz alta y clara: "me quiere", arrancando en ese mismo instante, con sutileza, una primera falange de seda. Tras este acto, y sin permitirse un solo segundo de respiro, no vaya a arrepentirse, acobardarse o siquiera avergonzarse de sus sentimientos, el interesado retirará otro pétalo, pronunciando esta vez: "no me quiere", y proseguirá así, sucesivamente, poco a poco, ora afirmando, ora negando su deseo.
Para este momento, su corazón palpitará alocadamente, se tornarán húmedas sus manos, se erizará en un escalofrío el manto de vello que recubre su nuca y, a pesar de la respiración entrecortada y el encogimiento de su estómago, el aprendiz de deshojador pondrá fin a su tarea, quedando su alma presa, bien del éxtasis delirante que experimenta aquél que sabe que su destino coincide con su sueño y su sueño es su destino, bien de la desazón que produce el comprobar cómo tormento y realidad se entremezclan en su caso personal, único, concreto, afectándole a él de forma directa, a él, que tiene nombre y apellidos, que no es un número más dispuesto a engrosar la lista de desamparados, repudiados, desqueridos, desengañados, sino un ser humano, sensible y de hueso.
Mas todo esto, por tremendo que pareciere, no debiera afectarle pues, como dicen las abuelas cuando quieren referirse a la generosa abundancia de lo que sólo superficialmente no tiene valor: "un prado de margaritas a cualquiera las penas quita".